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Recuerdos y memoria: mi relato de la verdad. A propósito de la victoria democrática sobre ETA.
La hemeroteca nos recuerda que el primer asesinato de ETA se produjo el 7 de junio de 1968. Su autor, Txabi Etxebarrieta era uno de los dirigentes de ETA más «etnicista» es decir más vasquista, que expulsó de la organización en las Asambleas de 1966 y 1967 a las corrientes obreristas, mucho más ligadas a la ideología marxista y a las revoluciones de la época.
Más tarde hemos sabido que hubo otro atentado anterior —en 1960— que se produjo en la estación del «Topo» (pequeño tren urbano que conectaba y conecta San Sebastián con Hendaya) en la plaza Easo de San Sebastián. En la explosión de una bomba, que colocó un extraño grupo antifranquista, el DRIL (Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación) murió una niña de apenas dos años, Begoña Urroz. Pero no fue ETA, aunque se le considere, con toda razón, la primera víctima del terrorismo.
Txabi Etxebarrieta era uno de los principales dirigentes de «ETA Zaharra» (la ETA vieja) que tomó la decisión de defender con las armas su causa nacionalista, la que verdaderamente impulsaba sus pasiones juveniles. Por eso, el comienzo de esa trágica historia se sitúa en los incidentes de Aduna, cerca de Tolosa (Guipúzcoa) cuando Etxebarrieta y Sarasketa fueron detenidos en un control por un guardia civil —José Pardines Arcay— asesinado al descubrir la matrícula falsa del vehículo. Más tarde, Iñaki Sarasketa lo contó así:
«Supongo que el guardia civil se dio cuenta de que la matrícula era falsa. Al menos, sospechó. Nos pidió la documentación y dio la vuelta al coche para comprobar. Txabi me dijo «Si lo descubre, lo mato» ... Le contesté: «No hace falta, lo desarmamos y nos vamos» ... Salimos del coche. El guardia civil nos daba la espalda. Estaba de cuclillas mirando el motor en la parte de atrás... Susurró: «Esto no coincide…» Txabi sacó la pistola y le disparó. Cayó boca arriba. Volvió a dispararle tres o cuatro tiros más en el pecho. Había tomado centraminas y quizá eso influyó. En cualquier caso, fue un día aciago. Un error. Era un guardia civil anónimo, un pobre chaval. No había ninguna necesidad de que aquel hombre muriera».
Aquellos años estuvieron llenos de actos atrevidos de gran impacto social: colocar una ikurriña en la torre del Buen Pastor, (la catedral de san Sebastián) pintar un «Gora Euskadi» gigante sobre la pista del velódromo donostiarra, demoler un monolito franquista, etc. que contribuyeron a crear una imagen mítica de aquella organización juvenil nacionalista, valiente y decidida a combatir el franquismo y la dictadura. Hasta que decidieron matar.
Y esa decisión, la tomaron cuando compraron las armas, desde luego, pero fue cabal y estratégica cuando decidieron asesinar a Melitón Manzanas, comisario de policía en San Sebastián, tristemente conocido como un policía torturador. A las pocas horas de su asesinato, en el portal de su casa, en Irún, cuando volvía a comer, la noticia ya era comentada y celebrada en todos los círculos sociales de la zona.
Yo había nacido muy cerca. Entre San Sebastián e Irún, en el barrio de Herrera, junto al puerto de Pasajes, un espacio obrero y fabril, en una familia muy numerosa (diez hermanos) con un padre republicano, huido de Navarra y excarcelado del Fuerte de San Cristóbal. En la intimidad de nuestro hogar, se respiraba un socialismo muy primario, utópico, confuso. Recuerdo las miradas emocionadas y ensimismadas de mi padre a Rusia como el paraíso proletario. Mi entorno fabril en una factoría combativa y relativamente concienciada, me hicieron mucho más socialista que nacionalista. Pero mi entorno lo era y mucho. Varios de mis amigos fueron fundadores y militantes de ETA y el espacio vital de la cuadrilla (ya se sabe, un espacio íntimo y casi fraterno en la vida vasca) era absolutamente nacionalista. Excursiones al monte con ikurriñas, aprendizaje del euskera, fiestas vascas, etc. etc.
En agosto de 1968 yo tenía veinte años y recuerdo muy bien cómo celebró mi entorno el asesinato de Melitón Manzanas. Esa fue mi primera ruptura con el mundo nacionalista. No compartí el alborozo con que fue recibida la noticia. No fui capaz de intuir lo que aquel atentado presagiaba, pero algo íntimo me decía que se había iniciado un camino peligroso. Había, por supuesto, un rechazo ético a la muerte provocada, al asesinato premeditado y buscado, pero, además, creo recordar que me inundó una enorme preocupación por el uso de la violencia para la defensa de nuestras confusas aspiraciones de entonces.
