6 de julio de 2020

No podemos olvidarnos de América Latina


Europa y la región latinoamericana son aliados naturales en su geopolítica y para reorganizar una globalización desgobernada. España debe promover esta orientación estratégica en la UE.

América Latina entró en el radar de la política europea cuando España empezó a coger peso y densidad en el club comunitario y fue convenciendo a sus socios sobre la importancia del subcontinente. No fue fácil. Como suele decir Felipe González –quien realmente abrió esa puerta a comienzos de la década de 1990–, la relación entre Europa y América Latina era, y así había sido hasta entonces, un triángulo en cuya cúspide estaba Estados Unidos, de manera que la mirada y los intereses norteamericanos guiaban gran parte de la magra política europea para la región. Por supuesto, algunos países europeos, y España en particular, tenían presencia y políticas más activas en muchos países latinoamericanos (recuérdese los Acuerdos de Paz en Centroamérica). Pero la Unión Europea como tal brillaba por su ausencia, entre otras razones porque su Servicio de Acción Exterior acababa de comenzar su andadura. 

No fue fácil girar la mirada de Europa hacia el sur del continente americano, porque acababa de caer el muro de Berlín y Alemania era todo ojos hacia el Este; porque Reino Unido miraba a EE. UU. –como siempre– y hacia sus zonas de influencia indo asiáticas; y porque Francia tenía en África y el Mediterráneo sus principales preocupaciones. Sin embargo, en no muchos años, la Unión europea y América Latina han elaborado un marco de asociación política y acuerdos económico-comerciales que constituyen el mejor soporte para una alianza estratégica de largo alcance. Si Mercosur se aprueba finalmente –y este es un reto esencial estos próximos meses, para nosotros y para ellos–, Europa y América Latina tendrán tratados comerciales con 27 de los 33 países latinoamericanos, cubriendo toda la región excepto Bolivia y Venezuela.

En la construcción de este marco con una América Latina compleja y diversa ayudó el hecho de que nuestras convergencias eran y son muy amplias. Histórico por supuesto, con una historia común que ha cruzado nuestras respectivas poblaciones en diversos momentos. Siempre para bien, para ayudarnos, para enriquecernos mutuamente. Hay 1,5 millones de españoles en América Latina y en España viven 1,3 millones de latinoamericanos. Convergencias también políticas, económicas, además de culturales. Los sistemas políticos de América Latina se construyeron sobre las bases democráticas de la Europa del siglo XIX, posteriores a la revolución francesa. Las relaciones económicas, en gran parte fruto de los acuerdos antes citados, son estrechas e intensas. Europa es el segundo destino de América Latina en exportaciones, pero somos el primer inversor allí. Diez empresas del Ibex 35 español tienen más del 20% de su negocio en Latinoamérica y hay más de 100.000empresas españolas que exportan a la región. 
Esas coincidencias de aspiraciones e intereses hacen fáciles las alianzas geopolíticas. Coincidimos en la mayoría de los grandes asuntos de esta globalización desgobernada. Otra cosa es que nuestro peso y nuestra influencia en las mesas internacionales sea el que nos corresponde.

UNA REGIÓN EN CRISIS… ¿PERMANENTE? 

