30 de junio de 2021

El comienzo del tardofranquismo.

Bien podríamos decir que el juicio de Burgos fue el comienzo del fin. Lo que fue concebido como un ejercicio represivo, como una manifestación de la fuerza del régimen, sancionando con la máxima severidad la violencia política, se convirtió en el comienzo de la verdadera rebelión democrática contra el franquismo. Esa es mi primera reflexión sobre aquellos años que transcurren en nuestra juventud entre 1968 y 1975. 

El juicio de Burgos tuvo una enorme repercusión interna e internacional. El régimen decidió celebrarlo en “aparente legalidad”. Permitió la información haciéndolo relativamente abierto, admitió la “defensa política” de los acusados, incluso toleró su gestualidad patriótica. Corresponsales extranjeros, abogados famosos, largos discursos políticos de las defensas y el temor generalizado de que las condenas a muerte eran posibles, –más bien se preveían seguras–, hicieron el resto. El seguimiento social del juicio fue enorme y las movilizaciones consecuentes a la sentencia, inolvidables. 

Yo no era militante del PSOE, todavía. Si mi convocatoria a esta mesa –con tan ilustres y queridos compañeros– se ha hecho en mi condición de representante del PSOE clandestino de aquella época, debo decir y confesar, desde ya mismo, que no conocía al PSOE entonces. Era un empleado de la Fundición Victorio Luzuriaga SA de Pasajes. Trabajaba como ingeniero técnico en la Oficina de Proyectos y allí llevaba desde 1962, cuando, a los catorce años entré como aprendiz para ser oficial ajustador. Conocía bien aquella fábrica en la que trabajábamos más de dos mil obreros y eso me permitió iniciar mi aventura antifranquista, precisamente con las movilizaciones y huelgas que sucedieron a la sentencia y a las amenazas del Garrote vil. 

 Yo no era militante del PSOE, pero sí me considero un activista de la época. Recuerdo con emoción las convocatorias a la huelga, el reparto de panfletos, las pegatinas en las puertas de los lavabos, y con especial orgullo las “culebras” en las que un grupo de activistas recorríamos los talleres aplaudiendo y exigiendo a los trabajadores que nos siguieran parando la actividad. La culebra se hacía grande y larga y los talleres quedaban vacíos y los trabajadores ocupábamos las calles. 

Vivimos esos días de la sentencia y las protestas sociales contra ella, las primeras mieles de la victoria antifranquista. Porque recuerdo que aquel combate lo ganó la democracia y lo perdió el régimen, cuando cedió a la presión interna y sobre todo internacional y conmuto la pena de muerte. Pienso que fue así porque, cinco años más tarde, prescindieron de apariencias legales y de publicidad judicial y con nocturnidad y alevosía fusilaron a tres miembros del FRAP y a dos de ETA. Fue un triste mes de septiembre de 1975. 

Mi conexión con el PSOE fue posterior al juicio de Burgos, en los primeros años setenta. Yo estudiaba Derecho por las noches y fueron algunos profesores (Jaime Montalvo, catedrático de Derecho del Trabajo) y algunos abogados donostiarras (Benegas, Maturana, Múgica, Iparraguirre, etc.) los que me “captaron” en una envolvente muy simple, porque yo era entonces una presa fácil. Fue Gregorio Peces Barba, en el verano donostiarra de 1973, el que tiró la caña y me presentó al PSOE de la época. Eran pocos en San Sebastián, más en Éibar y muchos en la margen izquierda. 

El PSOE de los años setenta en Guipúzcoa era una organización mezcla de nostalgia y renovación. Un PSOE histórico mayoritariamente instalado en varias ciudades francesas, unos miembros del Gobierno vasco del exilio en Bayona, que mantenían la llama institucional y en parte la conexión histórica de 1937 con Juan Iglesias a la cabeza, algunos grupos en Amara Viejo, en Tabacalera, afiliados individuales en San Sebastián, Irún… y luego, los abogados encabezados por Enrique Múgica y Txiki Benegas. Y por supuesto, una organización clandestina en Eibar, relativamente numerosa y encabezada por nuestro “cura laico” Benigno Bascarán. 