NUNCA HUBO RAZÓN PARA MATAR
¿Hubo una ETA buena? Es una pregunta que muchos se hacen todavía al recordar esos comienzos y especialmente al distinguir la ETA antifranquista de la que reaparece después de la amnistía de 1977 y combate a sangre y fuego la democracia española, la Constitución y el Estatuto de Autonomía de Euskadi (octubre 1979). El juicio de Burgos, (1970) el asesinato de Carrero Blanco (1973) y las ejecuciones de tres militantes del FRAP y dos de ETA (1975), contribuyeron a forjar la idea de una organización de jóvenes vascos, que daban y arriesgaban su vida, para luchar contra un régimen totalitario criminal. El entorno abertzale, todavía hoy, elogia los méritos técnicos y políticos de la bomba que mató a Carrero y no creo que haya muchos vascos que recuerden, y en ese caso que censuren, aquel atentado.
Yo creo que nunca hubo razón para matar. Creo que matar siempre estuvo mal. Nunca hubo una ETA buena. Nunca fueron antifranquistas, solo fueron nacionalistas fanatizados por una manipulación cultural y política que el nacionalismo de Sabino Arana se inventó a finales del siglo XIX, en pleno romanticismo nacionalista. Nunca lucharon por la democracia española, entre otras muchas razones, porque odiaban a España y la consideraban la concentración del mal.
Hubo, eso sí, una ETA distinta en el tardofranquismo y en la democracia. Distinta, no por la naturaleza de sus actos violentos, sino por el contexto y el sentido político de su combate a la dictadura y a la democracia. Distinta también por la intensidad de su violencia, muy atenuada y esporádica en la dictadura y masiva y continua en los delicados años de la construcción democrática. Distinta, por la selección de sus víctimas antes de la Constitución y absolutamente indiscriminada y brutal en la democracia. Distinta, por último, porque objetivamente, ETA fue en los años 1978-1990 una organización golpista, buscando provocar a la cúspide militar española, con sus atentados a sus máximos jefes y generando las peores reacciones en los cuerpos policiales, atacados, día sí y día también, para que la tensión interior y la inestabilidad política consecuente, obligaran al gobierno a negociar con ellos. De manera que aquella organización primaria y juvenil de los setenta, acabó siendo una banda bien estructurada y armada, con crecientes apoyos sociales en la erupción democrática de los setenta y, desde luego, siempre bien protegida en Francia, donde disfrutaba de una libertad de movimientos que la hacían casi inexpugnable.
Su error, su inmenso error, fue despreciar la democracia y la
autonomía vasca en los años 78 y 79. Todos creímos que las elecciones del 77 y,
sobre todo, la Constitución del 78, representaría un punto y aparte en su
historia. Que su decisión de combatir por su causa con las armas tornaría a la
política en las amplias alamedas de libertad que se dibujaban en el proceso
constituyente. Muchos confiábamos, ya en 1977, en que la apuesta política sería
consecuencia de la Amnistía que no dejó un solo preso de ETA en las cárceles.
No fue suficiente. Ni siquiera lo fue la elaboración del Estatuto de Guernica,
el primer Estatuto de Autonomía del Estado, que ofrecía al País Vasco un camino
de autogobierno más amplio y profundo que el que nunca tuvimos.
El cálculo político de aquellos dirigentes, que añadieron —no por casualidad— el término «militar» a sus viejas siglas, fue despreciar la democracia y el autogobierno y combatirlos a sangre y fuego. De hecho, el número de víctimas mortales en atentados de ETA en los años 1968 a 1977 es de 74 y desde 1978 a 2011 son casi 800, con particular incidencia en los años 1978 a 1984 con 390 asesinatos. Eran precisamente los años de la construcción democrática de España y del inicio del autogobierno en Euskadi. Era el mundo al revés. La mayoría luchando por organizar los partidos políticos, estructurando las fuerzas sindicales en las fábricas, construyendo la vida en democracia, emocionados con la libertad, apasionados por la tarea extraordinaria que estábamos realizando, extenuados con el trabajo interno en nuestras organizaciones y representativo de las nuevas instituciones y ellos... matando a diestra y siniestra, sin compasión. Habíamos puesto en marcha un tren ilusionado hacia la democracia y el autogobierno y ellos combatían disparando contra el tren, poniendo piedras y palos en nuestras ruedas y matando a maquinista y pasajeros desde las laderas de sus fanáticas montañas.
DESPRECIARON AL PUEBLO
Allí empezó todo, porque, la historia de ETA habría sido otra si hubieran tenido el sentido político de comprender que su pueblo, muy mayoritariamente, quería vivir en libertad y construir en paz su democracia y su autonomía. Despreciaron al pueblo y se creyeron llamados a ser vanguardia de una causa confusa, fruto de una manipulación política, construida sobre una identidad etnicista y excluyente y un milenarismo vasco más mitológico que real.
