Nos importa a nosotros, por supuesto. Hay seis millones de europeos viviendo en América Latina y cerca de siete millones de latinoamericanos viviendo en Europa. Esa formidable conexión humana reclama políticas públicas en múltiples ámbitos, por ejemplo, en materia de visados. Si tuviéramos una política de inmigración digna de ese nombre, estaríamos organizando nuestros consulados allí para traer una inmigración que necesitamos como el respirar.
Nos importa porque somos el primer inversor en América Latina y miles de empresas europeas tienen intereses económicos allí. Es un mercado mucho más próximo que otros más cercanos geográficamente, porque nuestra capacidad de comunicación y entendimiento y sus necesidades de desarrollo económico lo hacen muy compatible y accesible.
Nos importa porque la geopolítica tras la pandemia y la guerra ha convertido América Latina en un continente necesario para proveernos de energía, recursos naturales básicos, para la transición ecológica y para una cadena de subcontratación fiable y segura.
Nos importa porque Europa necesita aumentar su peso internacional y su influencia en múltiples asuntos de vital importancia para nuestra concepción del mundo y para nuestros valores (comercio internacional, gobernanza económica, fiscalidad, derechos humanos, cambio climático…) y solo América Latina nos ofrece una convergencia democrática y social que genere mutuas sinergias de fortaleza internacional.
Importante, primero, porque su simple celebración ya constituye un éxito, dados los años transcurridos en suspenso. Segundo, porque se celebra en Bruselas, en una inequívoca señal de que América Latina importa a Europa y de que no se trata de una cuestión ibérica o, como mucho, de interés solo del sur de Europa. Tercero, porque la narrativa del encuentro conecta con argumentos políticos sentidos a ambos lados del Atlántico. El momento geopolítico que vivimos es particularmente agitado y resulta necesario ubicarse en escenarios relativamente hostiles, tanto para la UE como para América Latina.
Pero nada está escrito sobre la cumbre, menos aún sobre la instauración de un tiempo nuevo en la alianza (este artículo se ha escrito en los prolegómenos de la cumbre). De hecho, más allá de las fotos, de los comunicados, resoluciones y declaraciones oficiales, lo importante empieza luego. Si la cumbre instaura bases sólidas para que esta alianza sea verdaderamente estratégica, si se recupera la confianza mutua y si los proyectos conjuntos de acciones futuras se diseñan y se comprometen seriamente, todo eso determinará el éxito de la cumbre.
Obstáculos a superar
Antes tenemos que vencer muchas dificultades que están en el camino y de las que hablamos poco o nada. No podemos olvidar, por ejemplo, que acabamos de celebrar la cumbre de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) en República Dominicana (24 y 25 de marzo de 2023) y su impacto mediático ha sido mínimo, tanto aquí como, sobre todo, allí. El hecho de que la Cumbre Iberoamericana no despierte interés político es una muestra, un indicio más de que nuestras relaciones políticas y económicas han decaído. Hubo cosas peores en aquella cumbre: el desprecio de México es preocupante; Brasil acompaña fríamente esta organización; los enfrentamientos internos en la región son ostensibles y los acuerdos y declaraciones conjuntas se diluyen en la necesaria unanimidad. Repensar las cumbres y las funciones de la SEGIB parece necesario y, en ese sentido, todos sabemos que a España, junto a la secretaria general, les corresponde la principal responsabilidad para hacerlo posible.
Nuestro diálogo político con América Latina tiene que recuperar y reforzar nuestra visión democrática común del mundo. A veces percibimos señales hostiles sobre nuestro pasado y eso debiera exigirnos un ejercicio autocrítico de conciliación. La interpretación del presente y de sus conflictos también nos obliga a dialogar más para obtener coincidencias en las mesas de la gobernanza global. Hay que aumentar nuestra participación y protagonismo en la resolución de problemas políticos enquistados que influyen poderosa y negativamente en la región (Cuba y Venezuela en especial).
