Lo importante, sin embargo, es señalar que, una vez más, el nacionalismo ha sido utilizado como argamasa de ocasión para desviar problemas, ocultar responsabilidades, alcanzar mayorías o ganar batallas políticas bastardas y sectarias. Porque si bien es cierto que no todos los nacionalismos son populistas, bien puede decirse que todos los populismos son nacionalistas. Todos utilizan la emoción nacional como herramienta útil de convocatoria, de llamamiento, de vertebración social, aunque el propósito de su movimiento sea muy diferente o incluso contradictorio.
UN EJEMPLO TRAS OTRO
Hace falta recordarlo? Los generales argentinos de la junta militar ocuparon Stanley (capital de las islas Malvinas) como vía de escape a su fracaso y a su dictadura sangrienta, y Margaret Thatcher renovó su mayoría en 1983 después de su victoriosa expedición para recuperar las islas. Vladímir Putin consolida su autocracia reforzando el papel internacional de Rusia y rememorando así los viejos tiempos soviéticos del mundo bipolar. Y Recep Tay-yip Erdogan hace lo mismo en Turquía encendiendo la llama histórica del Imperio otomano (aunque sea a costa de dilapidar la modernización laica y democrática de Atatürk). En Brasil, Jair Bolsonaro viste la camiseta nacional y se envuelve en la retórica nacionalista cada vez que puede. En México, Andrés Manuel López Obrador se impregna de indigenismo reivindicativo en sus efemérides históricas. El italiano Matteo Salvini dispara contra Bruselas como el eje del mal y la francesa Marine Le Pen contra el euro, reivindicando el nacionalismo económico y el proteccionismo nacional: son los ejemplos europeos más expresivos junto al referéndum británico sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea, uno de cuyos eslóganes –Take back control (recuperar el control)– agrupó en su exitosa campaña tal conjunto de apelaciones nacionalistas que su victoria no habría sido posible sin ellas.
Donald Trump es quizá el último y el mejor ejemplo de nacionalismo populista o de populismo nacionalista que, en este caso, es lo mismo. Sus lemas fueron America First y Make America Great Again; este último, por cierto, fue también eslogan de otro candidato republicano: Ronald Reagan. Todo lo que Trump ha hecho –y deshecho– ha estado inspirado y promovido por este principio esencial de sus políticas: el nacionalismo.
Nacionalismo económico en sus relaciones comerciales con el resto del mundo. Revisión del acuerdo con México y Canadá; suspensión de las negociaciones con Europa para un Tratado de Libre Comercio; bloqueo de la Organización Mundial del Comercio al no nombrar árbitros para su órgano de resolución de controversias; guerra de aranceles con Europa; sanciones a las tecnológicas chinas… Trump ha destrozado la buena fe y las reglas en el comercio internacional por un nacionalismo exacerbado, basado en sus promesas electorales a los trabajadores y a la clase media de devolver a Estados Unidos la producción deslocalizada en China y el resto del mundo en décadas anteriores.
Conquistó antiguos votantes demócratas con un nacionalismo económico primario, ramplón, mentiroso, propio de ese populismo sin escrúpulos que siempre practicó. La guerra tecnológica con China ha tenido esa cobertura propagandística, aunque sus motivaciones e intereses son muy distintos. Ha utilizado una política comercial nacionalista para obtener otros resultados, como hizo con sus exigencias a México para controlar su frontera sur con Centroamérica y evitar las migraciones desde Honduras, El Salvador y Guatemala.
También ha habido un nacionalismo geopolítico con Irán, rompiendo el acuerdo que la comunidad internacional (incluido EEUU) había logrado pocos años antes. Nacionalismo energético al intentar impedir el gasoducto de Rusia a Alemania, y ofreciendo a cambio buques de gas de esquisto americano. Nacionalismo militar, al exigir a Europa que su mejor y mayor contribución a la defensa europea se materializara en el compromiso de armamento estadounidense y no en la gestación de un sistema europeo de defensa, potenciando la industria militar europea. Para qué seguir.
Es verdad que la frontera entre interés nacional y nacionalismo es sinuosa y abstracta. Pero eso no impide calificar el discurso político y la retórica verbal de Trump como nacionalista. De hecho, basta mirar la indumentaria y las banderas de sus seguidores en la toma del Capitolio. Lo grave y triste a la vez es que ese nacionalismo de sus eslóganes va acompañado de un supremacismo blanco que sustenta el racismo más reaccionario. La ópera bufa que allí se vivió el 6 de enero no será solo un intento de insurrección o de sedición, sino también la reivindicación de una América profunda y sectaria anclada en sus orígenes y nacionalista en sus fines, armada, cristiana, blanca. La Great America Again.