Aquellos años fueron decisivos, explicativos de su error, de un inmenso error, apostando por la violencia, despreciando la política y combatiendo con una furia cruel la democracia y el autogobierno. Recuerdo bien nuestros esfuerzos por convencerles de las bondades de lo que venía. De la sinceridad de la ruptura que estábamos protagonizando, de las oportunidades de la democracia, de las posibilidades de la política. Recuerdo el esfuerzo de alguno de los suyos. Mario Onaindia y Juan Mari Bandrés pilotando la ETA-PM (político-militar) hacia la legalización y la construcción de un partido político (Euskadiko Ezkerra).
Recuerdo las reuniones superclandestinas con dirigentes de aquella ETA en Hendaya en las que traté de explicarles que la democracia española no era de mentira ni estaba tutelada —como ellos decían— por los militares. Que la ruptura con el franquismo era la Constitución y que no había reformismo del viejo régimen. Que el Estatuto no era de cartón-piedra —como ellos decían— por la ausencia de Navarra y tenía un enorme potencial para el euskera, para el autogobierno, … en definitiva para salvaguardar la identidad vasca.
Todo aquello sirvió para que ETA-PM se disolviera unos años después pero no impidió que la violencia desatada por los «millis» fuera ensanchando y haciendo irreversible aquel cauce de sangre y dolor. No es ocioso recordar a este respecto que muchos de los miembros de ETA de aquellos primeros años abandonaron la organización en el comienzo de la democracia, incluso que otros acabaron siendo perseguidos y amenazados al final de su vida por la organización que crearon. Ese fue el caso de Mario Onaindia, Teo Uriarte y algunos otros que acabaron protagonizando movimientos pacifistas y constitucionalistas convirtiéndose así en enemigos de sus totalitarios herederos. Lo que vino después es conocido. Una sucesión de atentados que sumergieron a la sociedad vasca en la espesura gris del miedo y en la tragedia del dolor. Aunque la clasificación de la historia en periodos diferentes sea una simplificación, lo cierto es que la historia de nuestra lucha por la paz bien podría dividirse en cuatro espacios temporales:
- 1968-1977, la ETA antifranquista.
- 1977-1988, los años de terror contra una democracia en sus inicios y un Estado aislado.
- 1988-1998, el pacto de Ajuria-Enea y el compromiso de la Unidad Democrática contra la violencia.
- 2000-2011, el pacto antiterrorista y la victoria democrática.
Aquellos años (1978-1988) fueron, sin duda, los más duros y difíciles porque nuestra democracia era débil, porque el Estado estaba aislado en el País Vasco y porque el entorno social y geográfico de los violentos era muy favorable a la banda. Eran unas circunstancias imposibles para vencer. Todos creíamos entonces que aquella tragedia nunca acabaría.
El nacionalismo vasco rechazaba la violencia, pero extendía un manto de comprensión social y una sospechosa coincidencia política con sus objetivos, que le permitía rentabilizar el conflicto. Una de las frases más significativas de la época era aquella que circulaba en los entornos nacionalistas: «unos mueven el árbol y otros recogemos las nueces». La Iglesia vasca fue espacio de acogida y soporte espiritual —y a veces operativo— de su lucha. Practicó una injusta equidistancia y una falta de compasión y de caridad con las víctimas de la que tuvo que pedir perdón años más tarde. Francia miraba hacia otro lado y los comandos cruzaban, mataban y se refugiaban en su retaguardia. El mito antifranquista duró demasiado, hasta bien entrados los 80, especialmente en los ambientes políticos franceses. La sociedad vasca estaba escondida en la intimidad de sus miedos y en la confusión de sus líderes. «Algo habrá hecho» fue la expresión cobarde de quienes querían justificar a toda costa la violencia contra los demás. Y por cierto, eran muchos. En ese contexto, una policía aislada, sin información y con demasiado poder fáctico sobre unas autoridades políticas temerosas del golpismo, debilitadas por las acciones terroristas continuas, cayó en la trampa de la espiral buscada por los terroristas: Acción-Represión. La tercera ley de Newton: «para cada acción hay una reacción igual y de signo opuesto», ya había sido utilizada en la política tiempo atrás. Atentados, detenciones masivas, represión policial, a veces, malos tratos, .... y así, nuevos militantes de ETA. Era un círculo infernal.
Gran parte de las tesis justificativas de la violencia nacen de aquel período lamentable que también es memoria y también es relato de la verdad. Pero la pretensión de construir un relato de «las violencias» o de los «dos bandos» o equiparar al Estado al mismo nivel que ETA, es una falacia y una burda manipulación de la realidad. No solo por la estadística del mal producido, sino porque los abusos del Estado o sus vulneraciones legales fueron esporádicas, se circunscribieron a un periodo muy acotado en los comienzos democráticos, respondían a una legitimidad de origen en el uso de la violencia y fueron consecuencia de la violencia terrorista de ETA, no su causa.