Salvando las excepciones de todos conocidas, el conjunto de la región pertenece, sin ninguna duda, al universo democrático. Las convicciones de sus poblaciones son profundamente democráticas, creen en ese modelo de organización política y nada ni nadie les moverá de esas coordenadas. Pero, a veces, sus posicionamientos geopolíticos no son comprendidos por Europa, lo que hace preciso entender que tienen intereses y demandas concretas que no nos pueden resultar ajenas. Quieren vernos junto a ellos en las demandas de financiación en los organismos internacionales; quieren nuestro apoyo cuando reclaman un mayor peso en Naciones Unidas; quieren compensaciones financieras del mundo desarrollado para renunciar a emisiones de CO2; quieren ser escuchados antes de que en Europa les exijamos condenas o alianzas. No podemos pretender amistad y lealtad desde América Latina si previamente no construimos juntos escenarios de compromisos mutuos y si no recorremos juntos los mismos caminos en los escenarios internacionales.
Este razonamiento resulta oportuno después de las diferencias observadas en el análisis y en las posiciones adoptadas por los diferentes países latinoamericanos ante la invasión rusa de Ucrania. Son muy comprensibles las muestras de rechazo europeo a las abstenciones a la hora de condenar la invasión por parte de algunos países de América Latina. Es evidente el disgusto en muchas cancillerías de la UE por la negativa de algunos países de la región a imponer sanciones a Rusia, y por sus insolidarios e incomprensibles rechazos a la ayuda militar europea a Ucrania. Son una muestra más de que nuestros llamamientos a la convergencia de valores, de principios democráticos y de orden internacional multilateral son retóricos si antes no adaptamos las supuestas coincidencias a los problemas concretos, si no construimos previamente una red de intereses comunes en dichos escenarios.
Europa no es consciente de que estos últimos 10 o 15 años han ocurrido muchas cosas en América Latina y que otros grandes actores han movido el tablero geopolítico de la región, creando dependencias económicas y políticas más fuertes que nuestras viejas convergencias. Baste recordar a estos efectos que China es el principal socio comercial de la región y que la mayoría de las exportaciones e importaciones de muchos países latinoamericanos dependen de esta relación. No es tampoco sorpresa para nadie que Rusia es el actor antagónico a Estados Unidos en las tres autocracias americanas (Cuba, Nicaragua y Venezuela). Por último, no olvidemos la diplomacia sanitaria que desplegaron China y Rusia con sus vacunas durante la pandemia, adelantándose a Europa y a EEUU con un suministro masivo en los momentos más angustiosos del Covid-19.
Pero una de las primeras dificultades a superar radica en la misma Europa. “América Latina no está en el radar de la política exterior europea”, dijo Borrell al comienzo de su mandato en el SEAE. Fue una afirmación tan valiente como cierta. Las dificultades internas de la CELAC y la falta de unidad de América Latina fueron respondidas desde Europa con un creciente desinterés. El Este concentraba todas las miradas de la Europa central y báltica, y África y Oriente Próximo atraían todas nuestras atenciones más perentorias. América Latina quedaba lejos, sus vaivenes políticos no se entendían y su estancamiento económico a partir de 2014 no ofrecía ningún estímulo.
He sufrido esta apatía europea durante los años en que presidí la Asamblea Parlamentaria Eurolat (2015-19) y he comprobado una y otra vez la dificultad de comprometer a los eurodiputados de otros países en esta relación. La pandemia y la guerra en Ucrania no han hecho más que aumentar estas tendencias. La pandemia reforzó nuestra mirada interior y la guerra nos ha girado definitivamente hacia el Este.
Pero, de pronto, sobre este escenario de frialdad y distancia comienza a construirse un relato alternativo que pone sobre la mesa las múltiples razones que explican el nuevo impulso a esta alianza. El gobierno de España, al convocar la cumbre al comienzo de su mandato europeo, ha puesto fecha y punto de salida a este movimiento que el SEAE lleva tiempo promoviendo. De hecho, es destacable la comunicación de la Comisión Europea, fijando “Nueva Agenda para las relaciones entre la UE y América Latina y el Caribe”, aprobada el 7 de junio.