Demasiadas veces, en demasiadas cancillerías del mundo, América Latina es sinónimo de conflictividad, de inestabilidad e inseguridad. El conflicto cubano ha sido históricamente foco de tensión internacional al más alto nivel. Las guerrillas revolucionarias de la segunda mitad del siglo XX acabaron en Contadora, pero todavía sufrimos coletazos de los grupos más recalcitrantes en Colombia. Centroamérica no prospera lo suficiente ni siquiera en la paz, y sus poblaciones emigran a través de México hacia EE. UU. y, más recientemente, hacia el sur del subcontinente o hacia España y Europa. 
Las experiencias bolivarianas de la primera década de este siglo, cargadas de lógica sociopolítica en sus inicios, han acabado mal. La tentación autoritaria vuelve en muchos casos y la ruptura del principio de no reelección ha sido nefasta para la mayoría de los casos en los que se ha producido. Venezuela y Nicaragua son el ejemplo, pero Bolivia, con muchos matices, no está lejos. La crisis de Venezuela tiene una derivada humanitaria y migratoria jamás conocida en la región. Al sufrimiento de su población hay que añadir una crisis política interna de muy difícil solución. El conflicto de Venezuela ha escalado, desgraciadamente, al primer nivel de los grandes asuntos de la geopolítica internacional, al incluir a EE. UU., Rusia y China, por este orden, en su resolución.
Tampoco los cambios políticos que se han producido en el bienio electoral 2017-19 han ayudado a la estabilidad política de la región. Los triunfos de la derecha política son mayoritarios, excepto los muy significativos casos de México y Argentina. Pero tampoco el neoliberalismo o el seguidismo yanqui pueden mostrar una hoja de servicios exitosa. El balance económico desde el final de la década de crecimiento 2003-13 es muy negativo en términos de empleo y renta. Los problemas estructurales de la economía latinoamericana siguen siendo los mismos: excesiva dependencia de sus recursos naturales, baja productividad, enorme informalidad económica, alejamiento de las líneas de subcontratación, poca inversión, Estados débiles, etcétera. En esas circunstancias, la explosión de inestabilidad social surgida en Chile, Ecuador, Colombia y otros países latinoamericanos a lo largo de 2019 no puede sorprender. A la desigualdad social tradicional y persistente se añaden los problemas característicos de una etapa económica no favorable después de años de crecimiento: aumenta la pobreza, las demandas de las nuevas clases medias no pueden ser atendidas por unos presupuestos nacionales raquíticos y los sistemas de protección social no alcanzan ante una precarización sociolaboral rampante. Cualquier chispa basta para el estallido social. Se especula demasiado con la presencia de agentes externos provocadores de las revueltas, en vez de reconocer la gravedad de los problemas internos, en sociedades urbanas empoderadas por las redes sociales.
Hay crecientes preocupaciones en Chile con sus reformas constitucionales; en Bolivia, después del desastre electoral; en Perú, después de la penosa imagen de sus partidos y líderes; en Colombia, con un gobierno acosado por problemas internos y externos muy serios; en Centroamérica, con una emigración paralizada en la frontera sur mexicana; Argentina y México no mejoran; Brasil tiene una economía más sólida pero su política está desprestigiada; y Nicaragua y Venezuela expresan la tensión política máxima con procesos hacia la democracia, pendientes de negociaciones internas antagónicas y, por tanto, difíciles.
Finalmente, la región está fracturada. La reelección del secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, lo acredita mejor quenada. A finales de enero, Brasil abandonó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños (Celac) y aunque México ha asumido la presidencia protempore y ha nombrado a una diplomática de alto nivel para dirigir esa difícil misión (la antigua embajadora en España, Roberta Lajous), las posibilidades de que la cumbre UE-Celac se reanude, no ya este año, ni siquiera en 2021, parecen lejanas. La situación en Venezuela, la creación del grupo de Lima, la explosión política en Nicaragua en abril de 2018, unidas a las sanciones de EE. UU. su endurecimiento hacia Cuba, generan fracturas internas demasiado graves. Puede parecer una descripción exagerada. Quizá poner el acento solo en lo que va mal no haga justicia a la región, pero no creo que ocultar los problemas ayude si lo que pretendemos es ofrecer una estrategia de acción política exterior de España y de la UE hacia América Latina. La negociación de los acuerdos comerciales (Mercosur y modernización de los acuerdos con México y Chile) y la cooperación europea, puesta de manifiesto con la ayuda a la emigración de Venezuela, son ahora los principales puntos de apoyo de nuestra política exterior en América Latina. Pero es mucho lo que falta por hacer. 

