Europa y la región
latinoamericana son aliados naturales en su geopolítica y para reorganizar una
globalización desgobernada. España debe promover esta orientación estratégica
en la UE.
América
Latina entró en el radar de la política europea cuando España empezó a coger
peso y densidad en el club comunitario y fue convenciendo a sus socios sobre la
importancia del subcontinente. No fue fácil. Como suele decir Felipe González
–quien realmente abrió esa puerta a comienzos de la década de 1990–, la
relación entre Europa y América Latina era, y así había sido hasta entonces, un
triángulo en cuya cúspide estaba Estados Unidos, de manera que la mirada y los
intereses norteamericanos guiaban gran parte de la magra política europea para
la región. Por supuesto, algunos países europeos, y España en particular,
tenían presencia y políticas más activas en muchos países latinoamericanos
(recuérdese los Acuerdos de Paz en Centroamérica). Pero la Unión Europea como
tal brillaba por su ausencia, entre otras razones porque su Servicio de Acción
Exterior acababa de comenzar su andadura.
No
fue fácil girar la mirada de Europa hacia el sur del continente americano,
porque acababa de caer el muro de Berlín y Alemania era todo ojos hacia el
Este; porque Reino Unido miraba a EE. UU. –como siempre– y hacia sus zonas de
influencia indo asiáticas; y porque Francia tenía en África y el Mediterráneo
sus principales preocupaciones. Sin embargo, en no muchos años, la Unión
europea y América Latina han elaborado un marco de asociación política y
acuerdos económico-comerciales que constituyen el mejor soporte para una alianza
estratégica de largo alcance. Si Mercosur se aprueba finalmente –y este es un
reto esencial estos próximos meses, para nosotros y para ellos–, Europa y América
Latina tendrán tratados comerciales con 27 de los 33 países latinoamericanos,
cubriendo toda la región excepto Bolivia y Venezuela.
En la
construcción de este marco con una América Latina compleja y diversa ayudó el
hecho de que nuestras convergencias eran y son muy amplias. Histórico por
supuesto, con una historia común que ha cruzado nuestras respectivas
poblaciones en diversos momentos. Siempre para bien, para ayudarnos, para
enriquecernos mutuamente. Hay 1,5 millones de españoles en América Latina y en
España viven 1,3 millones de latinoamericanos. Convergencias también políticas,
económicas, además de culturales. Los sistemas políticos de América Latina se
construyeron sobre las bases democráticas de la Europa del siglo XIX,
posteriores a la revolución francesa. Las relaciones económicas, en gran parte
fruto de los acuerdos antes citados, son estrechas e intensas. Europa es el
segundo destino de América Latina en exportaciones, pero somos el primer
inversor allí. Diez empresas del Ibex 35 español tienen más del 20% de su
negocio en Latinoamérica y hay más de 100.000empresas españolas que exportan a
la región.
Esas coincidencias de aspiraciones e intereses hacen fáciles las alianzas
geopolíticas. Coincidimos en la mayoría de los grandes asuntos de esta globalización
desgobernada. Otra cosa es que nuestro peso y nuestra influencia en las mesas
internacionales sea el que nos corresponde.
UNA
REGIÓN EN CRISIS… ¿PERMANENTE?
Demasiadas
veces, en demasiadas cancillerías del mundo, América Latina es sinónimo de
conflictividad, de inestabilidad e inseguridad. El conflicto cubano ha sido
históricamente foco de tensión internacional al más alto nivel. Las guerrillas
revolucionarias de la segunda mitad del siglo XX acabaron en Contadora, pero
todavía sufrimos coletazos de los grupos más recalcitrantes en Colombia.
Centroamérica no prospera lo suficiente ni siquiera en la paz, y sus
poblaciones emigran a través de México hacia EE. UU. y, más recientemente,
hacia el sur del subcontinente o hacia España y Europa.