Lo mismo ocurre con las propuestas de colaboración económica y tecnológica. Tienen que ser explicadas sobre la base de mutuos beneficios. No podemos interesarnos por el litio del triángulo bendecido por esas salinas (Chile, Bolivia y Argentina) si nuestra oferta de explotación y venta a Europa no va acompañada de las transferencias tecnológicas necesarias para que esos países sean autónomos en la explotación o para que sean capaces de producir las baterías eléctricas consecuentes y añadan valor a sus recursos.
Por injusto que pueda parecer, los esfuerzos europeos por dar contenido a la cumbre UE-CELAC y establecer un marco de colaboración económica con las grandes infraestructuras físicas y tecnológicas que América Latina necesita encuentran en la región una inmerecida frialdad. La vicepresidenta de la Comisión Europea, Margrethe Vestager, presentó en marzo la Alianza Digital Europea en Colombia, en el palacio presidencial de Nariño. Pero el presidente, Gustavo Petro, ni siquiera la saludó. Una oferta ambiciosa para establecer un marco regulatorio semejante entre la UE y América Latina sobre la digitalización y para desarrollar conjuntamente los múltiples desafíos en esa disrupción tecnológica corre el riesgo de ser desbordada por la agresividad china y la de sus compañías en la implantación de su tecnología. Nos jugamos mucho en esto y preocupa que nuestra coincidencia en valores y modelos éticos para el desarrollo digital queden marginados ante la potencia de los dos modelos alternativos: EEUU y sus plataformas privadas, y China y su control estatal.
De la misma manera, Europa debería acompañar sus inversiones y su implantación económica en América Latina de la calidad sociolaboral y medioambiental de nuestras empresas aquí en Europa. Una próxima legislación europea sobre “diligencia debida” de las multinacionales europeas fijará estándares en materias sensibles a las preocupaciones sociales de los latinoamericanos: derechos humanos, regulación laboral e internacional acorde a Organización Internacional del Trabajo (OIT), altas exigencias medioambientales, etcétera. Esta cultura empresarial de responsabilidad social es un plano muy favorable a nuestra presencia económica en América Latina que deberíamos explotar.
La iniciativa Global Gateway que la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ha estado explicando y ofreciendo en su importante visita previa a la cumbre (Brasil, Argentina, Chile y México) no puede limitarse a una lista de proyectos de grandes infraestructuras físicas y tecnológicas necesarias en la región. Debe ir acompañada de mecanismos financieros para favorecer su realización ante la ausencia de margen fiscal de la mayoría de los países. Y, sobre todo, debe ser planteada mediante grandes alianzas público-privadas con los diferentes países, lo que permitirá a sus gobernantes establecer las condiciones adecuadas en las que se realizarán dichos proyectos, en busca de la debida protección de los intereses públicos nacionales.
Algunas propuestas
Una vez constatadas, por una parte, la voluntad de imprimir un fuerte impulso a la alianza entre la UE y América Latina y hacer de ella una auténtica alianza estratégica; y, por otra, las dificultades a las que nos enfrentamos, tanto los europeos internamente como los países latinoamericanos por sus nuevas dependencias e influencias, toca ser pragmáticos.
La cumbre pasará y lo hará con cierto sabor de victoria y de nuevo tiempo. También pasará la presidencia española, incluso la vicepresidencia de la Comisión hoy en manos de una referencia española de especial significado para esta ecuación como lo es Borrell. En los próximos meses, que sucederán al 17 y 18 de julio de 2023, Europa seguirá concentrada en su guerra en Ucrania, en sus grandes y graves asuntos internos: desde la renovación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento a la Estrategia de Seguridad Económica; desde la reforma del mercado eléctrico a la autonomía estratégica; desde la ampliación a los Balcanes al Pacto Verde Europeo… Mil demandas y exigencias para avanzar en un escenario geopolítico adverso y difícil.