Y ENTONCES LLEGÓ EL COVID-19

La pandemia llegó a América Latina un par de semanas más tarde que Europa. Afortunadamente, las medidas más elementales de prevención han evitado daños catastróficos en la mayoría de los países. A finales de mayo, las cifras de fallecimientos y contagios eran sensiblemente inferiores a las sufridas en Europa: Reino Unido, Francia, España e Italia principalmente. No obstante, Chile y Perú sufren repuntes serios en su estadística de contagios y fallecimientos por el Covid-19 y preocupa especialmente Brasil, donde una sucesión de irresponsabilidades y estúpidas decisiones han provocado, al igual que en EE. UU., una estadística dramática. Está por ver cómo superan los efectos de esta primera fase de la pandemia. Lo mismo puede decirse de Nicaragua. No pretendo analizar las políticas puestas en marcha en cada país. Al igual que en Europa, el Estado se ha convertido en el espacio público en el que se han desarrollado diferentes reacciones, en materia de protección, prevención, sanidad y recuperación económica frente a la crisis producida. Hasta la fecha, la respuesta ha sido y es nacional. No hay la más mínima coordinación en espacios regionales comunes, ni en organismos internacionales para acordar decisiones (en relación con las fronteras, por ejemplo) o para establecer acuerdos de colaboración en materia sanitaria, provisión de materiales, medicamentos, etcétera, entre países vecinos. Una vez más, el tradicional desencuentro su-promocional del subcontinente priva a los pueblos latinoamericanos de servicios e instrumentos que solo la asociación política entre naciones puede suministrar.
Ni la Celac, ni el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), ni Mercosur, ni la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), ni siquiera la Alianza del Pacífico, han tenido capacidad de acción ante las graves diferencias de sus gobiernos y el devaluado diálogo interior que mantienen. La Secretaría General Iberoamericana (Segib) está siendo, quizá, el único espacio común de intercambio informativo y coordinación gubernamental, sobre todo en el plano sanitario.
América Latina afronta además el Covid-19 en una delicada situación económica. El último periodo (2014-19) ha sido plano. La tasa de crecimiento del PIB del conjunto de la región es próxima a cero, la más baja desde 1950. La caída de precios de sus commodities es constante en los últimos años, y muy acentuada en el petróleo, lo que resulta particularmente grave para México, Ecuador y Venezuela. El incremento de gasto público en sanidad y protección social hundirá las cuentas públicas de muchos países. La capacidad fiscal de los gobiernos para afrontar planes de reactivación es casi nula. La quiebra de muchas empresas y la destrucción del tejido productivo informal, unido a la evasión de capitales y otros factores financieros, puede generar posteriores problemas en el sistema financiero. Por último, en este negro panorama hay que destacar la influencia negativa que sufrirán las economías dependientes del turismo y de las remesas de la emigración. En definitiva, América Latina en general lo pasará mal, y su alejamiento de las cadenas de producción globales acentuará la crisis económica, que será también social.
Tenemos que contemplar –y esto es lo grave– un empeoramiento de los niveles de protección social y un aumento de la desigualdad social en el lugar del mundo donde mayor es esta última. Los pronósticos para una crisis económica larga apuntan a que más de 30 millones de personas ingresarán en los parámetros de la pobreza. No es posible especular con la orientación política que se derivará de esta situación en el periodo electoral 2020-22; tampoco pueden descartarse situaciones de tensión social e inestabilidad política como las vividas en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, etcétera. La desafección política y social hacia los políticos, los partidos y las instituciones es muy alta. 
