22 de febrero de 2020

Imposible olvidar.

El recuerdo de las víctimas es necesario para que el único relato de la verdad de lo que pasó no se pierda ni se manipule. Por eso también, olvidar es imposible. 

El asesinato de Fernando Buesa nos descabezó. El socialismo alavés quedó huérfano de un líder que lo fue todo en la política alavesa y que lo era todo en el socialismo vasco. Fue una víctima muy bien buscada. Parecida a Enrique Casas, al que mataron en San Sebastián quince años antes, descabezando también el socialismo guipuzcoano. No había consuelo en aquellos trágicos momentos. Todo era dolor y drama. Incluso desesperanza. Demasiadas veces, en momentos como aquellos, pensábamos que aquella tragedia no acabaría nunca

Recuerdo bien aquella tarde. La sede del partido con los compañeros hundidos, llorando por las esquinas de despachos y pasillos. Los abrazos, los pésames, las visitas de unos y otros, las llamadas, los planes de reacción... Recuerdo bien que acompañé a Jaime Mayor, entonces ministro de Interior, a casa de Fernando. Nuestra conversación —serena a pesar de todo— con Nati, su viuda, nuestras condolencias a sus hijos... imposible olvidar. 

Pero es más importante recordar el contexto histórico y el significado político de aquel atentado, porque explica mejor lo ocurrido unas horas después y sobre todo, porque el final de la violencia, diez años después, se cimentó, en parte, en la estrategia de firmeza y de unidad democrática que empezó a gestarse a raíz de aquel atentado.

Dirigentes políticos del PP y del PSE, concejales, militantes, jueces, además de policías y guardias, fueron los principales objetivos de ETA.

 Veníamos de una tregua iniciada en octubre de 1998, que Mayor Oreja calificó de trampa, con razón, y que ETA rompió en enero de 2000, asesinando en Madrid al teniente coronel Blanco en enero de ese año y a Fernando y a su escolta Jorge Díez, en febrero. Luego vendrían muchos más. Dirigentes políticos del PP y del PSE, concejales, militantes, jueces, además de policías y guardias, fueron sus principales objetivos. ETA había decidido eliminarnos físicamente, a los dos partidos que obstaculizábamos su proyecto totalitario.

La tregua fue consecuencia del Pacto de Estella, un acuerdo político por el que el nacionalismo abrazaba el camino de la autodeterminación y la unidad abertzale. El PNV rompió así diez años de alianza política con el PSE, liquidó el Pacto de Ajuria Enea, el de la unidad de los demócratas y prometió a ETA la defensa política de la independencia a cambio de la paz. Quiero creer que lo hizo de buena fe. Pero ETA les engañó.

El asesinato de Fernando Buesa fue un golpe político brutal a esa estrategia porque Ibarretxe gobernaba con el apoyo de Batasuna, el brazo político de los asesinos, y Fernando era el jefe parlamentario de la oposición a ese Gobierno y a ese proyecto. La ruptura se añadió a la tragedia y la sociedad vasca vivió la tarde de aquel sábado en Vitoria la más cruda expresión de su propia fractura. Unos, llorando de rabia y gritando "ETA asesina" y otros cegados por su error, gritando "Ari, Ari, lendakari".

La otra gran lección de aquellos hechos y de aquel contexto, fue que al terror había que derrotarlo, no aplacarlo con concesiones o promesas políticas.

 En el verano de aquel año, Rodríguez Zapatero secretario general del PSOE, propuso a Aznar, presidente entonces con mayoría absoluta, un pacto antiterrorista para hacer fuerte la democracia, para resistir con unidad y firmeza el ataque contra la democracia.

Más tarde, esta vez a propuesta del Gobierno, aceptamos hacer una ley para ilegalizar el entorno político y social de la violencia. Los jueces les persiguieron. La Policía les derrotó operativamente. Finalmente les ganamos y fue un final feliz.

El recuerdo de las víctimas es necesario para que el único relato de la verdad de lo que pasó no se pierda ni se manipule. Por eso, también, olvidar es imposible.

Han pasado nueve años desde que la violencia acabó y la democracia ganó. Limpiamente, sin concesiones, con justicia. Para siempre 

Pero ¡atención! Han pasado nueve años desde que la violencia acabó y la democracia ganó. Totalmente, limpiamente, sin concesiones, con justicia. Plenamente. Para siempre. No olvidemos tampoco esto ni lo pongamos en duda. Entre otras cosas, para poder decir con orgullo a las víctimas y a sus deudos que murieron por defender unos valores, unas ideas, un sistema que finalmente venció el asalto del terror y logró la paz por la que ellos lucharon.

Publicado en EL Confidencial, 22/02/2020 

Tragedia y ruptura.