A su vez, América Latina afrontará un escenario macroeconómico de contracción (1% de crecimiento en 2024), culminando una nueva década perdida, en un clima de fuertes tensiones sociales porque la debilidad de sus Estados no puede responder a las justas y fuertes demandas de sus nuevas clases medias, en un clima de gran inestabilidad política, frecuentes polarizaciones, no exentas de peligrosos populismos, e inmersas en una fragmentación regional histórica y profunda que no se resolverá a corto plazo.
Corremos el riesgo de no encontrarnos, de no cruzar el puente de nuestras distancias y de no convertir en confianza nuestras diferencias. Hay riesgo de que no superemos nuestras objetivas circunstancias internas y de que no alcancemos un clima de diálogo y escucha para abordar juntos el futuro. Aunque todos coincidamos en la narrativa que explica la necesidad imperiosa de nuestra suma en el tablero internacional, no será fácil superar las importantes diferencias políticas y, en ocasiones, los intereses antagónicos en determinados temas. Hay, objetivamente, mucho trabajo por delante.
Por eso, la cumbre debería servir para fijar unos mínimos en el procedimiento para construir juntos un nuevo futuro para ambas partes. La cumbre no puede ser sino un comienzo, un reencuentro, un diagnóstico común del mundo que viene y una voluntad firme de afrontar esos retos sobre una alianza política y económica de amistad y lealtad. Habrá fotos, más o menos ausencias, declaraciones, resoluciones… pero lo importante será que sigamos viéndonos, hablando, escuchando, pactando, planificando acciones conjuntas ante retos enormes y necesidades apremiantes para ambos.
Por ello, me atrevo a señalar algunos mecanismos pragmáticos, en diferentes ámbitos, que pueden ayudarnos a dar continuidad a la cumbre y a la alianza:
Primero. Reafirmar el carácter bianual de las cumbres, estableciendo la sede de la próxima reunión UE-CELAC. Además, celebrar una reunión anual intermedia de ministros de Asuntos Exteriores. Crear, a su vez, un órgano permanente de seguimiento y de relación entre los jefes de Estado y de gobierno que se encargue de coordinar las posiciones comunes ante los múltiples acontecimientos de la actualidad y que pueda mantener contactos para resolver y proponer asuntos comunes. La representación europea está coordinada por la Comisión y el SEAE, pero sería conveniente que la coordinación de América Latina y el Caribe se delegara a portavoces subregionales para hacer más ágil y efectiva esta relación y este órgano permanente. Un buen comienzo para dicho órgano sería que pusiera en marcha un trabajo de aproximación y coordinación de posiciones ante las instituciones financieras internacionales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, organismos multilaterales de desarrollo), ante las mesas de la gobernanza global del G20 (especialmente con Argentina, Brasil y México) o ante órganos internacionales de comercio internacional, fiscalidad internacional o acuerdos climáticos, entre otros.
Segundo. Establecer un consejo económico y tecnológico entre América Latina y el Caribe y la UE para pilotar la alianza en tres grandes materias: la transición verde, la alianza digital y la política industrial común. El volumen de decisiones al que nos enfrentamos en estas tres materias es tan grande y está tan lleno de contradicciones e interdependencias que solo bajo una supervisión y monitoreo común podremos realmente avanzar y hacer compatibles los intereses recíprocos. América Latina quiere de Europa el acceso a sus mercados, inversión y transferencia de tecnología. La UE ve a América Latina como un socio en cooperación económica, comercial y producción, y como fuente de recursos y espacio de producción energética renovable. Combinar estas mutuas y legítimas aspiraciones es primordial.
Asimismo, que la UE y América Latina puedan coordinar sus estrategias de descarbonización y lucha contra el cambio climático abriría un campo enorme a la colaboración y a la inversión europea en estas materias. La coordinación regulatoria de este proceso también es clave. Algo parecido se obtiene de la oferta de Alianza Digital que ha hecho Europa a América Latina, que afecta a múltiples planos de la transición digital: conectividad, infraestructuras o regulación, entre otros, lo que nos permitiría proponer una tercera vía frente a los modelos estadounidense y chino en esta materia tan sensible y determinante.