Las experiencias
bolivarianas de la primera década de este siglo, cargadas de lógica
sociopolítica en sus inicios, han acabado mal. La tentación autoritaria vuelve
en muchos casos y la ruptura del principio de no reelección ha sido nefasta
para la mayoría de los casos en los que se ha producido. Venezuela y Nicaragua
son el ejemplo, pero Bolivia, con muchos matices, no está lejos. La crisis de
Venezuela tiene una derivada humanitaria y migratoria jamás conocida en la
región. Al sufrimiento de su población hay que añadir una crisis política
interna de muy difícil solución. El conflicto de Venezuela ha escalado, desgraciadamente,
al primer nivel de los grandes asuntos de la geopolítica internacional, al
incluir a EE. UU., Rusia y China, por este orden, en su resolución.
Tampoco
los cambios políticos que se han producido en el bienio electoral 2017-19 han
ayudado a la estabilidad política de la región. Los triunfos de la derecha
política son mayoritarios, excepto los muy significativos casos de México y
Argentina. Pero tampoco el neoliberalismo o el seguidismo yanqui pueden mostrar
una hoja de servicios exitosa. El balance económico desde el final de la década
de crecimiento 2003-13 es muy negativo en términos de empleo y renta. Los
problemas estructurales de la economía latinoamericana siguen siendo los mismos:
excesiva dependencia de sus recursos naturales, baja productividad, enorme
informalidad económica, alejamiento de las líneas de subcontratación, poca
inversión, Estados débiles, etcétera. En esas circunstancias, la explosión de
inestabilidad social surgida en Chile, Ecuador, Colombia y otros países
latinoamericanos a lo largo de 2019 no puede sorprender. A la desigualdad
social tradicional y persistente se añaden los problemas característicos de una
etapa económica no favorable después de años de crecimiento: aumenta la
pobreza, las demandas de las nuevas clases medias no pueden ser atendidas por unos
presupuestos nacionales raquíticos y los sistemas de protección social no
alcanzan ante una precarización sociolaboral rampante. Cualquier chispa basta
para el estallido social. Se especula demasiado con la presencia de agentes
externos provocadores de las revueltas, en vez de reconocer la gravedad de los
problemas internos, en sociedades urbanas empoderadas por las redes sociales.
Hay
crecientes preocupaciones en Chile con sus reformas constitucionales; en
Bolivia, después del desastre electoral; en Perú, después de la penosa imagen
de sus partidos y líderes; en Colombia, con un gobierno acosado por problemas
internos y externos muy serios; en Centroamérica, con una emigración paralizada
en la frontera sur mexicana; Argentina y México no mejoran; Brasil tiene una
economía más sólida pero su política está desprestigiada; y Nicaragua y
Venezuela expresan la tensión política máxima con procesos hacia la democracia,
pendientes de negociaciones internas antagónicas y, por tanto, difíciles.
Finalmente,
la región está fracturada. La reelección del secretario general de la
Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, lo acredita mejor quenada. A
finales de enero, Brasil abandonó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y caribeños
(Celac) y aunque México ha asumido la presidencia protempore y ha
nombrado a una diplomática de alto nivel para dirigir esa difícil misión (la
antigua embajadora en España, Roberta Lajous), las posibilidades de que la
cumbre UE-Celac se reanude, no ya este año, ni siquiera en 2021, parecen
lejanas. La situación en Venezuela, la creación del grupo de Lima, la explosión
política en Nicaragua en abril de 2018, unidas a las sanciones de EE. UU. su
endurecimiento hacia Cuba, generan fracturas internas demasiado graves. Puede
parecer una descripción exagerada. Quizá poner el acento solo en lo que va mal
no haga justicia a la región, pero no creo que ocultar los problemas ayude si
lo que pretendemos es ofrecer una estrategia de acción política exterior de
España y de la UE hacia América Latina. La negociación de los acuerdos
comerciales (Mercosur y modernización de los acuerdos con México y Chile) y la
cooperación europea, puesta de manifiesto con la ayuda a la emigración de
Venezuela, son ahora los principales puntos de apoyo de nuestra política
exterior en América Latina. Pero es mucho lo que falta por hacer.
Y
ENTONCES LLEGÓ EL COVID-19
La
pandemia llegó a América Latina un par de semanas más tarde que Europa.
