Si Luiz Inácio Lula da Silva vence el próximo 30 de octubre en Brasil, el sur de América Latina estará gobernado por las izquierdas con las excepciones de Uruguay y Ecuador. Se dice, con razón, que nunca hay que generalizar las múltiples realidades de ese enorme subcontinente. También se dice, y no es menos cierto, que las izquierdas latinoamericanas no son iguales y que cada proyecto y cada líder son diferentes. De hecho, no conviene olvidar que algunas victorias recientes corresponden a movimientos sociales gestados en el contexto de conflictos propios (Chile, Perú o Colombia), y que casi ninguno de los partidos que dan sustento a esas victorias corresponde a ninguna organización internacional reconocida que los aglutine.
No cabe por tanto atribuir a las izquierdas gobernantes en América Latina una convergencia ideológica, excepto, claro está, la de corresponder a una misma sensibilidad social o a la misma idea progresista en defensa de los desfavorecidos, representando a lo que llamamos clases populares. Pero es difícil comparar el peronismo argentino con la izquierda peruana surgida de una crisis institucional extraordinaria. Cuesta poner en el mismo plano las prioridades de gobierno de Bolivia y el proyecto de Lula para un Brasil muchísimo más avanzado en su estructura económica o industrial.
Por otra parte, los apoyos parlamentarios también son muy diferentes y las dificultades de obtener mayorías de gobierno sólidas y estables acompañan a casi todos ellos. En conclusión, cada uno hará lo que buenamente pueda y desarrollará proyectos nacionales en función de las necesidades propias de cada uno de sus respectivos países.
No obstante, hay retos comunes a toda América Latina que condicionan y orientan la acción de los gobiernos de estas izquierdas, cargadas de una cierta responsabilidad histórica por las enormes expectativas y esperanzas que generaron sus victorias electorales. No olvidemos a este respecto que la mayoría de ellas fueron victorias contra los gobiernos anteriores, recogiendo enfados sociales muy notables y descontentos políticos muy serios.
El primero tiene que ver con el fortalecimiento de sus instituciones democráticas. No es un secreto, ni creo que ofenda a nadie decir que las democracias latinoamericanas son débiles y que los ataques iliberales y autocráticos que todas las democracias están sufriendo desde hace un par de décadas son más peligrosos y pueden hacer más daño en aquellos países en los que las instituciones y la cultura democrática son más vulnerables. Fue extraordinario el avance y la consolidación de las democracias en toda América Latina a finales del siglo XX. La superación del golpismo militar, la pacificación de las insurgencias armadas y la generalización de los procesos electorales como única forma de decisión política de sus pueblos asentaron, con la histórica excepción cubana, los sistemas políticos latinoamericanos en la democracia y en el Estado de Derecho.
En los últimos años, sin embargo, hay signos muy preocupantes de deterioro en el funcionamiento institucional, en gran parte debido a la reaparición de los problemas sociales de inequidad que atraviesan todo el subcontinente. Efectivamente, durante los primeros años del siglo XXI, dos caminos paralelos ayudaron a cerrar el círculo virtuoso: democracias estables y crecimiento económico forjaron el cambio social más potente en muchos años. Los incrementos notables de la renta per cápita el crecimiento demográfico y las nuevas tecnologías alumbraron nuevas clases medias, un extraordinario aumento de la población universitaria, una nueva economía digital con brillantes start-ups, una gran concentración urbana y otros muchos fenómenos sociales ligados a los anteriores. Lo que vino después, con la caída del precio de las commodities, la recesión económica de Europa y Estados Unidos entre 2008 y 2014 y, más tarde, con la pandemia, ya lo sabemos. Estados demasiado débiles no pudieron atender las demandas sociales de una población más exigente que nunca y que paralelamente se fue haciendo descreída y decepcionada, retirando su confianza a partidos e instituciones.