La conclusión es clara: América Latina merece nuestra atención. No solo por solidaridad, por proximidad emocional o por imperativo moral. También por intereses geopolíticos y económicos. La creciente presencia china en la región, no solo como principal mercado para la exportación latinoamericana, sino también como inversor y constructor de grandes infraestructuras, es un reto para nosotros. Al tiempo que EE. UU. pierde pie en América del Sur y algunas de nuestras grandes compañías concentran en Europa y EE. UU. su expansión,
China, con su enorme potencial comercial y financiero, se está asentando en muchos países latinoamericanos, aumentando así su influencia política y económica. La provisión de material sanitario durante la pandemia ha sido un buen exponente. Es verdad que las posibilidades de China para ayudar financieramente a América Latina son menores que en anteriores ocasiones.
Su propio plan de recuperación económica absorberá gran parte de las capacidades fiscales del país, y sus niveles de crecimiento, muy inferiores al pasado, le privarán de otrora inigualables ofertas inversoras o compradoras.
Por eso, y porque corresponde a nuestra asociación política y estratégica con América Latina, Europa y España deben estructurar una política de apoyo y de fortalecimiento de nuestras relaciones con la región. La primera prueba de esta actitud es el apoyo político ante los organismos financieros internacionales. El apoyo financiero externo es la única solución para la mayoría de los países de la región. “Ascendidos” a la categoría de países de renta media, la nueva clasificación los priva de ayudas previstas para los países pobres (por debajo de 2.000 dólares de renta per cápita) y sus limitaciones presupuestarias no les dan capacidad fiscal propia para políticas de refuerzo de la protección social o de sus sistemas sanitarios, ni para programas de sostenimiento y reactivación de los sistemas productivos o de estímulo a la recuperación económica.
El programa más concreto y consistente para hacer frente a estas necesidades lo lanzaron varios expresidentes y exgobernadores de bancos centrales de varios países latinoamericanos, pidiendo al Fondo Monetario Internacional (FMI) una nueva emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) de un billón de dólares. En la misma línea, la solicitud se extiende a los bancos multilaterales de desarrollo (Banco Mundial, CAF, Banco Interamericano de Desarrollo…) para duplicar sus líneas de crédito en la región.
“No bastan las buenas palabras. Necesitamos un G20 con poderes ejecutivos que pase a la acción”, decía el ex primer ministro británico, Gordon Brown, al recordar el manifiesto suscrito por decenas de jefes de Estado y de gobierno junto a destacadas figuras de la política internacional, que reclamaban una acción coordinada y común frente al mayor desafío de la humanidad en décadas. Desgraciadamente, los actuales dirigentes del G20 (Arabia Saudí) y el Estados Unidos de Donald Trump hacen oídos sordos a estas reclamaciones.
España trabaja con varios países de la región (notablemente con los tres que pertenecen al G20, aunque no solo) para construir esta cobertura financiera de las instituciones internacionales. Lo hizo también en el seno del Consejo Europeo de junio para hacer fuerte la presión europea en esta dirección. Hace falta también un plan de estímulo a la inversión y de financiación de grandes infraestructuras regionales. La posibilidad de un programa de los grandes bancos multilaterales de desarrollo, que incluya al Banco Europeo de Inversiones, para financiar esas inversiones de empresas europeas sería un buen paso. América Latina necesita recuperar la inversión extranjera y formar parte de más cadenas de valor de subcontratación globalizada.
 Tanto las ayudas financieras estatales como los programas de desarrollo deberían estar condicionados a los objetivos estratégicos básicos en la región. El primero es fortalecer los servicios públicos del Estado, mejorando el ingreso fiscal y combatiendo la desigualdad social. El segundo, la creación de redes de integración regional que unifiquen mercados regionales y favorezcan la armonización normativa supranacional. El tercero, el fomento de una cultura de responsabilidad social de las empresas, dentro de un plan regional por la sostenibilidad y el compromiso en la lucha contra el cambio climático.
