Hay un plano de nuestras conductas que resiste mal el juicio ético. Nuestros comportamientos fiscales, de particulares y empresas, nos ofrecen múltiples episodios de autocrítica. ¿Quién no ha caído en la tentación de un pago en metálico «sin IVA»? ¿Quién no ha buscado resquicios y ventajas desgravatorias –más o menos legales– para reducir sus contribuciones fiscales?
Con demasiada frecuencia, cuando se habla de fraude fiscal o se reclama una recaudación fiscal semejante a la europea –es decir, que absorba los cinco puntos del PIB de diferencia que mantenemos con el resto de la Unión–, atribuimos la responsabilidad de todo ello a los demás, particularmente a empresas y patrimonios financieros. La conciencia fiscal española es baja, y la solidaridad fiscal ciudadana dista muchísimo de la cultura responsable de las sociedades nórdicas. Pero, sin despreciar la importancia de las actitudes individuales, hay un tema que destaca en la tributación general y que alcanza niveles de preocupación política en todo el mundo: el impuesto al beneficio de las empresas, comúnmente llamado impuesto de sociedades.
Con carácter general, conviene recordar que los tributos a los beneficios y réditos del capital son inferiores a los de las rentas del trabajo personal y que los ingresos por patrimonio y grandes fortunas no pasan del 4% en Europa. Esto explica, solo en parte, la persistente desigualdad en el mundo occidental,
como bien demostró Piketty en su extensa e influyente obra El capital en el siglo XXI. A todo ello hay que añadir que el ingreso fiscal por sociedades se ha reducido a la mitad en estos últimos diez años, no solo por las crisis económicas, sino porque el tipo nominal del impuesto no ha dejado de caer, pasando de un 32% de media en 2000 a un 21,9% en 2018.
Pero lo que verdaderamente ha convertido la preocupación política en alarma social es la generalización de la elusión fiscal mediante la planificación fiscal abusiva (PFA). Dicho de otro modo, el gran negocio que se aprovecha de dos circunstancias sobrevenidas a las haciendas nacionales, la globalización y la economía digital. La combinación de ambos paradigmas permite a las empresas transnacionales elegir la localización o el domicilio social para recurrir a la interacción de las disposiciones fiscales nacionales y a las redes de convenios fiscales, y buscar así la no imposición o su máxima reducción mediante la erosión de sus bases imponibles. En el campo tecnológico, las grandes compañías de la red aprovechan mercados nacionales sin presencias físicas o con mínimas estructuras contributivas.
Los datos son evidentes. El Fondo Monetario Internacional estima que las pérdidas a escala mundial debidas a la erosión de las bases imponibles y el traslado de beneficios (BEPS, por sus siglas en inglés) ascienden a 600.000 millones de dólares por año. Se calcula que el 40% de los beneficios de empresas multinacionales a escala mundial se traslada a paraísos fiscales y que el 35% de esos beneficios trasladados proceden de países de la Unión Europea, según un informe del Parlamento Europeo.
La PFA distorsiona, además, la libre competencia. Las multinacionales pagan hasta un 30% menos de impuestos que sus competidores nacionales, en particular si las comparamos con las pymes. Aplicado este baremo comparativo a la economía digital, descubrimos que los sectores tradicionales pagan por término medio un tipo efectivo del impuesto de sociedades del 20%, mientras que el sector digital paga en torno al 9,5%.
Esta mal llamada ingeniería solo es posible en una red de opacidad y descoordinación. Opacidad que proporcionan los paraísos fiscales y las administraciones no cooperativas, que basan su industria nacional en acoger entidades financieras, despachos de abogados, fondos de inversión y otras oficinas de gestión especializadas en la ocultación y el traslado de capitales y en la creación de compañías fantasma; es decir, empresas radicadas en esas jurisdicciones opacas con el único objeto de facilitar la elusión o, en su caso, la evasión fiscal. En segundo lugar, descoordinación, porque las iniciativas internacionales para combatir estas prácticas son todavía incipientes y su avance se ralentiza o imposibilita por los intereses nacionales antagónicos o por su incapacidad de obligar –OCDE, G-20, etcétera–. Curiosamente, lo que más ha avanzado en el campo de la transparencia es la lucha contra el blanqueo del dinero, sobre todo desde que Estados Unidos, después de los atentados 2001 en las Torres Gemelas, impulsaron el control del dinero negro en su lucha contra el terrorismo.
Todo esto ocurre –viene ocurriendo hace mucho tiempo, en realidad– en un contexto de fuertes demandas macroeconómicas a los Estados, en plena pandemia. La demanda ciudadana de mejores servicios públicos se da de bruces con la incapacidad de nuestras haciendas nacionales para mejorar su recaudación en este impuesto. Y no solo en él, porque la evasión de particulares y patrimonios sigue siendo demasiado frecuente en el laberinto del secreto bancario y de los generosos –e insolidarios– sistemas nacionales para la atracción de capitales. Algunos conocidos episodios de famosos nacionales residiendo en países cercanos lo acreditan .
¿Dónde queda la ética en todo esto? No hay ética sin corresponsabilidad ciudadana: no es ético operar en paraísos fiscales o comerciar con compañías fantasma en jurisdicciones no cooperativas. La elusión fiscal, aunque sea legal, no es sostenible, y no se puede pregonar la responsabilidad social de una empresa si no se cumple fiscalmente. Tampoco puede haber reputación corporativa si no se pagan los impuestos debidos. La fiscalidad justa debe integrar el reporte financiero y social de las compañías.
Las empresas deben recorrer el camino de la excelencia en materia fiscal. Deben hacerlo, además, porque el Estado –es decir, todos los ciudadanos–, las están ayudando a sortear la crisis de la covid-19 con ayudas sectoriales o generales (ERTEs). En cualquier caso, la publicación de sus datos económicos-fiscales –country by country– con arreglo al amplio formulario de transparencia fiscal GRI (Global Reporting Initiative),debería generalizarse y hacerse exigible en el marco de las obligaciones informativas de las empresas, de acuerdo con la Directiva europea del 2014 y la Ley española de 2018.
Llevamos dos décadas hablando de Responsabilidad Social Corporativa de las empresas. Se han desarrollado estudios y prácticas sobre todos los planos de la actividad empresarial –medio ambiente, relaciones laborales, acción social, gobernanza o transparencia–. Se ha teorizado hasta la exageración sobre las relaciones entre ética y economía, ética y finanzas, ética y stakeholders, ética y liderazgo, ética y gobierno corporativo… Pero me pregunto por qué nadie ha estudiado –que yo sepa la ecuación entre ética y fiscalidad. Este humilde artículo sugiere hacerlo con más profundidad: hay demasiadas evidencias de que la fiscalidad empresarial de algunas multinacionales y
de muchas grandes tecnológicas es muy poco ética.
Publicado en Ethic, 23/02/2021