EL RELATO FALSARIO DE LA REALIDAD
Hubo, y desgraciadamente sigue habiendo, una ingenua y mal intencionada teoría que pretendía explicar ETA en la guerra civil española, y en la represión franquista posterior. Unida a la violencia policial de la época constituía un cóctel victimista heroico que se vendía bien en círculos de la resistencia antifranquista. La violencia parecía obligada y necesaria a los ojos de esta manipulación, que marginaba evidencias y realidades muy notables. Como, por ejemplo, que la Guerra Civil fue muchísimo más larga y dolorosa en otras regiones de España y que los fusilados después de la guerra lo fueron en toda España. Como si la dictadura solo hubiera existido en Euskadi. Como si unas muertes justificaran otras o nos consolara saber que hubo crueldad en los otros. Como si esto fuera una continuidad de la guerra en la que todo el mundo mata. No, aquí no hubo violencias cruzadas, ni dos ejércitos en guerra, ni enfrentamientos de dos pueblos, ni una responsabilidad colectiva y semejante de unos u otros. Ese es el relato falsario que la verdad debe combatir.
En 1988 construimos el gran pacto democrático contra la violencia. El gran salto político fue superar la división social y partidaria entre nacionalistas y no nacionalistas, para forjar un sólido acuerdo entre demócratas contra violentos. Eso fue el pacto de Ajuria-Enea que otorgaba al lehendakari Ardanza el liderazgo político en la deslegitimación social de la violencia. Aquel gobierno de coalición, PNV-PSE (PSOE), construido en gran parte sobre la generosidad socialista, inició otra etapa que resultó clave en la derrota final del terrorismo. La deslegitimación social de la violencia la lideraba el nacionalismo, no el Estado. El discurso crítico contra el terrorismo venía de quienes antes les apadrinaron: «No nos separan solo los medios, sino también sus fines». Fue la frase más significativa del lehendakari Ardanza en aquel giro afortunado del PNV.
El pacto de Ajuria-Enea instauró la unidad democrática frente a la violencia y reiteró la generosa oferta de la democracia a cambio de la Paz: participación y reinserción, es decir, plenitud de juego político a sus reivindicaciones y progresiva libertad de sus presos.
El acuerdo de Ajuria-Enea fue acompañado de una negociación política con ETA en Argel, santuario simbólico de la banda. Todo fue inútil. ETA se levantó de la mesa manteniendo reivindicaciones imposibles contenidas entonces en una «Alternativa KAS» llena de fantasías de la mitología nacionalista: unificación con Navarra, autodeterminación e independencia, expulsión de Euskadi de las Fuerzas de Seguridad, euskaldunización forzosa,….. Pero la negociación en Argel legitimó al gobierno democrático español ante la comunidad internacional, facilitó la futura colaboración francesa en la persecución de la banda en Francia y ubicó a ETA en el espacio de un terrorismo irredento que no merecía comprensión ni mucho menos apoyo internacional.
Los años noventa siguieron siendo años duros. Más de un centenar de atentados al año, con 30, 40, o 50 muertos cada año. Asesinatos políticos muy señalados (Fernando Múgica, Miguel Ángel Blanco...) secuestros muy largos que acreditaban la capacidad operativa de la banda y una estrategia de enfrentamiento social que pretendía imponer su totalitario poder a las tímidas protestas de la sociedad. ETA llamó «Oldartzen» a esta estrategia que pretendía extender el conflicto a toda la sociedad bajo el eufemístico título de «socializar el sufrimiento». El terrorismo se sostenía en una organización pétrea, con una capacidad operativa muy selectiva pero efectiva, bien resguardada todavía en Francia, con recursos económicos importantes fruto de la recaudación mafiosa a los empresarios vascos y con una organización sociopolítica en la legalidad poderosa y militante. La pesadilla parecía no tener fin. Hubo muchos momentos en los que perdimos la esperanza de alcanzar la paz.
Durante esos años (1990-1998) la democracia se empeñó en convencerles de que con la violencia no conseguirían nada. Nunca, les decíamos una y otra vez, concederemos logros políticos a quienes los demandan matando. La fuerza moral de nuestros argumentos fue tomando cuerpo en el discurso institucional y en los mensajes políticos de líderes y partidos, además, claro está, de los medios de comunicación. Pero, la unidad democrática con los nacionalistas nos obligaba a reiterarles, además, que sus objetivos cabían en la política y que estábamos dispuestos a debatirlos en la democracia, con el peso electoral que les respaldaran. El equilibrio entre la firmeza democrática de rechazar cualquier negociación política con la presión terrorista y nuestro compromiso de profundizar el autogobierno del Estatuto de Gernika, unido a la voluntad de reinsertar a sus presos, fue una constante aquellos años. Y yo diría que constituyó el eje vertebral de aquella década sustentada en las bases del pacto de Ajuria-Enea.