La democracia resultó injustamente golpeada por ese desafecto, algo que siempre ocurre cuando a la democracia se le exige resolver los problemas que solo pueden ser abordados por políticas concretas, no por las reglas mismas de la política. Hoy América Latina presenta rasgos muy preocupantes respecto a la confianza social en las instituciones. En muchos países los partidos tradicionales han sido barridos o sustituidos por una larga lista de nuevas fuerzas políticas, lo que a su vez ha provocado una fragmentación enorme que complica hasta la exageración la estabilidad de sus gobiernos. En ese magma, surgen nuevos líderes, demasiadas veces con fórmulas populistas y con evidentes riesgos autocráticos. En muchos casos, la polarización entre fuerzas extremas ha sustituido las opciones más centradas políticamente.
Baste esta desordenada diagnosis para señalar que, en mi opinión, la primera urgencia política es reconstruir y fortalecer las instituciones que dan forma y articulan la democracia: el constitucionalismo; el Estado de Derecho; el respeto a la separación de poderes, una justicia independiente y garantista; elecciones libres, transparentes e iguales; partidos políticos serios y representativos; sistemas de representación y participación amplios y, por supuesto, respeto de los Derechos Humanos. Nada de todo esto es nuevo, pero las quiebras en esos parámetros son frecuentes y las tentaciones totalitarias abundan por doquier.
La democracia como fin
La izquierda política latinoamericana debe convertirse en el principal bastión de la democracia. Debe hacerlo porque siguen demasiado presentes autocracias de izquierda (Venezuela, Nicaragua, Cuba) y porque esas experiencias lastran injustamente a otros partidos en otros países. La democracia no es un medio para hacer luego la revolución, porque esa concepción instrumental oculta la tiranía y el totalitarismo. La democracia es un fin, es un marco, nada es posible fuera de ella y en ella todo cabe, también el socialismo. Por eso, socialismo es libertad antes que nada, o dicho de otro modo, la construcción de sociedades más justas e iguales no puede hacerse sin libertad.
¿Que implica esta responsabilidad? Aquí es necesario aproximarse a las realidades nacionales. Chile, por ejemplo, necesita reconstruir su sistema constitucional después del fracaso del referéndum del 4 de septiembre y de la necesidad imperiosa de dotarse de un nuevo marco constitucional que sustituya al de Augusto Pinochet de finales del siglo XX. Colombia tiene que restaurar las grietas de una sociedad dividida y todavía traumatizada por la violencia. Perú tiene que fortalecer a un ejecutivo excesivamente sometido al fuego cruzado de un Parlamento fragmentado y polarizado. Muchas Constituciones latinoamericanas adolecen de una insuficiente regulación del valor de la igualdad. Otras, las que corresponden a lo que se ha dado en llamar “neoconstitucionalismo latinoamericano” (Bolivia, Colombia, México, República Dominicana), han avanzado en esa regulación, pero sus Estados no han llegado a materializar ese principio.
Casi todos los países tienen que hacer mejoras en sus sistemas electorales, siguiendo las recomendaciones de misiones internacionales de observación. Hay que hacer más independiente al poder judicial. El combate a la corrupción es urgente. Es preciso incorporar la transparencia en la gestión pública y fortalecer la independencia de los medios –ayudará más que el simple endurecimiento penal de los delitos ligados a ella–. También es necesario dotar de una financiación pública suficiente a los partidos políticos más representativos.
No hay democracia sin seguridad
La seguridad afecta asimismo a las democracias, especialmente atacadas por el cáncer del narcoterrorismo. La seguridad es condición previa a la libertad. La demanda de seguridad en América Latina es universal porque los índices de violencia y de ataques a la integridad personal son insoportables. La región concentra el 40% de los homicidios del mundo entero, siendo solo el 9% de la población mundial. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 son latinoamericanas. Varios líderes de la derecha política ganaron elecciones con promesas de lucha “sin cuartel” contra la violencia y aunque sus promesas quedaron solo en eso, en promesas, esa ideología es percibida como más eficaz en la lucha por la seguridad. La izquierda no puede perder esta batalla. Su política de seguridad es primordial y su apuesta por el binomio seguridad-desarrollo debe ser más eficaz.