En ese contexto, las alianzas público-privadas pueden aportar grandes beneficios a los Estados y a las empresas, en una estrategia de compromiso-país muy necesaria en los países donde la dotación de bienes y servicios públicos es deficiente. 
Otra de las líneas de acción de España para fortalecer nuestras relaciones con América Latina es aprobar y ratificar el acuerdo negociado con Mercosur. Hacerlo en este segundo semestre de 2020, aprovechando la presidencia alemana del Consejo, sería inteligente y positivo, y permitiría la entrada en vigor del acuerdo comercial, previsiblemente, en enero de 2021. En el mismo sentido, aprobar la renovación de nuestros Acuerdos con México y Chile será otro gran paso en dirección.
España mantiene tareas de colaboración y cooperación con América Latina en la etapa post-Covid-19 que deben ser destacadas. El ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación ha creado espacios de diálogo para intercambiar experiencias, investigaciones y expertos y generar redes de tecnologías sobre mecanismos de protección social, desescalada, etcétera. A su vez, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo ha rediseñado sus programas para atender urgencias de los sistemas sanitarios y varios programas de recuperación económica. Por último, cabe destacar el éxito de la conferencia de donantes, organizada junto a la Comisión Europea, Canadá y Noruega a finales de mayo, en favor de la emigración venezolana. La próxima cumbre iberoamericana, quizá virtual, pero, en cualquier caso, importante, atenderá con toda seguridad todos estos asuntos en la fase de recuperación económica global después del Covid-19. Esperemos que los rebrotes de la pandemia no impidan esa recuperación y que América Latina entre en una etapa de más esperanza. ¿Hay razones para tenerla?
No es ocioso recordar las enormes posibilidades que sigue ofreciendo este subcontinente tan querido. Su demografía, casi tan joven como la de África, sus recursos naturales, su biodiversidad, la alta cualificación educativa de la población en la mayoría de sus países, la potencialidad de crecimiento de sus consumos, la unificación lingüística, la dimensión regional de sus mercados… Tantas cosas. Incluso, las oportunidades que ofrecen actualmente los precios devaluados de compañías y propiedades en algunos de los más importantes países.
Pero todas esas potencialidades solo explotarán en un contexto de estabilidad política, de seguridad jurídica y de cohesión social. Hay que desterrar la corrupción y la inseguridad ciudadana. Hay que vencer a las bandas armadas y al narcotráfico. Hay que renovar el contrato social de ciudadanos y pode-res públicos consolidando la democracia. Hay que crecer económicamente y redistribuir. Hay que acabar con la pobreza y la evasión fiscal. Hay que fortalecer el Estado y sus servicios públicos. Hay que integrar la región.
Europa puede hacer más en América Latina de la mano de España, que debe reforzar su papel avalada por la UE y en representación de la misma. Si se examinan uno a uno los casos nacionales o los conflictos regionales latinoamericanos, se descubre que, en la mayoría de ellos, la mediación política o la ayuda europea puede ser decisiva. No hay tantos lugares en el mundo donde se den esas circunstancias. Nuestra influencia, nuestro papel político no es tan nítido y nuestra capacidad de actuar no es tan libre ni tan pacífica. Basta mirar al Este (Rusia), Oriente Próximo o Turquía, el Mediterráneo y África. En casi ninguno de estos complejos escenarios podemos actuar sin enormes costes económicos y políticos, y nuestra acción no es decisiva por la mayor influencia de otros agentes geopolíticos.
Europa es el amigo fiel, diferente, de otros actores en la geopolítica latinoamericana. Tenemos elementos cualitativos y convergencias recíprocas que nos hacen diferente de EEUU, Rusia o China. Se trata pues de ejercer esa influencia, ese peso político y económico en ayudar a la región, como por otra parte ya lo hacemos en inversión y en cooperación.