Pero, en julio de 1997, se produjeron sucesivamente dos hechos que tuvieron gran influencia en el desenlace final del terrorismo. La Guardia Civil encontró y liberó a Ortega Lara, un funcionario de prisiones que había sido secuestrado y encarcelado en un zulo (agujero) inmundo durante casi dos años. ETA necesitaba contestar el éxito policial con una acción rápida y para ello secuestraron a un concejal del PP en Ermua (Vizcaya) y exigieron el acercamiento a Euskadi de todos los presos en un plazo de 48 horas. A la mañana siguiente del secuestro, nos reunimos en el pacto de Ajuria-Enea. Estábamos todos. Éramos los líderes de todos los partidos democráticos unidos en el gran Acuerdo vasco contra el terrorismo. El razonamiento de nuestra iniciativa fue tan simple como rotundo. Si ETA nos lanza un pulso, la respuesta democrática debía ser lanzarles otro: Si le matáis, el pueblo os dará la espalda y perderéis los apoyos que os quedan. El sábado 12 de julio, en el límite del plazo de sus exigencias, todo el pueblo vasco estaba convocado para exigir a ETA su liberación. La convocatoria estuvo impregnada de solemnidad: El lehendakari rodeado de todos los líderes vascos, en las escalinatas de Ajuria-Enea pidiendo a los ciudadanos una expresión masiva y rotunda de su exigencia. Se trataba de concentrar tal cantidad de gente, de tantas procedencias, de tal pluralidad, que los terroristas se vieran enfrentados a las consecuencias más negativas y contrarias a su intención de ejecutarlo. Se trataba de ponerles tan caro el coste social de ese asesinato, que acabaran desistiendo de sus planes criminales. Así fue. La manifestación de aquel sábado por la mañana en Bilbao, bajo un sol de justicia, fue extraordinaria. Quizás la más numerosa y masiva de las muchas que se han celebrado en esas mismas calles a lo largo de los 40 años de la lucha por la paz. Llevados por el entusiasmo de la masa, creímos haber salvado su vida. Confieso que, en los minutos finales de la marcha, albergué esa esperanza y un ingenuo optimismo. Almorzamos en Bilbao, entre animados y temerosos, esperando que no hubiera noticias, como la mejor noticia. Hacia las 16:30, cayó una bomba sobre todos nosotros: Miguel Ángel fue encontrado en un pequeño bosque, muy cerca de San Sebastián, con dos tiros en la cabeza, mortalmente herido. Murió en la madrugada del domingo.
LA FURIA POPULAR
Y el pueblo estalló. Por primera vez vimos un pueblo iracundo, una furia popular de gente pacífica que desbordaba cordones policiales y se dirigía abierta, valientemente contra las sedes de Batasuna para quemarlas, insultándoles directamente y llamándoles a voz en grito «hijos de puta». Vivimos esos acontecimientos, entre la amargura del desenlace y la emoción de la condena popular. A lo largo de aquellas horas, entre el sábado por la tarde y la noche del domingo, todas las ciudades y pueblos de Euskadi vivieron imágenes semejantes, miles de ciudadanos concentrándose en sus plazas, coreando «ETA asesina», con una furia y con un valor, que nunca antes habíamos visto.
No, no éramos los de siempre, los miles de vascos que, año tras año, nos manifestábamos condenando a ETA desde militancias políticas comprometidas con la paz desde el inicio de la democracia. No, esta vez era pueblo y ciudadanía anónima impulsada por la masa y por la ira. Eran ciudadanos anónimos, sin militancia partidista, eran obreros y vecinos, jóvenes y viejos, inmigrantes y autóctonos, nacionalistas o no, era pueblo en el sentido más auténtico de ciudadanía masiva y plural. Es más, era el pueblo oculto y temeroso que hasta entonces no se había movilizado, por miedo o porque no se sentía concernido por la violencia y su causa. Nunca habíamos visto al pueblo vasco así. Nunca habíamos sentido esa furia de aquel pueblo plural y masivo. Ellos, los terroristas y sus corifeos, tampoco.
Esta respuesta social a la violencia asustó al mundo nacionalista. A unos y a otros. El PNV y EA vivían internamente incómodos en el Pacto de Ajuria-Enea. Temían la competencia histórica y política del independentismo. Y ETA quería romper el pacto de Ajuria-Enea. Se buscaron y se encontraron. Parieron el Pacto de Estella (Lizarra) en el que ambos se comprometían a defender la autodeterminación de Euskadi. A cambio, ETA, declaraba una tregua. Duró un año (1999) y fue una tregua tramposa. Durante ella se rearmaron y prepararon atentados. Rompieron el Pacto de Ajuria-Enea y rompieron la tregua después del verano de 1999 al exigir al PNV que convocara un referéndum en Euskadi, incluyendo Navarra y el País Vasco-francés. Sabían que era una petición imposible, pero les sirvió para justificar su vuelta a la violencia.