Ninguno de los atentados que marcaron nuestra vida destrozó el sistema institucional y nos separó tanto del PNV como el asesinato de Fernando Buesa.

 Vivimos muchos momentos dramáticos en los años del terror porque sufrimos el dolor de la muerte demasiadas veces. Pero ninguno de los cientos de atentados que marcaron nuestra vida tuvo la importancia política, el significado estratégico que acompañó al asesinato de Fernando Buesa y de su escolta Jorge Díez. Ninguno nos separó tanto del PNV. Ninguno destrozó tanto nuestro sistema institucional. Nunca como aquel febrero trágico de 2000 la política vasca estuvo más enfangada y rota en su larga lucha por la paz. 

Recordemos. El PNV firmó en octubre de 1998 el Pacto de Estella y rompió el Pacto de Ajuria Enea. Fue una tregua trampa, como la calificó con acierto el entonces ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja. El PNV creyó que podía traer la paz gestionando la autodeterminación y, a cambio de aquella tregua, rompió el pacto de la democracia frente al terror y asumió las tesis políticas de los violentos. ETA les engañó y un año después de la tregua, rearmada y reorganizada, inició su ofensiva contra el PSOE y el PP, a quienes nos declaró enemigos del pueblo vasco y nos condenó a la eliminación física, a la liquidación. El PNV había roto con los socialistas, había abrazado la unidad abertzale y había puesto a Ibarretxe al frente de un proyecto de autodeterminación, gobernando con el apoyo de Batasuna. Este era el contexto en el que se produjo el asesinato de Fernando Buesa. 

Fernando era el portavoz parlamentario de la oposición y ETA mató al líder de la oposición de aquel Gobierno y de aquel proyecto. Recordarlo ahora sigue provocando estupor. Si lo aplicáramos a cualquier país remoto nos parecería primario, incivil, brutal. Pero nos ocurrió a nosotros y estremece pensar en aquella sociedad dividida y encendida por pasiones contrapuestas y en aquella política sectaria hasta la inhumanidad. Desgraciadamente aquella ofensiva solo acababa de iniciarse. Más tarde vinieron Juan Mari Jáuregui, Recalde, la cúpula del PP en el cementerio de Zarauz o Ernest Lluch. Y tantos concejales del PP y del PSOE aquí y allá. 
Pero los graves efectos políticos vinieron después. El PNV, consciente de la gravedad de la situación, no reaccionó como debía. Lo ético, lo políticamente necesario, era romper con sus apoyos y volver a la unidad democrática contra ETA. No solo por solidaridad con la víctima y con su partido, sino porque habían sido engañados miserablemente por los terroristas. Hay momentos en la política, como en la vida, en los que es necesario rectificar. Admitir que nos hemos equivocado y corregir el rumbo. En la política actual hay un buen ejemplo de la grandeza humana del reconocimiento del error. La CDU alemana lo ha hecho en Turingia después de elegir presidente de ese ‘land’ al liberal Kemmerich juntando sus votos a la ultraderecha. La disculpa de Merkel ha sido un ejemplo de actitud ética, de defensa de lo común y de la democracia frente al interés partidista por la ostentación del poder.
 El PNV debió reconocer aquellos días que no era posible gobernar con quienes apoyaban el asesinato del jefe de su oposición. Era una base ética inviolable. Pero no lo hizo. Temeroso del momento, transformó su angustia en orgullo partidista. Se aferraron al poder, se envolvieron en su bandera, se hicieron las víctimas y blindaron a su lehendakari convocando una contramanifestación y gritando «¡Ari, Ari, lehendakari». Fue patético. Ya lo vimos en la gestualidad previa. La frialdad de Xabier Arzalluz en la capilla ardiente, la falta de sintonía para organizar las manifestaciones de condena… Fue penoso. El encendido discurso de Javier Rojo en la plaza de la Virgen Blanca de Vitoria fue el colofón de una ruptura sentimental, humana y política, después de años de entendimiento y de pacto entre nacionalistas y socialistas. 

El examen retrospectivo a aquellos trágicos días y aquella grave ruptura nos permite extraer una lección que ilustra también nuestro relato post-ETA. No, la solución nunca estuvo en asumir el ideario político del terror, sino en derrotar la idea de que la violencia era un medio necesario para conseguirlo. El plan Ibarretxe y antes los firmantes del Pacto de Estella pretendían convencer a ETA de que no hacía falta la violencia porque la unidad nacionalista traería la autodeterminación, sin comprender que los estrategas de ETA jamás pondrían en sus manos la gestión de su historia y olvidando que la asimilación de sus objetivos políticos estimulaba la continuidad de su violencia. 

La realidad fue que la firmeza y la unidad democráticas nos llevaron a la victoria. Firmamos un pacto con el Gobierno, el pacto antiterrorista, para que la unidad fortaleciera la democracia. Les ilegalizamos y con la ley perseguimos la estructura política y social que acompañaba su violencia. La Policía los desarticuló. El resto ya es conocido. Ese fue el camino.