Pero antes, en los años inmediatamente posteriores al juicio de Burgos, mí activismo antifranquista me llevó a conocer a un militante nacionalista a quién quiero rendir tributo en estas líneas. Gerardo Bujanda trabajaba en el departamento de compras, muy cerca del de proyectos y todo el mundo sabía quién era y dónde militaba, porque había sido detenido varias veces y porque no ocultaba su pensamiento. Gerardo era muy buena persona y además generoso. Cuando se acercó a mí (supongo para sumarme a la red clandestina del PNV) y yo le expresé mis simpatías por la socialdemocracia europea y por tanto por el PSOE, su respuesta fue traerme El socialista desde “el otro lado”. Es fácil suponer que Gerardo conocía a miembros socialistas del Gobierno Vasco en el exilio (en Bayona) y disponían del periódico oficial del PSOE histórico en el exilio. Pues bien, nuestra colaboración PNV- PSOE se inició entre nosotros repartiendo indistintamente Euzkadi y El Socialista en los talleres de la fábrica. Recuerdo que otro militante jeltzale, Martín Elizasu, colaboraba también en estos repartos. Curiosamente, el PSOE descubrió después que, alguien que no conocían, repartía su órgano oficial en una zona en la que no estaban. 

Fueron años duros, pero inolvidables. La andadura democrática había comenzado con las protestas contra el juicio de Burgos y parecía irreversible. Digo la andadura democrática, no la lucha democrática. Porque sería injusto olvidar que esas protestas que vivimos esos años fueron también –sobre todo podríamos decir– consecuencia de la militancia clandestina de luchadores valientes y de partidos fundamentales (PC. MC., El Felipe etc.) que, desde los años sesenta habían sembrado de valores y aspiraciones ese camino. La otra reflexión que me gustaría compartir es la que se refiere a la dialéctica nacionalista-obrerista qué tan apasionadamente nos atrapó aquellos años. Personalmente la viví y cabe decir que la sufrí ya desde entonces. Nací y crecí en un barrio obrero de San Sebastián. En Herrera, muy cerca del puerto de Pasajes en una familia muy numerosa (diez hermanos) con un padre republicano, huido de Navarra y excarcelado del Fuerte de San Cristóbal. En la intimidad de nuestro hogar, se respiraba un socialismo muy primario, utópico, confuso. Recuerdo las miradas emocionadas y ensimismadas de mi padre a Rusia como el paraíso proletario que decían ser. Mi entorno fabril en una factoría combativa y relativamente concienciada, me hicieron mucho más socialista que nacionalista. Pero mi entorno lo era y mucho. Varios de mis amigos fueron fundadores y militantes de ETA y el espacio vital de la cuadrilla (ya se sabe, un espacio íntimo y casi fraterno en la vida vasca) era absolutamente nacionalista. Excursiones al monte con ikurriñas, aprendizaje del euskera, fiestas vascas, etc. etc. 

En agosto de 1968 yo tenía veinte años y recuerdo muy bien cómo celebro mi entorno el asesinato de Melitón Manzanas. Esa fue mi primera ruptura con el mundo nacionalista. No compartí el alborozo con que fue recibida la noticia. No fui capaz de intuir lo que aquel atentado presagiaba, pero algo íntimo me decía que se había iniciado un camino peligroso. Había, por supuesto, un rechazo ético a la muerte provocada, al asesinato premeditado y buscado, pero, además, creo recordar que me inundó una enorme preocupación por el uso de la violencia para la defensa de nuestras confusas aspiraciones de entonces.

 Al redactar estas líneas recuerdo un pasaje impactante de una novela que casualmente estoy leyendo por recomendación de mi librero de cabecera y compañero de tertulias hoy, Ignacio Latierro (LAGUN). “No digas nada” es una fotografía brutal de la guerra del IRA en Irlanda, descrita por un periodista de The New Yorker, Patrick Radden Keefe. El pasaje dice así: 

En agosto de 1994, el IRA declaró un alto el fuego. Por lo visto, las negociaciones auspiciadas por el padre Alec Reid habían dado sus frutos. Dolours Price y otros republicanos fueron convocados en un club social de West Belfast para conocer la decisión. Sentados detrás de una mesa, tres representantes hicieron un resumen del plan. La tregua era un paso positivo; no una victoria, desde luego, pero tampoco una derrota. A algunas personas les costó entender por qué el IRA deponía las armas sin la promesa de los británicos de que se retirarían de Irlanda. Se habló de la ingente cantidad de víctimas mortales. En un momento dado, Price levantó el brazo y preguntó: “¿Se nos está diciendo que, visto lo visto, nunca deberíamos haber emprendido la lucha armada?”. 