DESPUÉS DEL CAOS, ¿QUÉ VIENE?
Por todo ello, interesa especular con el futuro, ante la derrota que ese mundo experimenta, con un final tan caótico como vergonzoso. Interesa razonar sobre la persistencia de ese componente sentimental en la política futura, a la vista del fracaso de sus logros y ante la evidencia de que muchas de sus promesas se quedaron en eso, en patéticas proclamas, respuestas tan simples como falsas, mientras las mentiras, poco a poco, van desvelándose como tales. La pregunta es si el nacional-populismo después de Trump y del Brexit, en plena pandemia, con las vacunas como promesa de terapia universal, sufrirá un progresivo declive o seguirá triunfando en las redes y en la política real.
En la experiencia estadounidense nos miramos todos, y ese reflejo ofrece lecturas más o menos interesadas en el análisis de nuestras respectivas realidades.
Ante los apoyos electorales de Trump, al observar los miedos del Partido Republicano a romper con él –y a romperse, me temo–, al analizar las redes sociales y la cantidad de gente que le cree, le apoya y le considera “un patriota”, nadie duda de que la división social en EEUU es grave y de que la tarea de Joe Biden por unir a la sociedad de su país es enorme.
Pero, ¿Cuáles son los factores que influirán en esa tarea y cómo interpretar la experiencia estadounidense para encontrar lecturas propias sobre movimientos nacionalistas y populistas semejantes?
Hay al menos cuatro consideraciones comunes a estos acontecimientos que deberían inspirarnos para reaccionar de manera oportuna e inteligente ante las amenazas que representan para la democracia.
1. El carácter antidemocrático de sus raíces.
La democracia es muchas cosas: el gobierno de la mayoría, el respeto de las minorías… pero es también la aceptación de la derrota. La primera lectura que debemos extraer de la experiencia reciente en EEUU es la ausencia absoluta de tolerancia hacia el diferente, del respeto al otro, de la aceptación, en suma, de la derrota y de pertenecer a la minoría.
A través de las redes sociales y del discurso del líder se ha difuminado la frontera entre la verdad y la mentira, dando pie a creencias masivas, esotéricas y falsas. La polarización que sustenta el debate sentimental-nacionalista frente al debate ideológicoracionalista fractura la sociedad y tensiona las virtudes democráticas de la tolerancia y el debate constructivo. Se forman bloques enfrentados en trincheras irreconciliables que se retroalimentan con agravios recíprocos y con interpretaciones antagónicas de los hechos.
El nacional-populismo es antidemocrático en su esencia y en su comportamiento, y no creo aventurado decir que nos hemos vacunado, siquiera sea en una primera dosis. Lo sucedido tras las elecciones del 3 de noviembre en EEUU hace historia, marca tendencias. El mundo ha comprobado que atacar el Parlamento, la sede de la soberanía popular, inmediatamente después de perder las elecciones, es la más genuina expresión del totalitarismo.
2. Del rechazo de la democracia a la violencia solo hay un paso. La suma de conspiranoicos y supremacistas que crece en las redes sociales y en el debate sentimental-nacionalista, la facilidad con que se extienden las noticias falsas y las manipulaciones de los hechos, exacerban las relaciones. El abuso de la mentira, el desprecio de las instituciones, la banalización de las reglas de la democracia, los discursos racistas, la incitación al odio, terminan en violencia, convirtiendo al adversario político en enemigo. Son la fase inicial de un camino al enfrentamiento. Son las camisas negras con el eslogan Civil War y las banderas confederadas –máximo emblema del racismo esclavista– de personas fanatizadas por sus creencias y convicciones que solo pueden expresarse mediante la agresión y la fuerza bruta. Pero la violencia contamina las causas que se dicen defender con ella, y el nacionalismo primario y racista que mostraban los asaltantes del Capitolio destroza cualquier pretensión política, la convierten en marginal, minoritaria, propia de exaltados e irresponsables.
Esta es la segunda lección que queda de esos hechos, y es también una esperanzadora lectura para el futuro.