Afortunadamente, las medidas más elementales de prevención han evitado daños
catastróficos en la mayoría de los países. A finales de mayo, las cifras de
fallecimientos y contagios eran sensiblemente inferiores a las sufridas en
Europa: Reino Unido, Francia, España e Italia principalmente. No obstante,
Chile y Perú sufren repuntes serios en su estadística de contagios y
fallecimientos por el Covid-19 y preocupa especialmente Brasil, donde una sucesión
de irresponsabilidades y estúpidas decisiones han provocado, al igual que en EE.
UU., una estadística dramática. Está por ver cómo superan los efectos de esta
primera fase de la pandemia. Lo mismo puede decirse de Nicaragua. No pretendo
analizar las políticas puestas en marcha en cada país. Al igual que en Europa,
el Estado se ha convertido en el espacio público en el que se han desarrollado
diferentes reacciones, en materia de protección, prevención, sanidad y
recuperación económica frente a la crisis producida. Hasta la fecha, la
respuesta ha sido y es nacional. No hay la más mínima coordinación en espacios
regionales comunes, ni en organismos internacionales para acordar decisiones
(en relación con las fronteras, por ejemplo) o para establecer acuerdos de
colaboración en materia sanitaria, provisión de materiales, medicamentos,
etcétera, entre países vecinos. Una vez más, el tradicional desencuentro su-promocional
del subcontinente priva a los pueblos latinoamericanos de servicios e
instrumentos que solo la asociación política entre naciones puede suministrar.
Ni la
Celac, ni el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), ni Mercosur, ni
la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), ni siquiera
la Alianza del Pacífico, han tenido capacidad de acción ante las graves
diferencias de sus gobiernos y el devaluado diálogo interior que mantienen. La
Secretaría General Iberoamericana (Segib) está siendo, quizá, el único espacio
común de intercambio informativo y coordinación gubernamental, sobre todo en el
plano sanitario.
América
Latina afronta además el Covid-19 en una delicada situación económica. El
último periodo (2014-19) ha sido plano. La tasa de crecimiento del PIB del
conjunto de la región es próxima a cero, la más baja desde 1950. La caída de
precios de sus commodities es constante en los últimos años, y muy
acentuada en el petróleo, lo que resulta particularmente grave para México,
Ecuador y Venezuela. El incremento de gasto público en sanidad y protección
social hundirá las cuentas públicas de muchos países. La capacidad fiscal de
los gobiernos para afrontar planes de reactivación es casi nula. La quiebra de
muchas empresas y la destrucción del tejido productivo informal, unido a la
evasión de capitales y otros factores financieros, puede generar posteriores problemas en el
sistema financiero. Por último, en este negro panorama hay que destacar la influencia
negativa que sufrirán las economías dependientes del turismo y de las remesas
de la emigración. En definitiva, América Latina en general lo pasará mal, y su
alejamiento de las cadenas de producción globales acentuará la crisis
económica, que será también social.
Tenemos que contemplar –y esto es lo grave– un empeoramiento
de los niveles de protección social y un aumento de la desigualdad social en el
lugar del mundo donde mayor es esta última. Los pronósticos para una crisis
económica larga apuntan a que más de 30 millones de personas ingresarán en los
parámetros de la pobreza. No es posible especular con la orientación política
que se derivará de esta situación en el periodo electoral 2020-22; tampoco
pueden descartarse situaciones de tensión social e inestabilidad política como
las vividas en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, etcétera. La desafección
política y social hacia los políticos, los partidos y las instituciones es muy
alta.
La conclusión es clara: América Latina merece nuestra atención. No solo
por solidaridad, por proximidad emocional o por imperativo moral. También por intereses
geopolíticos y económicos. La creciente presencia china en la región, no solo
como principal mercado para la exportación latinoamericana, sino también como
inversor y constructor de grandes infraestructuras, es un reto para nosotros.
Al tiempo que EE. UU. pierde pie en América del Sur y algunas de nuestras
grandes compañías concentran en Europa y EE. UU. su expansión,
China, con su enorme potencial comercial y financiero, se
está asentando en muchos países latinoamericanos, aumentando así su influencia
política y económica. La provisión de material sanitario durante la pandemia ha
sido un buen exponente. Es verdad que las posibilidades de China para ayudar
financieramente a América Latina son menores que en anteriores ocasiones.