El año 2000 fue el comienzo de una ofensiva brutal. Más cruel, si cabe, que nunca. Esta vez los objetivos principales eran y fueron dirigentes políticos del PSOE y del PP que fuimos declarados por ellos «enemigos que obstaculizan el proyecto nacional vasco». Con el asesinato de Fernando Buesa en febrero de 2000, ETA inició una campaña contra significativos dirigentes políticos de ambos partidos. Nadie estaba a salvo. Hasta los concejales de Rentería, Sevilla o Badalona estaban en la diana de unos comandos distribuidos por toda España, y preparados para golpear el corazón del sistema político-partidario del país y para presionar con ello por una negociación de sus viejas quimeras.
Aquellos primeros años del nuevo siglo, comenzaron como siempre en nuestra vida, amenazados por el terror. Más que nunca, peor que nunca. La pesadilla parecía no tener fin. Desde 1982 vivía con escolta. Ahora la amenaza era mayor, si cabe, porque sabíamos que iban expresamente a por nosotros. A lo largo de 2000 fueron cayendo amigos y compañeros: Juan Mari Jáuregui, López de la Calle, Ernest Lluch, José Ramón Recalde… En Navidad, un comando entró en la Sociedad Gastronómica en la que mi familia celebraba las fiestas para matarme. Afortunadamente ese año, mi mujer, más prudente que yo, me convenció de no asistir. Más tarde, ella, juez en Vitoria, apareció en los papeles de «Susper» (uno de los jefes de ETA) y desde entonces también vivió escoltada, como, por otra parte, todos los jueces vascos, después del asesinato del Juez Lidón en Bilbao.
La ofensiva terrorista después de la tregua de 1999 fue espantosa. Miles de escoltas privados tuvieron que proteger a los cargos políticos, desde concejales a diputados, en casi toda España. Si llegabas una tarde a una sede del partido a dar una charla, en las puertas de la sede había 30 o 40 policías y escoltas, esperando afuera a sus «protegidos». Hubo que blindar los domicilios privados y sedes de los partidos, pagar estancias de descanso en la costa mediterránea o en Andalucía, a cientos de compañeros, alquilar viviendas para cambiar el domicilio de amenazados…
EL PRINCIPIO DEL FIN
Pero, paradójicamente, esos mismos años fueron también el principio del fin de ETA. La presencia de las víctimas se hizo sonora. La articulación de la protesta y de la condena social de la violencia se hizo presente en la sociedad vasca más fuerte y agresivamente que nunca. Desde las grandes movilizaciones de julio de 1997 con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y la creación del «Basta Ya», la movilización social adquirió un fuerte contenido político. Se culpaba al nacionalismo en su conjunto, como el magma sentimental e ideológico en el que se desarrolló el monstruo. Mucho más a partir del Pacto de Estella, la tregua-trampa y el Plan Ibarretxe, una especie de intento del PNV de entonces que pretendía asumir la causa de la violencia (la autodeterminación) para hacerla innecesaria.
Pero hubo dos iniciativas políticas de especial trascendencia en el éxito final de la democracia. La primera fue la propuesta que le hiciera en el verano de 2000, el recién elegido nuevo secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero al presidente del Gobierno, José María Aznar, para suscribir un Pacto antiterrorista de unidad y firmeza democrática del Estado ante la amenaza del terror. La segunda fue la decisión del gobierno de Aznar y Mayor Oreja, su ministro de Interior, de ilegalizar el brazo político de ETA y de perseguir bajo el mandato de esa prohibición, toda su estructura sociopolítica, sedes, organizaciones de apoyo a los presos, herriko-tabernas, etcétera. Recuerdo bien aquella iniciativa que el gobierno de Aznar nos planteó en el marco del Pacto Antiterrorista. Recuerdo que acompañé a Alfredo Pérez Rubalcaba a la reunión con el gobierno porque entonces estaba presidiendo la gestora del PSE-EE ante la dimisión de Nicolás Redondo. Cuando escuché la propuesta, confieso que me alarmé. Durante veinticinco años (desde la Constitución) habíamos sostenido que en la democracia cabían todos y que no era necesario matar para defender cualquier idea política. La fuerza de la democracia se sustentaba en la superioridad moral de nuestra oferta: «Haced política, no matéis». De pronto, creí que el edificio argumental que necesitábamos en el País Vasco para que la violencia fluyera a la política, se desmoronaba. Sentí miedo, creí que era un error.
El tiempo me demostró que estaba en un error. Era muy evidente que el conglomerado de la violencia y la política lo dirigían «los hierros», como se denominaba en el argot a las pistolas y aprovechaban la legalidad para nutrir y alimentar su estrategia de violencia y generar sinergias para sus objetivos. La lógica democrática giró sobre sí misma, pero era sostenible: «si matáis, no podéis hacer política». No es posible que la ley permanezca impasible ante ese ventajismo miserable de estar en las instituciones mientras vuestros amigos nos asesinan.