3. Sus promesas solo son eso, promesas incumplidas. Mentiras. El Brexit se vendió como una recuperación máxima de soberanía, envuelta en un discurso de exaltación patriótica del poder universal de Reino Unido en tiempos pasados. Cuatro años después, todo el mundo ha visto los costes de abandonar la UE y los riesgos de desmembración de un reino que quizá acabe siendo simplemente Inglaterra. Las promesas de Marine Le Pen de un referéndum en Francia para salirse del euro y de leyes protectoras de mercado nacional no fueron avaladas por la mayoría electoral, pero todos sabemos que hubieran sido imposibles por inviables, a riesgo de sacar a Francia de los mercados. Con Salvini y sus exabruptos antimigratorios pasa lo mismo. El nacionalismo catalán promete el mejor de los mundos con la independencia, al mismo tiempo que las empresas huyen de Cataluña y su población se fractura y se enfrenta en sus identidades.
Trump prometió horizontes espléndidos en los llamados “cinturones del óxido” (zonas industriales deprimidas del medio oeste y el Atlántico medio de EEUU), y ahí siguen. Aseguró que haría un muro y que México lo pagaría.
México no ha pagado nada de la porción de muro que Trump ha añadido al ya existente para poder visitarlo en los días oscuros de su final de mandato.
EEUU no se ha hecho grande de nuevo. Cerrar fronteras a la inmigración dificulta la atracción de talento, emprendimiento y creación de valores en universidades y en polos tecnológicos. El proteccionismo comercial no mejora, sino que empobrece la competitividad.
El discurso nacional populista es muy efectivo. Puede ser retóricamente imbatible a veces, pero es efímero y volátil por su intrínseca falsedad. Es finito, porque tiene siempre un final infeliz al descubrirse su incumplimiento o, peor, al comprobarse sus maléficos efectos. La historia está llena de buenos ejemplos. El final de Trump pudo ser otro. Pero es el que es y las consecuencias de sus mentiras, por muy populares que hayan sido –y que lo sigan siendo–, no traspasarán el espejo de la verdad y el poso del interés general, de las cosas buenas y bien hechas.
4. Contrario al sentido de la historia del progreso humano. Al comienzo de la pandemia del Covid-19 hubo un brote nacionalista. Era el Estado el que dictaba medidas de protección, salvaba empleos y empresas, dependíamos de su servicio sanitario. Las estadísticas, el debate político de la gestión, todo era nacional. Pero el virus es planetario, los laboratorios son internacionales y las vacunas que nos salvarán vienen de la investigación universal. La recuperación económica será global, las ayudas para los europeos serán europeas, la defensa de un ecosistema que no cree otras zoonosis corresponde al mundo entero, como la lucha contra el cambio climático. La globalización económica sufrirá ajustes, pero no se detendrá, impulsada por la tecnología y el comercio. La gestión de gobierno en general se ha hecho más técnica y compleja, dependemos más de expertos y técnicos del mundo entero. Así podríamos seguir dando argumentos contra esa lectura miope y equivocada que mira al entorno local para contemplar solo ese pequeño mundo.
Días después del asalto al Capitolio, Santiago Abascal, líder de Vox, anunciaba en una entrevista una gran alianza europea denominada “liga patriótica contra el globalismo”. En un solo titular se mezclaban dos mentiras del nacional-populismo: enfrentar la patria a la globalización y proponer el Estado como único espacio de las cosas públicas. Ya vivimos en sociedades multiétnicas, como nos anunció Giovanni Sartori: nuestro mundo es mestizo, pluriétnico. Lo son nuestras ciudades, los compañeros de trabajo, las familias, lecturas, viajes, aspiraciones, problemáticas… Estamos obligados a combinar nuestras identidades con la pluralidad, con la comunidad de valores, ideas, aspiraciones humanas, en el más moderno cosmopolitismo.
Las reivindicaciones nacionalistas son contrarias al sentido del movimiento de las agujas del reloj. Son contrarias al progreso y al bienestar de la humanidad.
Todo en este siglo XXI –y mucho más después de la pandemia y del fracaso de Trump– llama a una globalización gobernada, mejor regulada, construida sobre un multilateralismo renovado y reforzado, que ponga en manos de nuestras instituciones multilaterales y de sus agencias una agenda ambiciosa de tareas pendientes, y que traslade a los organismos financieros internacionales la construcción de un nuevo marco para la economía, el comercio y las finanzas globales.
Puede que sea un análisis optimista de lo que ha sucedido en el Capitolio y de las tendencias que pueden producirse después de la pandemia. Pero creo que estas corrientes de fondo, estas reflexiones, nada sofisticadas ni esotéricas, alimentarán nuestra fe en la democracia y combatirán las tentaciones nacional- populistas que se estaban –y están– manifestando en todo el mundo. ●
Publicado en POLÍTICA EXTERIOR • MARZO/ABRIL DE 2021