Su propio plan de recuperación económica absorberá gran
parte de las capacidades fiscales del país, y sus niveles de crecimiento, muy
inferiores al pasado, le privarán de otrora inigualables ofertas inversoras o
compradoras.
Por eso, y porque corresponde a nuestra asociación
política y estratégica con América Latina, Europa y España deben estructurar
una política de apoyo y de fortalecimiento de nuestras relaciones con la
región. La primera prueba de esta actitud es el apoyo político ante los
organismos financieros internacionales. El apoyo financiero externo es la única
solución para la mayoría de los países de la región. “Ascendidos” a la
categoría de países de renta media, la nueva clasificación los priva de ayudas
previstas para los países pobres (por debajo de 2.000 dólares de renta per
cápita) y sus limitaciones presupuestarias no les dan capacidad fiscal propia para
políticas de refuerzo de la protección social o de sus sistemas sanitarios, ni
para programas de sostenimiento y reactivación de los sistemas productivos o de
estímulo a la recuperación económica.
El programa más concreto y consistente para hacer frente
a estas necesidades lo lanzaron varios expresidentes y exgobernadores de bancos
centrales de varios países latinoamericanos, pidiendo al Fondo Monetario Internacional
(FMI) una nueva emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) de un billón de
dólares. En la misma línea, la solicitud se extiende a los bancos multilaterales
de desarrollo (Banco Mundial, CAF, Banco Interamericano de Desarrollo…) para
duplicar sus líneas de crédito en la región.
“No bastan las buenas palabras. Necesitamos un G20 con
poderes ejecutivos que pase a la acción”, decía el ex primer ministro
británico, Gordon Brown, al recordar el manifiesto suscrito por decenas de
jefes de Estado y de gobierno junto a destacadas figuras de la política
internacional, que reclamaban una acción coordinada y común frente al mayor
desafío de la humanidad en décadas. Desgraciadamente, los actuales dirigentes
del G20 (Arabia Saudí) y el Estados Unidos de Donald Trump hacen oídos sordos a
estas reclamaciones.
España trabaja con varios países de la región (notablemente
con los tres que pertenecen al G20, aunque no solo) para construir esta
cobertura financiera de las instituciones internacionales. Lo hizo también en
el seno del Consejo Europeo de junio para hacer fuerte la presión europea en
esta dirección. Hace falta también un plan de estímulo a la inversión y de
financiación de grandes infraestructuras regionales. La posibilidad de un
programa de los grandes bancos multilaterales de desarrollo, que incluya al
Banco Europeo de Inversiones, para financiar esas inversiones de empresas
europeas sería un buen paso. América Latina necesita recuperar la inversión
extranjera y formar parte de más cadenas de valor de subcontratación
globalizada.
Tanto las ayudas
financieras estatales como los programas de desarrollo deberían estar
condicionados a los objetivos estratégicos básicos en la región. El primero es
fortalecer los servicios públicos del Estado, mejorando el ingreso fiscal y combatiendo
la desigualdad social. El segundo, la creación de redes de integración regional
que unifiquen mercados regionales y favorezcan la armonización normativa supranacional.
El tercero, el fomento de una cultura de responsabilidad social de las
empresas, dentro de un plan regional por la sostenibilidad y el compromiso en
la lucha contra el cambio climático.
En ese contexto, las alianzas público-privadas pueden aportar
grandes beneficios a los Estados y a las empresas, en una estrategia de
compromiso-país muy necesaria en los países donde la dotación de bienes y
servicios públicos es deficiente.
Otra de las líneas de acción de España para fortalecer
nuestras relaciones con América Latina es aprobar y ratificar el acuerdo
negociado con Mercosur. Hacerlo en este segundo semestre de 2020, aprovechando
la presidencia alemana del Consejo, sería inteligente y positivo, y permitiría
la entrada en vigor del acuerdo comercial, previsiblemente, en enero de 2021.
En el mismo sentido, aprobar la renovación de nuestros Acuerdos con México y
Chile será otro gran paso en dirección.