La ilegalización y la persecución judicial contra todo su entramado favoreció lo que ya era un movimiento interno en su mundo, que pensaba que la continuidad de la violencia perjudicaba a su causa y que su perpetuación arruinaría su proyecto. La transformación de Otegui a lo largo de los años muestra bien esta línea de reflexión. No por casualidad, sus conversaciones con Jesús Eguiguren fueron construyendo el camino del final y es fácil suponer que lo que empezó siendo un intento de negociación política al viejo estilo acabó siendo un simple marco de transición de la violencia a la política a cambio de la renuncia a las armas. No es necesario explicar con detalle la fase final de ETA. O, mejor dicho, solo pueden hacerlo quienes protagonizaron unas conversaciones y una dirección estratégica del proceso que culminó con uno de los mayores éxitos de nuestra democracia y que significó la más limpia y uta finalización en el mundo de un fenómeno terrorista largo y complejo. Si observamos el final de otras experiencias de terrorismo o de violencia política: Alemania, Italia Irlanda, Colombia etcétera nunca, en ninguna de ellas, las condiciones de salida al conflicto han sido tan limpias, tan democráticas y justas. La paz irreversible, para siempre, sin concesión política alguna, con plena actuación de la justicia, con cumplimiento estricto de las penas. Eso sí, permitiendo su participación en el juego democrático y en la representación institucional que les den sus apoyos electorales. Pero esa siempre fue la condición de la democracia: política o violencia, o «votos o bombas», como decía gráficamente Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los más brillantes artífices de ese final, junto al presidente Zapatero. Uno de los errores que me parece más grave es aquel que cometen quiénes atribuyen a ETA su victoria por el hecho de que Bildu opere en las instituciones, sin comprender que esa era la base de nuestra condición democrática. Al interpretar así el final, otorgan una victoria a quienes habían sido derrotados sin matices por la democracia española.
EL FIN DEFINITIVO DE LA VIOLENCIA
Sí. Fue la mayoría democrática la que ganó esta victoria. Fue el pueblo y sus instituciones el que se impuso a la presión totalitaria de unos desalmados, por muy políticas que fueran las ideas que les llevaron a matar. Las diferencias políticas entre partidos, la utilización partidaria de la lucha antiterrorista, los errores cometidos en tan largo recorrido, la cobardía social, el olvido tantos años de las víctimas, son solo el peaje inevitable de un conflicto político complejo que se explica quizás por los diferentes periodos y contextos en que se produjeron. Lo que importa destacar hoy es que, entre todos, fuimos capaces de llegar a aquel feliz día de octubre 2011 en que ETA anunció el fin definitivo de su violencia. Y unos años después en 2018, a su completa disolución.
En una fotografía literaria de la guerra de IRA, Patrick Radden, periodista de The New Yorker, autor de No digas Nada, describe así uno de los momentos clave de aquella historia:
En agosto de 1994, el IRA declaró un alto el fuego. Por lo visto, las negociaciones auspiciadas por el padre Alec Reid habían dado sus frutos. Dolours Price y otros republicanos fueron convocados en un club social de West Belfast para conocer la decisión. Sentados detrás de una mesa, tres representantes hicieron un resumen del plan. La tregua era un paso positivo; no una victoria, desde luego, pero tampoco una derrota. A algunas personas les costó entender por qué el IRA deponía las armas sin la promesa de los británicos de que se retirarían de Irlanda. Se habló de la ingente cantidad de víctimas mortales. En un momento dado, Price levantó el brazo y preguntó: «¿Se nos está diciendo que, visto lo visto, nunca deberíamos haber emprendido la lucha armada?».
Dolours Price era una conocidísima militante del IRA, autora de numerosos atentados, y respetada en el entorno de los «provos» (ejército provisional) por su larguísima huelga de hambre en una cárcel británica. Cuando escucha las condiciones del acuerdo del Good Friday, su pregunta resulta reveladora. Después de cuarenta años de guerra contra los británicos, después de más de 3.500 muertos y de tanto dolor y tragedia para todos, el IRA reconoce que la política es el espacio del juego de sus aspiraciones y que la democracia es el camino. Reconocen que en Irlanda del Norte hay británicos que quieren ser UK. y que solo la democracia determinará el futuro de su país. Y me pregunto, ¿No hubiera sido mejor que lo comprendieran antes? Algo parecido pienso de mis amigos de entonces. Es muy semejante la pregunta que todos deberían hacerse en Euskadi sobre nuestra propia tragedia. Es muy oportuna la reflexión autocrítica sobre aquella apuesta que parecía heroica y generosa y acabó siendo cruel y autoritaria. Y, además, inútil. Fue mala, horriblemente mala para todos y no sirvió para nada. Solo para llenar cárceles y cementerios.