UNA ALIANZA ESTRATÉGICA FORTALECIDA

Una de las tendencias sociales que surgirá de esta catástrofe que es la pandemia del Covid-19 es la demanda de una mayor y mejor gobernanza de la globalización. Esperemos que la tentación introspectiva, la mirada nacionalista no nos confunda y nos haga manejar el futuro en el sentido contrario a la realidad. Esperemos también que las demandas de más seguridad no alimenten populismos de falsa seguridad. Deberíamos ser capaces de orientar los múltiples y confusos sentimientos sociales que seguramente surgirán después de la pandemia hacia demandas de democracias eficaces y no de autocracias tecnológicas, hacia mayores compromisos internacionales y más eficientes acuerdos entre los agentes globales, y no hacia cierres de fronteras o proteccionismos anacrónicos. En definitiva, hacia un multilateralismo ordenado y eficiente, hacia una colaboración internacional creciente y hacia un fortalecimiento de las instancias supranacionales. 
En este contexto, la alianza estratégica entre Europa y América Latina adquiere todavía más relevancia e importancia. ¿Qué persigue esta alianza? ¿Cuáles son sus objetivos? Antes que nada, hacer fuerte nuestro peso común en los diferentes espacios internacionales. Hay toda una serie de asuntos globales pendientes de gobernanza en los que nuestras convergencias son casi idénticas, en particular la defensa del multilateralismo como regla fundamental del orden mundial. En consecuencia, el fortalecimiento de las grandes mesas políticas y económicas de gobernanza, incluidas las instituciones creadas para ello, desde la Organización Mundial del Comercio a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), desde las agencias de Naciones Unidas a la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todo el entramado supranacional va a necesitar impulsos políticos extraordinarios. La lucha contra el cambio climático, desde la base de los acuerdos internacionales logrados (París 2015), sigue siendo otro asunto prioritario. América Latina y la UE pueden y deben liderar ese camino en el mundo. Europa es la región más avanzada en tecnologías y en políticas favorables a la sostenibilidad, y América Latina, que alberga ecosistemas y recursos naturales fundamentales para el planeta, es una de las regiones más necesitadas en evitar las consecuencias de ese peligro. 
Las democracias y el Estado de Derecho, los derechos humanos y las libertades fundamentales son bases esenciales de organización política y social de nuestras comunidades. Su defensa y su mejora es otro gran reto del mundo, especialmente en un contexto de crecimiento de las autocracias y los populismos. Nuestros esfuerzos por renovar el contrato social son comunes, tanto en el interior de nuestras naciones como fuera. No estamos, por desgracia, cerca de una “Constitución planetaria”, cómo sugiere el profesor italiano Luigi Ferrajoli, pero hay que avanzar en esa dirección. 
El combate a la evasión fiscal y la colaboración interestatal en la información y transparencia contra los paraísos fiscales y la competencia desleal es otra de las causas pendientes de la gobernanza global. El sufrimiento de las haciendas nacionales frente a la evasión y la economía digital y globalizada es común en todo el mundo. Aumentan las necesidades nacionales en el ámbito de la seguridad y en los servicios básicos universales, pero el dinero huye a espacios opa-cos y oscuros. El dinero negro aumenta y es fuente de delito y desprotección. En este ámbito, nuestra colaboración responde a necesidades idénticas. 
América Latina tiene tres países en el G20 y junto a la UE sumamos un peso fundamental en ese y otros organismos de gobernanza global. Lo mismo ocurre en Naciones Unidas y otros organismos internacionales. Latinoamérica puede aumentar su peso internacional si vertebra sus posiciones, y puede influir mucho más si las articula en alianzas puntuales con Europa. 
Después de la pandemia, habrá que replantear, una vez más, la Iniciativa de Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC, en inglés) para reducir o eliminar las deudas soberanas de países que, materialmente, no podrán atender al mismo tiempo sus obligaciones de pago y las necesidades de su población. ¿Qué haremos nosotros, los europeos, ante esa demanda, incluidos los países de ingresos medios en América Latina? La alianza estratégica impone también actitudes solidarias. Europa deberá liderar la presión internacional en esa dirección, en el marco de una redefinición de los marcos macroeconómicos en los que van a desenvolverse los mercados y el capitalismo después de la pandemia. 
Cuando se conozca la tecnología para producir la vacuna contra el Covid-19, se producirá una fuerte controversia internacional para su fabricación masiva universal. Se trata de un derecho humano incuestionable y habrá que defender, en todos los foros, su respeto y aplicación. Ente otras instancias, en la OMS, lamentablemente recién abandonada por EE. UU. 
Estos, entre otros muchos, son asuntos que explican y justifican esta alianza entre la UE y América Latina. No es fácil girar la mirada desde el este y el sur de la UE para divisar en el subcontinente latinoamericano al aliado natural de su geopolítica, pero las ventajas de hacerlo son evidentes. España debe seguir siendo esa puerta, esa punta de lanza, esa vanguardia en una orientación estratégica clave. El alto representante de la UE para la Política Exterior y la Seguridad Común, Josep Borrell, es nuestro aliado.

Publicado en la Revista: Política Exterior, nº 196 Julio-Agosto 2020