España
mantiene tareas de colaboración y cooperación con América Latina en la etapa
post-Covid-19 que deben ser destacadas. El ministerio de Asuntos Exteriores,
Unión Europea y Cooperación ha creado espacios de diálogo para intercambiar
experiencias, investigaciones y expertos y generar redes de tecnologías sobre
mecanismos de protección social, desescalada, etcétera. A su vez, la Agencia
Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo ha rediseñado sus
programas para atender urgencias de los sistemas sanitarios y varios programas
de recuperación económica. Por último, cabe destacar el éxito de la conferencia
de donantes, organizada junto a la Comisión Europea, Canadá y Noruega a finales
de mayo, en favor de la emigración venezolana. La próxima cumbre
iberoamericana, quizá virtual, pero, en cualquier caso, importante, atenderá
con toda seguridad todos estos asuntos en la fase de recuperación económica
global después del Covid-19. Esperemos que los rebrotes de la pandemia no
impidan esa recuperación y que América Latina entre en una etapa de más
esperanza. ¿Hay razones para tenerla?
No es
ocioso recordar las enormes posibilidades que sigue ofreciendo este
subcontinente tan querido. Su demografía, casi tan joven como la de África, sus
recursos naturales, su biodiversidad, la alta cualificación educativa de la
población en la mayoría de sus países, la potencialidad de crecimiento de sus
consumos, la unificación lingüística, la dimensión regional de sus mercados…
Tantas cosas. Incluso, las oportunidades que ofrecen actualmente los precios
devaluados de compañías y propiedades en algunos de los más importantes países.
Pero
todas esas potencialidades solo explotarán en un contexto de estabilidad
política, de seguridad jurídica y de cohesión social. Hay que desterrar la
corrupción y la inseguridad ciudadana. Hay que vencer a las bandas armadas y al
narcotráfico. Hay que renovar el contrato social de ciudadanos y pode-res
públicos consolidando la democracia. Hay que crecer económicamente y
redistribuir. Hay que acabar con la pobreza y la evasión fiscal. Hay que fortalecer
el Estado y sus servicios públicos. Hay que integrar la región.
Europa
puede hacer más en América Latina de la mano de España, que debe reforzar su
papel avalada por la UE y en representación de la misma. Si se examinan uno a
uno los casos nacionales o los conflictos regionales latinoamericanos, se
descubre que, en la mayoría de ellos, la mediación política o la ayuda europea
puede ser decisiva. No hay tantos lugares en el mundo donde se den esas
circunstancias. Nuestra influencia, nuestro papel político no es tan nítido y
nuestra capacidad de actuar no es tan libre ni tan pacífica. Basta mirar al
Este (Rusia), Oriente Próximo o Turquía, el Mediterráneo y África. En casi ninguno
de estos complejos escenarios podemos actuar sin enormes costes económicos y
políticos, y nuestra acción no es decisiva por la mayor influencia de otros
agentes geopolíticos.
Europa
es el amigo fiel, diferente, de otros actores en la geopolítica latinoamericana.
Tenemos elementos cualitativos y convergencias recíprocas que nos hacen
diferente de EEUU, Rusia o China. Se trata pues de ejercer esa influencia, ese
peso político y económico en ayudar a la región, como por otra parte ya lo
hacemos en inversión y en cooperación.
UNA
ALIANZA ESTRATÉGICA FORTALECIDA
Una
de las tendencias sociales que surgirá de esta catástrofe que es la pandemia
del Covid-19 es la demanda de una mayor y mejor gobernanza de la globalización.
Esperemos que la tentación introspectiva, la mirada nacionalista no nos
confunda y nos haga manejar el futuro en el sentido contrario a la realidad.
Esperemos también que las demandas de más seguridad no alimenten populismos de
falsa seguridad. Deberíamos ser capaces de orientar los múltiples y confusos
sentimientos sociales que seguramente surgirán después de la pandemia hacia
demandas de democracias eficaces y no de autocracias tecnológicas, hacia
mayores compromisos internacionales y más eficientes acuerdos entre los agentes
globales, y no hacia cierres de fronteras o proteccionismos anacrónicos. En
definitiva, hacia un multilateralismo ordenado y eficiente, hacia una
colaboración internacional creciente y hacia un fortalecimiento de las
instancias supranacionales.
