Cambiar el capitalismo. Reformarlo, refundarlo, resetearlo… Hay un largo capítulo de buenos propósitos que se han incorporado en los últimos tiempos a la vieja tesis marxista de la lucha de clases y a las teorías revolucionarias del proletariado como agente principal de esa revolución pendiente. Vienen casi todos ellos de las posibilidades que nos ofrece la renovación cultural y conceptual de la empresa en el contexto de sus responsabilidades sociales para con su entorno, en el más amplio sentido. Y son consecuencia también de los graves efectos que la gran recesión económica (2008-2014) ha provocado en la sociedad: crecimiento de la desigualdad, empobrecimiento de las clases medias, devaluación sociolaboral, precarización, etc.
Lo cierto es que en el seno de las élites se está produciendo un serio debate sobre la sostenibilidad misma del capitalismo. A raíz de la declaración de los CEO americanos de la Business Roundtable de agosto pasado y en especial después de Davos 2020, esos debates han recobrado intensidad. En estas mismas páginas, Álvaro Cuadrado titulaba su preciosa y meritoria experiencia en el emprendimiento social con una sugerente idea: “No puedo cambiar el capitalismo pero puedo usar el capitalismo para cambiar el mundo”. Es quizá un poco pretenciosa pero recoge bien el sentido último y profundo de eso que venimos predicando desde hace casi veinte años en favor de lo que llamamos Responsabilidad Social Empresarial, luego Responsabilidad Social Corporativa y ahora, en esa reducción semántica tan frecuente hoy, llamada Sostenibilidad.
Aunque en mi juventud tuve pretensiones anticapitalistas y ejercí prácticas sindicales en esa dirección, creo que la economía de mercado no tiene alternativas sistémicas concretas. Otra cosa es que la política, el Estado, la democracia, tienen la obligación y el derecho por supuesto, de corregir sus efectos y de añadir el importante adjetivo de “social” a esa economía. Por eso, la socialdemocracia, aceptó y definió a la Economía de Mercado como una Economía Social y de Mercado.
En esa ecuación entre mercado y sociedad está el núcleo de la cosa. En la capacidad de intervención del Estado, es decir, del interés general en la regulación del mercado. Y es en esa ecuación en la que debe insertarse la cultura de la RSE o lo que Davos ha llamado “stakeholders capitalism”. No cambiaremos el capitalismo, ni lo domesticaremos, no haremos la revolución, pero intentaremos que las empresas contribuyan a un mundo mejor. ¿Es eso posible? Ese es el debate.
Tampoco creo que podamos cambiar el mundo, como dice Álvaro. Pero sí hacerlo un poco mejor, incorporando a esa tarea a un agente fundamental: las empresas. Lo hemos dicho mil veces: las empresas son poderosas pero vulnerables. Muchas de ellas tienen facturaciones superiores a los Estados, pero dependen de ellos. Manejan datos y algoritmos que definen al mercado, pero están en el disparadero de la red y ante los riesgos de la transparencia. Crean condiciones sociolaborales mejores o peores, pero solo atraerán talento si su clima laboral es óptimo y el talento es la condición inexcusable de competitividad en la economía digital. Influyen decisivamente en el medioambiente, pero solo serán aceptadas socialmente si entienden la demanda social de lucha contra el cambio climático. Contribuyen a las Haciendas nacionales con sus impuestos, pero serán objeto de la ira social si evaden o eluden pagar los impuestos que deben. Buscan reputación social en sus marcas comerciales, pero la perderán si su comportamiento social es reprobable.
Un amigo me dice que todo esto son palabras vacías. Que la voluntariedad es el sumidero por donde escapan las buenas intenciones. Que todo nuestro discurso se ha quedado en una acción social de marketing corporativo. Que solo la ley cambia comportamientos empresariales y que esto responde a otras lógicas políticas y a otras dialécticas sociales.
Es verdad solo en parte. Y yo le respondo: ¿dónde quedan las capacidades legales de los Estados en la globalización? ¿Cuál es el poder de los sindicatos en la dialéctica social del siglo XXI? ¿Dónde está la fuerza sindical en las oficinas de las ciudades que han sustituido a las viejas fábricas? No desprecio la ley ni la lucha sindical. Creo en ellas pero debemos ser conscientes de sus limitados poderes en un mundo lleno de cambios que transforman nuestras viejas capacidades. La globalización, la tecnología, la economía digital nos exigen nuevos instrumentos para alcanzar nuestros viejos sueños. En todo caso: ¿por qué rechazar la fuerza transformadora y reformista de la sostenibilidad?
Por otra parte, nadie puede negar que muchas leyes hoy son consecuencia directa del comportamiento voluntario que la RSE ha ido imponiendo en la práctica y que la ley ha recogido después. Piensen en la obligación de información no financiera, en las normas reguladoras de la financiación sostenible, en la presencia femenina en los consejos, en los convenios que incorporaron la conciliación familiar y profesional, los horarios laborales flexibles, la equiparación salarial… Todas ellas eran desconocidas hace 15 años y hoy son ley porque esas demandas sociales se han ido haciendo habituales desde la voluntariedad y desde una cultura exigente de la RSE.
No. Davos y la Business Rountable no son la panacea, pero han derrotado a la escuela de Chicago y al viejo principio del siglo pasado de que el beneficio era único y exclusivo fin de las empresas. No, el capitalismo no será derrotado, pero hasta EEUU ha añadido a los stakeholders, es decir, a las partes interesadas, es decir, a la sociedad a la ecuación social de las empresas. ¿Por qué despreciar este impulso?
No , no cambiaremos el mundo, pero lo haremos mejor incorporando a la empresa a esas tareas. Mi impresión es que estos movimientos intelectuales, filosóficos o sociales surgen porque algunos han descubierto ¡ya era hora! que no se puede disociar empresa y sociedad y que no es posible conjugar competitividad sin sostenibilidad.
Publicado en Diario Responsable.