Publicado en El Correo, 22/02/2020

14 de febrero de 2020

América Latina, viejos problemas agravados.

Es sabido que América Latina sufre de viejos problemas estructurales que lastran la vida política y la economía de la región. Entre ellos se citan la desigualdad, la debilidad de los estados en la prestación de bienes y servicios públicos, la falta de productividad de su aparato productivo, la ausencia de organismos de integración regional, la desconfianza social en las instituciones políticas o la conflictividad democrática de varios países del subcontinente. Lo que no es tan frecuente es analizar la peligrosa acentuación y agravamiento de esos viejos problemas, de esos fracasos colectivos. 
1) La fractura interna no para de crecer.- La creación del Grupo de Lima en 2016 en relación a la crisis venezolana dividió la región por la mitad. La cumbre UE-Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) prevista para ese año en San Salvador quedó suspendida por ese motivo y nadie sabe cuándo se reanudará. A la reunión de Celac en México de los ministros de Asuntos Exteriores, convocada por este país como nueva Presidencia pro tempore después de Bolivia, no ha acudido Brasil. Peor aún, éste acaba de comunicar oficialmente que suspende su participación en este organismo; una forma diplomática de decir que la abandona. Y si queda en suspenso, ¿con quién mantendrá la Unión Europea su alianza estratégica?

La Alianza del Pacífico, siempre citada como la organización más funcional y eficiente, opera hacia el exterior pero no avanza en la homologación de sus mercados para construir un espacio económico común. Unasur no funciona, Prosur no nació (y casi mejor, dado el sesgo ideológico antagónico que le dieron) y el Alba casi ni existe.

México y Brasil viven de espaldas y no hay liderazgo alguno en la zona. Bastante tienen unos y otros con sus problemas internos como para ofrecerse o pretender ser pacificadores o mediadores de las divisiones regionales.

Se ha dicho, con razón, que América Latina boxea en niveles inferiores a su peso y a su potencia en las lonas internacionales por falta de integración regional. Es verdad, y me temo que así seguirá siendo si no cambian estas tendencias agravadas.

2) Su economía está estancada.- Desde 2014, el crecimiento es mínimo y el contexto internacional no es favorable. La guerra comercial-tecnológica entre EE.UU. y China, las sanciones norteamericanas a los movimientos monetarios de Brasil y Argentina y el desplazamiento productivo y comercial a Asia muestran un cuadro preocupante sobre una región que está perdiendo atractivo inversor por la inseguridad jurídica derivada de su inestabilidad política. Algunas decisiones de grandes compañías internacionales corroboran que este riesgo desinversor no es especulativo. A excepción de Brasil, México, Chile, Colombia y poco más, la región corre el riesgo de ser sólo productora de commodities y esto, en tiempos de precios bajos, acentúa el estancamiento.

3) Nuevos conflictos sociales muestran una peligrosa inestabilidad institucional y política.- Son nuevas clases medias, empoderadas por la tecnología y la ciudad, las que protestan contra la falta de servicios o contra el coste del transporte urbano o el precio del gasoil. Son trabajadores mal pagados y sin cobertura social, en un estado precario aumentado por la informalidad de la economía. Son ciudadanos hartos de una clase política nada ejemplar, que muestran una desconfianza institucional alarmante. Son tensiones políticas internas por causas propias de cada Estado, que estallan de pronto y nos devuelven a periodos que creíamos olvidados. Lo cierto es que Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia, Perú ofrecen así un cuadro internacional inestable, que sume a la región en una conflictiva imagen de tensiones sociales y políticas poco atractivas para el comercio y, sobre todo, para la inversión.

A su vez, Venezuela y Nicaragua se enquistan en su bloqueo democrático y nadie ve salida a esas dictaduras. La estrategia de Estados Unidos y del Grupo de Lima no prospera, el grupo de contacto europeo no conecta y hasta Noruega pierde la esperanza de una negociación pacífica y democrática. Cuatro millones de venezolanos se marchan, generando una catástrofe humanitaria en el país y en la región, especialmente en Colombia Perú y Ecuador. Y, sin embargo, la salida democrática de Venezuela es clave no sólo para sus ciudadanos, sino para toda la zona y el mundo entero.

Está descripción un poco provocadora por su negativismo se ha ido haciendo presente y se ha manifestado así en los últimos meses de 2019 con la concatenación de acontecimientos en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Venezuela, pero convive con los cambios políticos de la región en un periodo electoral muy intenso (2017-2019). De los unos y de los otros se desprende el avance neoliberal en el sur a excepción de Argentina, la reacción y las protestas sociales descritas cuyo desenlace sigue pendiente, especialmente del referéndum constitucional en Chile y la salida democrática en Bolivia de las elecciones de mayo. Unidos a la incertidumbre macroeconómica de Argentina y a la tensión ideológica con Brasil, el panorama latinoamericano es demasiado incierto.