En este contexto, la alianza estratégica entre
Europa y América Latina adquiere todavía más relevancia e importancia. ¿Qué
persigue esta alianza? ¿Cuáles son sus objetivos? Antes que nada, hacer fuerte
nuestro peso común en los diferentes espacios internacionales. Hay toda una
serie de asuntos globales pendientes de gobernanza en los que nuestras
convergencias son casi idénticas, en particular la defensa del multilateralismo
como regla fundamental del orden mundial. En consecuencia, el fortalecimiento
de las grandes mesas políticas y económicas de gobernanza, incluidas las
instituciones creadas para ello, desde la Organización Mundial del Comercio a
la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), desde
las agencias de Naciones Unidas a la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Todo el entramado supranacional va a necesitar impulsos políticos
extraordinarios. La lucha contra el cambio climático, desde la base de los
acuerdos internacionales logrados (París 2015), sigue siendo otro asunto
prioritario. América Latina y la UE pueden y deben liderar ese camino en el
mundo. Europa es la región más avanzada en tecnologías y en políticas
favorables a la sostenibilidad, y América Latina, que alberga ecosistemas y
recursos naturales fundamentales para el planeta, es una de las regiones más
necesitadas en evitar las consecuencias de ese peligro.
Las democracias y el
Estado de Derecho, los derechos humanos y las libertades fundamentales son
bases esenciales de organización política y social de nuestras comunidades. Su
defensa y su mejora es otro gran reto del mundo, especialmente en un contexto
de crecimiento de las autocracias y los populismos. Nuestros esfuerzos por
renovar el contrato social son comunes, tanto en el interior de nuestras
naciones como fuera. No estamos, por desgracia, cerca de una “Constitución
planetaria”, cómo sugiere el profesor italiano Luigi Ferrajoli, pero hay que
avanzar en esa dirección.
El combate a la evasión fiscal y la colaboración
interestatal en la información y transparencia contra los paraísos fiscales y
la competencia desleal es otra de las causas pendientes de la gobernanza
global. El sufrimiento de las haciendas nacionales frente a la evasión y la
economía digital y globalizada es común en todo el mundo. Aumentan las
necesidades nacionales en el ámbito de la seguridad y en los servicios básicos
universales, pero el dinero huye a espacios opa-cos y oscuros. El dinero negro
aumenta y es fuente de delito y desprotección. En este ámbito, nuestra
colaboración responde a necesidades idénticas.
América Latina tiene tres países
en el G20 y junto a la UE sumamos un peso fundamental en ese y otros organismos
de gobernanza global. Lo mismo ocurre en Naciones Unidas y otros organismos
internacionales. Latinoamérica puede aumentar su peso internacional si vertebra
sus posiciones, y puede influir mucho más si las articula en alianzas puntuales
con Europa.
Después de la pandemia, habrá que replantear, una vez más, la
Iniciativa de Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC, en inglés) para reducir
o eliminar las deudas soberanas de países que, materialmente, no podrán atender
al mismo tiempo sus obligaciones de pago y las necesidades de su población.
¿Qué haremos nosotros, los europeos, ante esa demanda, incluidos los países de ingresos
medios en América Latina? La alianza estratégica impone también actitudes solidarias.
Europa deberá liderar la presión internacional en esa dirección, en el marco de
una redefinición de los marcos macroeconómicos en los que van a desenvolverse
los mercados y el capitalismo después de la pandemia.
Cuando se conozca la
tecnología para producir la vacuna contra el Covid-19, se producirá una fuerte
controversia internacional para su fabricación masiva universal. Se trata de un
derecho humano incuestionable y habrá que defender, en todos los foros, su
respeto y aplicación. Ente otras instancias, en la OMS, lamentablemente recién
abandonada por EE. UU.
Estos, entre otros muchos, son asuntos que explican y
justifican esta alianza entre la UE y América Latina. No es fácil girar la
mirada desde el este y el sur de la UE para divisar en el subcontinente
latinoamericano al aliado natural de su geopolítica, pero las ventajas de
hacerlo son evidentes. España debe seguir siendo esa puerta, esa punta de
lanza, esa vanguardia en una orientación estratégica clave. El alto
representante de la UE para la Política Exterior y la Seguridad Común, Josep
Borrell, es nuestro aliado.
Publicado en la Revista: Política Exterior, nº 196 Julio-Agosto 2020