El impacto de las empresas sobre bienes públicos esenciales es cada día mayor. Ocurre, por ejemplo, con la dignidad humana –en cualquier país y circunstancia–, evitando la esclavitud, la explotación o el maltrato de quienes participan en la larga cadena de contratación por parte de las grandes multinacionales; un valor social, por otra parte, compartido por toda la humanidad. La contribución de las empresas a reducir su huella de carbono, sus emisiones y a luchar en todos los planos de su producción contra el cambio climático es otro bien público compartido por todos.
¿Por qué las empresas son llamadas a estas grandes causas? Porque sus impactos en estas materias son enormes y porque la ecuación que las relaciona con la sociedad es intensa y genera exigencias recíprocas. De la misma manera que exigen marcos regulatorios favorables para la inversión, la estabilidad política o la protección frente a la crisis (como los ERTE en la pandemia o el salvamento financiero a los bancos en caso de quiebra), la sociedad tiene demandas hacia sus comportamientos fiscales, sociales o medioambientales.
Esta cultura de la responsabilidad social de las empresas (recogida en el concepto de RSE), viene ejerciéndose en diferentes grados e intensidad desde que a principios de este siglo las innovaciones conceptuales y filosóficas de la compañía para con su entorno y sus impactos se fueron formalizando y regulando. En concreto, la Directiva Europea 2014/9 –traspasada a legislación española por la Ley 11/2018– establece la obligación de la información no financiera para las grandes empresas europeas. Así, las empresas europeas informan anualmente de sus actuaciones preventivas y sus resultados a través de los parámetros EGS (criterios medioambientales, sociales y de gobernanza).
Desde que estas actuaciones se iniciaron a principios de este siglo, se observó la enorme laguna que ofrecía el examen de esos mismos parámetros en su cadena de valor o de suministro cuando la empresa estaba instalada o se proveía en países con muy bajo nivel de exigencia legal en estos temas.
Los sucesivos escándalos públicos, y notoriamente la catástrofe de Rana Plaza en Bangladesh, con el fallecimiento de más de 1.000 trabajadores, provocaron una fuerte reclamación social para que esta cultura de la responsabilidad social empresarial se trasladara a los proveedores de las grandes empresas multinacionales.
Un primer intento de regulación de estas circunstancias tuvo lugar cuando se presentó en el Comité de Derechos Humanos de Ginebra de Naciones Unidas un proyecto de tratado internacional que vinculara a todos los países del mundo con estas exigencias. A día de hoy, la negociación de este difícil tratado internacional está en vía muerta.
Naciones Unidas, por su parte, encargó a John Ruggie, jurista de Harvard, una respuesta a esta problemática, estableciendo tres principios: el deber de los Estados de proteger los derechos humanos, la obligación de respetarlos por parte de las empresas y la exigencia de remediar los daños producidos ,en caso de vulneración de este código universal.
De esta concepción jurídica se derivaron leyes nacionales que establecían principios protectores de los derechos humanos frente al esclavismo, el trabajo infantil, la explotación laboral, la prohibición de importación de productos específicos por razones medioambientales o por tratarse de países en conflicto, así como un largo etcétera. Reino Unido, Holanda, Alemania y otros han regulado esta situaciones, si bien Francia tiene una legislación más ambiciosa, exigiendo a las empresas que operan internacionalmente planes de previsión y protección de los derechos humanos y el medio ambiente. Casi todos los países europeos tienen a su vez planes nacionales con los que establecen pautas de comportamiento –bastante etéreas y siempre voluntarias– a las empresas multinacionales sobre el plano de los derechos humanos y el medio ambiente.
Finalmente, en la actualidad, la Unión Europea está tramitando una directiva que pretende establecer una regulación obligatoria para las empresas multinacionales europeas, exigiendo el cumplimiento en toda su cadena de valor de los derechos humanos y las normativas medioambientales internacionales. Nadie en el mundo está haciendo nada semejante. La OCDE está muy lejos de llegar a una norma parecida. Europa será muy pronto un líder mundial en estas exigencias.
En un reciente debate sobre este tema, el representante de una gran compañía de comercio española nos decía que ellos tenían 25.000 proveedores en todo el mundo y habían establecido un modelo de «chequeo» al cumplimiento de los derechos humanos y el medio ambiente a todos ellos. Gran tarea, sin duda, y posiblemente imperfecta, pero en todo caso meritoria. ¿Se imaginan lo que significa que esos miles de productores –desde aquellos de carácter textil a los agrícolas– en más de cincuenta países del mundo sean escrutados sobre sus métodos de trabajo y sobre la sostenibilidad de sus productos? Este es un camino lento y complejo, pero también lleno de esperanza. No se trata sólo de exigir: también es preciso colaborar, como lo hace por ejemplo CSR Europa, que coopera con el sector del automóvil para incorporar esta cultura a toda su cadena de valor, a las baterías eléctricas o al transporte de mercancías.
En definitiva, habrá una ley europea que exija a las grandes empresas «la debida diligencia» en esta materia; es decir, el examen y control del cumplimiento de los derechos humanos (toda la legislación universal en esta materia, incluyendo convenios internacionales de la OIT y otros) y el cumplimiento de los compromisos internacionales en materia climática y los marcos europeos al respecto, como el pacto verde europeo. No obstante, junto a la ley europea y su posterior traslación nacional, debe haber un marco colaborativo con el mundo empresarial sobre la forma y el proceso en los que se plasma y se implementan estos compromisos. Y en eso, los sindicatos tienen mucho que decir.
Ramón Jauregui es presidente de la Fundación Euroamérica.
Publicado en ethic.es