Para terminar, los cambios geopolíticos comerciales y tecnológicos producidos en los últimos años nos están enfrentando a múltiples retos que hemos resumido en la enigmática “autonomía estratégica”, que lo condiciona y determina casi todo. Ante esos nuevos escenarios, Europa y América Latina deben abordar juntos los retos comunes. Nuestra demanda de seguridad en múltiples planos nos conecta con América Latina en asuntos y materias esenciales. La seguridad energética, la cooperación en energías renovables, los minerales esenciales, la seguridad alimentaria, la integración de las cadenas de suministro… Todo ello nos exige una cooperación estrecha.
La cooperación en estos tres grandes campos de acción económica, tecnológica y ecológica no se resuelve mediante la iniciativa privada ni elaborando una simple agenda de inversiones. Ambas cosas son necesarias, pero sometidas a una planificación política común. De ahí la utilidad del consejo económico y tecnológico, uno que se tomara en serio nuestra cooperación económica en estos campos sobre la base de un soporte institucional común para programar, negociar, planificar y facilitar la ejecución de múltiples iniciativas.
Tercero. La relación UE-CELAC no debería ser incompatible con una participación creciente de la UE en las alianzas subregionales de América Latina. La Alianza del Pacífico, UNASUR, SICA… Aunque todas son organizaciones muy primarias en su integración, pueden ser plataformas de colaboración interesantes, pues conectan y armonizan intereses de un grupo de países más próximos coincidentes, en busca de una relación más eficaz. Una combinación flexible de acuerdos birregionales con actores bilaterales debiera ser también posible.
Cuarto. Los acuerdos de asociación y comercio con Chile, México y Mercosur deberían recibir un empujón definitivo en este semestre a partir de la cumbre. Chile y su acuerdo de modernizar y traer al siglo XXI el viejo acuerdo de 2000 debería ser ratificado en sede parlamentaria. Igual con México, para que sea aprobado por el Consejo y por las autoridades mexicanas. Y en el caso de Mercosur, para que sean definitivamente superadas las reticencias y las dudas surgidas sobre un texto en su día aprobado en la fase negociadora.
Quinto. La UE debería, por último, plantearse seriamente una política de inmigración con América Latina. Este es hoy uno de los problemas humanitarios más graves en la región. Millones de jóvenes de Cuba, Centroamérica o Venezuela atraviesan mares, selvas y fronteras con graves riesgos para sus vidas y generando problemas sociales en países fronterizos. Abrir nuestros consulados para atraer a Europa de manera segura y regular a estos emigrantes sería una extraordinaria iniciativa con muy buena acogida en América, incluyendo EEUU. Para ello, hace falta un acuerdo interior en la UE que, por desgracia, no tenemos, pero esta es una de esas cosas raras en las que todos ganamos.
Punto de partida
En definitiva, la cumbre UE-CELAC debería ser la gran oportunidad de establecer una verdadera alianza entre Europa y América Latina. Verdadera porque respire confianza, aunque no exenta de diferencias, para abordar juntos un mundo que nos ha colocado en espacios marginales o demasiado dependientes. Somos Occidente, claro, pero no todos los intereses y estrategias de EEUU son los nuestros. Nuestra defensa de un modelo de vida basado en la dignidad del ser humano y en los derechos humanos, de un marco democrático basado en el Estado social y de Derecho y de un orden multilateral basado en el Derecho Internacional, en la paz y en el desarrollo sostenible nos compromete con Occidente, pero debemos hacerlo conjugando nuestros intereses recíprocos en un marco que supere la bilateralidad que plantean EEUU y China. Esa es la gran tarea de esta alianza.
La cumbre debe ser el punto de partida de ese intento, forjando instrumentos que hagan real y eficaz una alianza que nos proporcione a ambos un lugar en el mundo y nos garantice la prosperidad para nuestros pueblos.