Pero, más allá de medidas puntuales, en cada caso diferentes, la izquierda política debería liderar un discurso reivindicativo, apreciativo de la democracia y de sus principios y reglas. Una cultura de la responsabilidad ciudadana (fiscalidad, cumplimiento de las leyes, etcétera) como base de virtudes cívicas que consolidan y hacen más fuertes las sociedades democráticas. En esa línea, reafirmar la laicidad frente a las intromisiones religiosas, demasiado frecuentes y a veces bochornosas en algunos discursos políticos, es imprescindible. Es preciso evitar el utilitarismo electoral de las iglesias y reiterar la aconfesionalidad de sus gobiernos, instituciones y de sus políticas públicas. La laicidad no implica negar el hecho religioso, ni a las iglesias o las religiones, pero exige someter las políticas y la moral pública a la soberanía popular y solo a ella.
Por último, las democracias latinoamericanas tienen tareas pendientes muy específicas y muy propias de su idiosincrasia especialmente relacionadas con el feminismo y la diversidad racial. Su moral cívica y sus leyes deben dar un salto en clave de igualdad. Igualdad de sexos, de razas, de personas singulares (por su origen, capacidad, edad, etcétera). Igualdad de derechos y políticas de fomento y de combate a las múltiples discriminaciones de muchas sociedades atrasadas en estas materias.
Recursos para un Estado del bienestar
El segundo reto son los avances en la sociedad de bienestar. El difícil y a la vez necesario edificio de las prestaciones públicas tiene una base incuestionable: la fiscalidad. Universalizar una educación y una sanidad de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible. Tampoco lo es sostener un sistema de pensiones de vejez, enfermedad y desempleo con el 50% de la economía sumergida. Ya hemos descrito tres de los pilares del Estado del bienestar, pero si queremos añadir un cuarto pilar este lo compondrían los servicios sociales, la lucha contra la pobreza y la exclusión y la atención a la población mayor (dependencia). Para ello, es preciso contemplar ingresos fiscales, incluyendo la Seguridad Social, cercanos al 40% del PIB, cifra promedio de la Unión Europea en sus ingresos fiscales.
La verdadera revolución en América Latina es socialdemócrata, es la que hizo Europa en la segunda mitad del siglo XX y que tiene como base una economía competitiva capaz de generar pleno empleo y los recursos suficientes (salarios e impuestos) para sostener el Estado social. Es comprensible el peso de los recursos naturales en el ingreso fiscal de algunos países de la región (Venezuela y México son un buen ejemplo), pero ese ingreso se ha vuelto inestable y crea dependencias inerciales muy peligrosas.
Mirando la economía de América Latina con perspectiva temporal, el gran problema es su pérdida de productividad. Desde 1970 hasta hoy el crecimiento anual promedio de la productividad ha sido del -0,37%. Comparada con Estados Unidos, la productividad de América Latina paso del 2% en 1970 al 24% hoy. Para dimensionar esta perdida basta comparar esa evolución con Corea del Sur y España. Corea del Sur paso del 12% al 61% en estos últimos 50 años y España del 47% al 76%.
Son muchas las razones que explican este estancamiento histórico. Una de ellas es que las estructuras productivas siguen basadas en la explotación de recursos naturales y pocos países han apostado por la exportación de bienes y servicios con alto valor agregado, como lo han hecho, por ejemplo, Costa Rica o Panamá, además de México por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) y Brasil por su propio desarrollo económico. La izquierda debería liderar ese gran cambio de modelo productivo y rechazar la tentación de subestimar los mercados externos y centrar su estrategia de crecimiento “hacia dentro” con políticas proteccionistas
Es difícil para la izquierda practicar políticas económicas dirigidas a fortalecer y modernizar el sector productivo del país mediante inversiones en el capital humano y físico de un Estado, pero a la postre son las que aseguran la mejora constante de la productividad del país, lo hacen crecer económicamente y aumentan la renta per cápita. Esa base económica es la que permite crecer en el número de trabajadores formales, en sus cotizaciones y en su consumo. Esa es la base del ingreso fiscal para que una Hacienda eficiente vaya aumentando progresivamente la recaudación pública que permite luego una redistribución progresiva hacia los más desfavorecidos.
Hablé con responsables económicos de Chile y de Colombia después de sus respectivas elecciones y escuché proyectos muy razonables en esa dirección. Incrementar en un punto cada año la recaudación fiscal sitúa ese importante objetivo en el margen de lo posible. No es fácil, pero es realizable porque la bolsa de fraude fiscal es grande y las mejoras en formalizar la economía pueden dar magros resultados en la recaudación. La mala costumbre de sacar el dinero del país está demasiado extendida en ciertas élites económicas y en demasiados países latinoamericanos. Por eso, mejorar la cultura de la responsabilidad fiscal también es una tarea importante en este camino.
