Ninguno de los atentados que marcaron nuestra vida destrozó el sistema institucional y nos separó tanto del PNV como el asesinato de Fernando Buesa.
Vivimos muchos momentos dramáticos en los años del terror porque sufrimos el dolor de la muerte demasiadas veces. Pero ninguno de los cientos de atentados que marcaron nuestra vida tuvo la importancia política, el significado estratégico que acompañó al asesinato de Fernando Buesa y de su escolta Jorge Díez. Ninguno nos separó tanto del PNV. Ninguno destrozó tanto nuestro sistema institucional. Nunca como aquel febrero trágico de 2000 la política vasca estuvo más enfangada y rota en su larga lucha por la paz.
Recordemos. El PNV firmó en octubre de 1998 el Pacto de Estella y rompió el Pacto de Ajuria
Enea. Fue una tregua trampa, como la calificó con acierto el entonces ministro del Interior, Jaime
Mayor Oreja. El PNV creyó que podía traer la paz gestionando la autodeterminación y, a cambio
de aquella tregua, rompió el pacto de la democracia frente al terror y asumió las tesis políticas de los violentos. ETA les engañó y un año después de la tregua, rearmada y reorganizada, inició su ofensiva contra el PSOE y el PP, a quienes nos declaró enemigos del pueblo vasco y nos
condenó a la eliminación física, a la liquidación. El PNV había roto con los socialistas, había
abrazado la unidad abertzale y había puesto a Ibarretxe al frente de un proyecto de
autodeterminación, gobernando con el apoyo de Batasuna. Este era el contexto en el que se produjo el asesinato de Fernando Buesa.
Fernando era el portavoz parlamentario de la oposición y ETA mató al líder de la oposición de
aquel Gobierno y de aquel proyecto. Recordarlo ahora sigue provocando estupor. Si lo
aplicáramos a cualquier país remoto nos parecería primario, incivil, brutal. Pero nos ocurrió a
nosotros y estremece pensar en aquella sociedad dividida y encendida por pasiones
contrapuestas y en aquella política sectaria hasta la inhumanidad. Desgraciadamente aquella
ofensiva solo acababa de iniciarse. Más tarde vinieron Juan Mari Jáuregui, Recalde, la cúpula del
PP en el cementerio de Zarauz o Ernest Lluch. Y tantos concejales del PP y del PSOE aquí y allá.
Pero los graves efectos políticos vinieron después. El PNV, consciente de la gravedad de la
situación, no reaccionó como debía. Lo ético, lo políticamente necesario, era romper con sus
apoyos y volver a la unidad democrática contra ETA. No solo por solidaridad con la víctima y con
su partido, sino porque habían sido engañados miserablemente por los terroristas. Hay momentos
en la política, como en la vida, en los que es necesario rectificar. Admitir que nos hemos
equivocado y corregir el rumbo. En la política actual hay un buen ejemplo de la grandeza humana
del reconocimiento del error. La CDU alemana lo ha hecho en Turingia después de elegir
presidente de ese ‘land’ al liberal Kemmerich juntando sus votos a la ultraderecha. La disculpa de
Merkel ha sido un ejemplo de actitud ética, de defensa de lo común y de la democracia frente al interés partidista por la ostentación del poder.
El PNV debió reconocer aquellos días que no era posible gobernar con quienes apoyaban el
asesinato del jefe de su oposición. Era una base ética inviolable. Pero no lo hizo. Temeroso del
momento, transformó su angustia en orgullo partidista. Se aferraron al poder, se envolvieron en
su bandera, se hicieron las víctimas y blindaron a su lehendakari convocando una
contramanifestación y gritando «¡Ari, Ari, lehendakari». Fue patético. Ya lo vimos en la
gestualidad previa. La frialdad de Xabier Arzalluz en la capilla ardiente, la falta de sintonía para
organizar las manifestaciones de condena… Fue penoso. El encendido discurso de Javier Rojo
en la plaza de la Virgen Blanca de Vitoria fue el colofón de una ruptura sentimental, humana y
política, después de años de entendimiento y de pacto entre nacionalistas y socialistas.
El examen retrospectivo a aquellos trágicos días y aquella grave ruptura nos permite extraer una
lección que ilustra también nuestro relato post-ETA. No, la solución nunca estuvo en asumir el
ideario político del terror, sino en derrotar la idea de que la violencia era un medio necesario para
conseguirlo. El plan Ibarretxe y antes los firmantes del Pacto de Estella pretendían convencer a
ETA de que no hacía falta la violencia porque la unidad nacionalista traería la autodeterminación,
sin comprender que los estrategas de ETA jamás pondrían en sus manos la gestión de su historia
y olvidando que la asimilación de sus objetivos políticos estimulaba la continuidad de su violencia.
La realidad fue que la firmeza y la unidad democráticas nos llevaron a la victoria. Firmamos un
pacto con el Gobierno, el pacto antiterrorista, para que la unidad fortaleciera la democracia. Les
ilegalizamos y con la ley perseguimos la estructura política y social que acompañaba su violencia.
La Policía los desarticuló. El resto ya es conocido. Ese fue el camino.
Publicado en El Correo, 22/02/2020