Dolours Price era una conocidísima militante del IRA, autora de numerosos atentados, y respetada en el entorno de los “provos” (ejército provisional) por su larguísima huelga de hambre en la cárcel británica. Cuando escucha las condiciones del acuerdo de Good Friday su pregunta resulta reveladora. Después de cuarenta años de guerra contra los británicos, después de más de 3.500 muertos y de tanto dolor y tragedia para todos, el IRA reconoce que la política es el espacio del juego y que la democracia es el camino. Reconocen que en Irlanda del Norte hay británicos que quieren ser UK. y que solo la democracia determinará el futuro de su país. Y me pregunto, ¿No hubiera sido mejor que lo comprendieran antes?. Algo parecido pienso de mis amigos de entonces. Es muy semejante la pregunta que todos deberían hacerse en Euskadi sobre nuestra propia tragedia. Es muy oportuna la reflexión autocritica sobre aquella apuesta que parecía heroica y generosa y acabó siendo cruel y autoritaria. Y además, inútil. Fue mala, horriblemente mala para todos y no sirvió para nada. 

Vivíamos aquellos años en una dualidad que inspiraba nuestro futuro político. En la clandestinidad de la Iglesia vasca (muy nacionalista en su orientación) se celebraban reuniones de “formación” histórica. Ahí descubrimos, por ejemplo, que las guerras carlistas no habían sido guerras de “sucesión” sino de “secesión”. Eran, se nos decía, las primeras reacciones del pueblo vasco contra España y la eliminación foral. Eran pues, el germen de la lucha por la independencia. Todo era muy simple también muy falso, pero, en aquellos años y en aquel entorno, parecía la verdad revelada. Pero, en la fábrica se palpaba y se vivía movimiento obrero, luchas de clases. En el patio de la fábrica vi llegar, varias veces, autobuses con inmigrantes castellanos o extremeños que bajaban del autobús literalmente con sus maletas de cartón para pasar al botiquín, hacerse una ligera revisión médica y ponerse el buzo para entrar en aquella fundición llena de grafito y suciedad. Luego acabarían comprando un piso en Santa Bárbara (un barrio construido por nacionalistas que se aprovecharon de esta inmigración masiva) y malviviendo en condiciones precarias. Allí, escribió Raúl Guerra Garrido Cacereño una novela realista de aquella triste realidad. 

Yo vivía esa dualidad, nacionalista en la cuadrilla y en el barrio y obrerista en la fábrica rodeado de movimientos sindicalistas (CC.OO. principalmente) e ideológicos (E.M.K; O.R.T; P.T; P.C., etc.). Mis inclinaciones fueron claras desde entonces. 

Terminaré contando una anécdota que refleja muy bien esa dialéctica. En Navidades, como en todos los pueblos, nuestro barrio organizaba su “Olentzero”. Éramos un grupo numeroso, treinta o cuarenta chicos y chicas que recorríamos las casas cantando las diez o doce canciones vascas de la Navidad. En Herrera había un palacio llamado Gaiztarro, en el actual emplazamiento de la urbanización Bidebieta1. Los Gaiztarro eran una familia capitalista dueña de algunas factorías o minas, no lo recuerdo con exactitud. Pues bien, uno de aquellos años, los sectores obreristas del Olentzero, capitaneados por militantes de E.M.K. propusieron cambiar la indumentaria y vestirnos con buzos para hacer la ronda de Nochebuena y expresar así, especialmente en la visita al Palacio, nuestra condición de clase obrera. Fue una polémica enorme. La recuerdo ahora divertida porque nos mantuvo ocupados varias semanas. Por supuesto, la corriente vasquista ganó y seguimos vistiendo abarcas, pantalón milrayas, blusa negra y txapela. Siempre fue así. 

Referencias bibliográficas: Patrick Radden Keefe. 2020 No Digas Nada. RESERVOIR BOOKS.

Publicado en revista "Grand Place" nº14. Junio 2021