La política social, la redistribución de los ingresos fiscales, es el corolario de la recaudación. Ha habido experiencias bolivarianas de éxito, al volcar los recursos públicos en políticas asistenciales que eran justas, pero no siempre eficientes. En Brasil, Lula (con el programa Bolsa Familia), Rafael Correa en Ecuador (Bono de Desarrollo Humano), Evo Morales en Bolivia (Juancito Pinto) y Néstor Kirchner en Argentina (asignaciones universales por hijo), pusieron en marcha políticas que redujeron sensiblemente los índices de pobreza y desigualdad en la primera década de este siglo. Sin embargo, no cambiaron el sistema productivo ni el patrón de crecimiento primario- exportador ni hubo reformas fiscales de calado.
La redistribución no debe ser el único objetivo de la política de la izquierda. La fijación de salarios mínimos dignos y la intervención en mercados de bienes básicos para la población –transporte, vivienda, energía– es política pre-distributiva absolutamente necesaria en la mayoría de los países latinoamericanos. Desgraciadamente, las legislaturas son muy cortas para abordar objetivos estratégicos, pero lo que determinará el éxito político de las nuevas izquierdas en América Latina será el abordaje valiente de los problemas estructurales en su economía productiva. Junto a ello, la cultura fiscal, basada en la contraprestación pública de servicios y en la ejemplaridad de los dirigentes, ayudarán a combatir el más estructural de sus problemas: la desigualdad.
Volver a la integración
Por último, la izquierda latinoamericana debe abordar el gran atraso y el tradicional fracaso de América Latina en su integración regional. Es verdad que se trata de fracasos atribuibles por igual a derecha e izquierda en los múltiples episodios históricos. Es verdad también que la convergencia ideológica de los gobiernos no garantiza una convergencia regional, como lo prueba que en muchas ocasiones las propuestas integradoras han estado cargadas de ideología y eso es precisamente lo que las ha frustrado. Todo eso es verdad, y entonces, ¿por qué atribuimos a este momento histórico concreto y a esta nueva izquierda la oportunidad de hacer lo que no hicieron sus antecesores?
Es precisamente la constatación de la desintegración regional existente lo que mueve a pensar que habrá movimientos en esa dirección. Por ejemplo, Lula puede llevar de nuevo a Brasil a integrarse en la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC) pensando que en 2023 puede haber una cumbre UE-CELAC, bajo presidencia española del ConsejColombia ya ha abierto fronteras con Venezuela y la superación de la brecha entre los dos países dará un impulso a la cooperación regional, con una importante derivada humana que afecta a millones de personas que viven a caballo entre los dos países. La colaboración venezolana en las futuras negociaciones de paz de Colombia con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) creará un nuevo clima de colaboración entre Caracas y Bogotá.
En el mismo plano de la colaboración entre países se sitúan las grandes inversiones en las infraestructuras físicas (carreteras, puertos, aeropuertos, energía) y en las tecnológicas (interconectividad, reparto satelital, regulación digital, fomento de la economía digital), sin olvidar el campo de la investigación y de la formación universitaria, donde ya se coopera al margen de los impulsos oficiales. Los avances en esas materias son imposibles sin acuerdos supranacionales y sin organizaciones potentes en el ámbito transfronterizo.
Pero la integración latinoamericana solo avanzara si se ponen sobre la mesa los intereses nacionales exentos de viejas mitologías y de falsas retóricas. No se trata de especular con el sueño de Bolívar sino de construir una paulatina unión supranacional, empezando por lo más básico: un mercado cada vez más armonizado y una superación de las viejas fronteras nacionales a los ciudadanos, bienes, mercancías y servicios. No se trata de envolverse en la banderas nacionales ya periclitadas ante un mundo cada vez más global, sino de reivindicar la integración como factor de crecimiento y de progreso ¡Basta ya de reivindicar la soberanía nacional para ocultar ineficacias o privilegios o, peor, dictaduras que mantienen autarquías económicas o mercados cautivos para mal de sus ciudadanos!