En perspectiva histórica, la derrota de ETA estuvo cimentada en muchos factores. el Pacto de Ajuria-Enea fue uno de ellos. La policía y su presencia en Francia a partir de 1990 fue también clave en la desarticulación operativa de la banda. Sin derrota policial, la violencia quizás se hubiera prolongado décadas. El Pacto Antiterrorista de 2000, la ilegalización de su entorno sociopolítico, la gestión política de final, muchas causas concatenadas, largamente construidas, que convergieron en el final de la banda. Pero, uno más y no menos importante fue el rechazo social a sus asesinatos y el liderazgo y protagonismo de sus víctimas en esa condena moral y política.
A menudo me asalta el pasado. Ya sabemos que la memoria es muy puñetera. «La historia no se repite, pero tampoco dimite», decía con acierto Antonio Álvarez de la Rosa y quienes tuvimos que protagonizar —muy a nuestro pesar— aquellos trágicos años, sufrimos sus ataques en forma de recuerdos, siempre dolorosos. Son como heridas de memoria, demasiado traumáticas, demasiado trágicas, que dejan huellas imborrables en contextos olvidados. Casi siempre es el dolor de escenas vividas con tanta emoción que se hacen imborrables. En la biblioteca de mi despacho, tengo un libro titulado Vidas Rotas que cuenta uno por uno todos los atentados mortales de ETA. En cada uno de ellos se describen los nombres de las víctimas y las circunstancias del atentado en que fueron asesinadas. Cuando veo una noticia de prensa que me recuerda un atentado, una entrevista a la viuda o a los hijos de la víctima, un homenaje, un aniversario, un preso que sale de la cárcel, releo el libro y con frecuencia rememoro mi presencia en los hechos. Al fin y al cabo, han sido cerca de trescientos los funerales a los que he asistido, muchas veces, presenciando el lugar donde ocurrió el atentado, siempre en contacto con sus familiares, incluso algunas veces acompañando al féretro junto a sus deudos en el avión militar que los transportaba a la ciudad española de la que provenían. Pues bien, de toda esta pesadilla que vivimos y sufrimos lo que queda, lo que verdaderamente queda, son las víctimas. Y lo que golpea nuestra conciencia, a unos más que a otros, claro, es al abandono en las que las dejaban, sobre todo en los años 70 y 80. Unos, los que les asesinaban, por hacerlo. Otros, por señalarlas. Otros, por decidirlo. Otros, por colaborar directa o indirectamente en su ejecución. Muchos, por comprenderlo y justificarlo. La mayoría, por callar. Casi todos.
De hecho, las víctimas son la garantía de un relato de la verdad. Memorias hay muchas. Cada cual tiene la suya, pero los hechos que jalonan la historia son incontrovertibles y no admiten manipulaciones. El relato es otra cosa. Puede construirse uno u otro, según sea el enfoque o la trinchera en el que uno ha combatido, o en función del interés político que anime al relator. Pero no puede prevalecer un relato falsario, que distorsione, manipule o abiertamente mienta sobre los hechos y oculte la verdad. Un relato falsario es el que justifica la violencia, considerándola necesaria o útil. Un relato falsario es el que pretende equiparar el terrorismo a la violencia del Estado. Es falsario comparar a las víctimas de los que mueren al matar con sus víctimas. Es falsario justificar la violencia aludiendo al contexto sociopolítico del franquismo, olvidando que sus crímenes se cometieron contra la democracia y el autogobierno. Es falsario hablar de ideas y de proyecto político como causa de su lucha, ocultando el totalitarismo cierto de sus actos y de su estrategia asesinando al diferente y olvidando que quién se cree llamado a morir por sus ideas siempre decide matar a otros por las suyas.
El relato de la verdad lo atestiguan las víctimas. Cientos de ellas. Miles de deudos que vieron morir a seres queridos injustamente. Por nada. Para nada. Ese es el relato. El deber de memoria, la necesidad de convivir implica la honestidad de reconocer los hechos. Habrá diferentes formas de analizar el pasado, pero la decencia obliga a contarnos la verdad.
Al final de Patria, una excelente novela y una buena serie de televisión, las dos mujeres protagonistas de la historia, la viuda del asesinado y la madre del etarra, amigas antes y enemigas después, se cruzan en la plaza del pueblo, a la salida de misa y se dan un abrazo. Es un abrazo ligero, tenue, casi obligado por el encuentro fortuito. Parece un abrazo de reconciliación, de perdón, pero, no llega a tanto. Sin embargo, expresa bien dos sentimientos que inundan la sociedad vasca a los 10 años del final del terrorismo. De una parte, cierta generosidad que impregna el corazón de la mayoría, deseosos de construir una sociedad reconciliada, que supere las heridas abiertas por esta tragedia de cuarenta años. De otra, el olvido, la huida del pasado, una especie de fuga hacia el futuro que aleje de nuestros recuerdos tanta desgracia y tanta culpa. Nadie quiere responder esta pregunta tan incómoda que —desgraciadamente— nuestros hijos no nos hacen ¿Cómo fuisteis capaces?
Publicado en la Nueva Revista “Memoria, Política y Archivos.