La izquierda latinoamericana debería liderar un discurso valiente e innovador en favor de la integración que permitiera a sus países ofrecer atractivos mercados para la inversión, por la escala gigantesca que ofrece una América Latina integrada. Es también la forma de pisar el mundo con más fuerza. ¡Qué cantidad de oportunidades están perdiendo sus países ante las instituciones financieras internacionales para obtener mejores recursos financieros! Lo hemos visto en la pospandemia, incluso en el acceso a las vacunas contra el Covid. Es la forma de influir en las grandes mesas globales en las que está presente: desde el G20 a Naciones Unidas. Es la única manera de entrar en las cadenas de valor de una producción deslocalizada, ofreciendo sinergias hoy inexistentes.
Una izquierda que rompa amarras con ese milenarismo de la gran Patria y construya un mercado común, amplíe sus acuerdos comerciales y de inversión con el mundo y armonice su legislación en favor de los ciudadanos es una izquierda de progreso en el siglo XXI.o de la UE en el segundo semestre del año. Es difícil imaginar esa cumbre sin Brasil y sería incomprensible para Brasil despreciar esa oportunidad. Con ese objetivo, bueno sería recuperar el acuerdo con Mercosur, aunque sea renegociando sus contenidos. El acuerdo UE-Mercosur es el más grande y más importante, en mi opinión, de los que la UE tiene firmados hasta el momento.
Cabe pensar en la revitalización interna de Mercosur en el marco de esa negociación. Brasil y Argentina pueden y deben entenderse porque ese es un mercado interior clave para ambos países. La integración regional es una condición necesaria para aumentar la ínfima cifra de comercio intrarregional en América Latina y esas son oportunidades que pierden todos los países de la región. América Latina tiene un comercio intrarregional del 15%, frente a Europa o Asia, donde los indicadores llegan al 60% y al 68%, respectivamente.
En el mismo plano de la colaboración entre países se sitúan las grandes inversiones en las infraestructuras físicas (carreteras, puertos, aeropuertos, energía) y en las tecnológicas (interconectividad, reparto satelital, regulación digital, fomento de la economía digital), sin olvidar el campo de la investigación y de la formación universitaria, donde ya se coopera al margen de los impulsos oficiales. Los avances en esas materias son imposibles sin acuerdos supranacionales y sin organizaciones potentes en el ámbito transfronterizo.
Pero la integración latinoamericana solo avanzara si se ponen sobre la mesa los intereses nacionales exentos de viejas mitologías y de falsas retóricas. No se trata de especular con el sueño de Bolívar sino de construir una paulatina unión supranacional, empezando por lo más básico: un mercado cada vez más armonizado y una superación de las viejas fronteras nacionales a los ciudadanos, bienes, mercancías y servicios. No se trata de envolverse en la banderas nacionales ya periclitadas ante un mundo cada vez más global, sino de reivindicar la integración como factor de crecimiento y de progreso ¡Basta ya de reivindicar la soberanía nacional para ocultar ineficacias o privilegios o, peor, dictaduras que mantienen autarquías económicas o mercados cautivos para mal de sus ciudadanos!
La izquierda latinoamericana debería liderar un discurso valiente e innovador en favor de la integración que permitiera a sus países ofrecer atractivos mercados para la inversión, por la escala gigantesca que ofrece una América Latina integrada. Es también la forma de pisar el mundo con más fuerza. ¡Qué cantidad de oportunidades están perdiendo sus países ante las instituciones financieras internacionales para obtener mejores recursos financieros! Lo hemos visto en la pospandemia, incluso en el acceso a las vacunas contra el Covid. Es la forma de influir en las grandes mesas globales en las que está presente: desde el G20 a Naciones Unidas. Es la única manera de entrar en las cadenas de valor de una producción deslocalizada, ofreciendo sinergias hoy inexistentes.
Una izquierda que rompa amarras con ese milenarismo de la gran Patria y construya un mercado común, amplíe sus acuerdos comerciales y de inversión con el mundo y armonice su legislación en favor de los ciudadanos es una izquierda de progreso en el siglo XXI.
Publicado en Política Exterior, 20-10-2022