Afortunadamente, como suele repetir la secretaria general de la Segib, Rebeca Grynspan, la política institucional y democrática sigue siendo el único cauce en el que se expresan las ciudadanías de esos países. Argentina fue el ejemplo más notable porque una alternancia tan compleja se realizó de manera impecable.

Confiemos en que así siga siendo, pero hay que estabilizar política y socialmente América Latina. Europa debe ayudar haciéndose más presente y más activa en la región. Ayudando a Cuba a salir de su encrucijada económica y social; ofreciéndose como mediadora en el bloqueo democrático de Venezuela y Nicaragua; intensificando su colaboración y cooperación económica en el fortalecimiento del Estado de Derecho y de las instituciones democráticas; aprobando Mercosur y desarrollando su comercio en todo el continente en virtud de sus múltiples acuerdos comerciales y de asociación; recuperando la cumbre UE-Celac lo más pronto posible, de acuerdo con México y aunque sea sin Brasil. En definitiva, haciendo visible su convencimiento de que América Latina es un amigo fiel y un socio estratégico clave en la defensa del multilateralismo, el comercio internacional pactado, en la lucha contra el cambio climático, en la defensa de la democracia y el Estado de Derecho.

Publicado en Agenda Pública, El País. 14/02/2020 

10 de febrero de 2020

Nuevos impulsos a la RSE

Cambiar el capitalismo. Reformarlo, refundarlo, resetearlo… Hay un largo capítulo de buenos propósitos que se han incorporado en los últimos tiempos a la vieja tesis marxista de la lucha de clases y a las teorías revolucionarias del proletariado como agente principal de esa revolución pendiente. Vienen casi todos ellos de las posibilidades que nos ofrece la renovación cultural y conceptual de la empresa en el contexto de sus responsabilidades sociales para con su entorno, en el más amplio sentido. Y son consecuencia también de los graves efectos que la gran recesión económica (2008-2014) ha provocado en la sociedad: crecimiento de la desigualdad, empobrecimiento de las clases medias, devaluación sociolaboral, precarización, etc.

Lo cierto es que en el seno de las élites se está produciendo un serio debate sobre la sostenibilidad misma del capitalismo. A raíz de la declaración de los CEO americanos de la Business Roundtable de agosto pasado y en especial después de Davos 2020, esos debates han recobrado intensidad. En estas mismas páginas, Álvaro Cuadrado titulaba su preciosa y meritoria experiencia en el emprendimiento social con una sugerente idea: “No puedo cambiar el capitalismo pero puedo usar el capitalismo para cambiar el mundo”. Es quizá un poco pretenciosa pero recoge bien el sentido último y profundo de eso que venimos predicando desde hace casi veinte años en favor de lo que llamamos Responsabilidad Social Empresarial, luego Responsabilidad Social Corporativa y ahora, en esa reducción semántica tan frecuente hoy, llamada Sostenibilidad.

Aunque en mi juventud tuve pretensiones anticapitalistas y ejercí prácticas sindicales en esa dirección, creo que la economía de mercado no tiene alternativas sistémicas concretas. Otra cosa es que la política, el Estado, la democracia, tienen la obligación y el derecho por supuesto, de corregir sus efectos y de añadir el importante adjetivo de “social” a esa economía. Por eso, la socialdemocracia, aceptó y definió a la Economía de Mercado como una Economía Social y de Mercado.

En esa ecuación entre mercado y sociedad está el núcleo de la cosa. En la capacidad de intervención del Estado, es decir, del interés general en la regulación del mercado. Y es en esa ecuación en la que debe insertarse la cultura de la RSE o lo que Davos ha llamado “stakeholders capitalism”. No cambiaremos el capitalismo, ni lo domesticaremos, no haremos la revolución, pero intentaremos que las empresas contribuyan a un mundo mejor. ¿Es eso posible? Ese es el debate.

Tampoco creo que podamos cambiar el mundo, como dice Álvaro. Pero sí hacerlo un poco mejor, incorporando a esa tarea a un agente fundamental: las empresas. Lo hemos dicho mil veces: las empresas son poderosas pero vulnerables. Muchas de ellas tienen facturaciones superiores a los Estados, pero dependen de ellos. Manejan datos y algoritmos que definen al mercado, pero están en el disparadero de la red y ante los riesgos de la transparencia. Crean condiciones sociolaborales mejores o peores, pero solo atraerán talento si su clima laboral es óptimo y el talento es la condición inexcusable de competitividad en la economía digital. Influyen decisivamente en el medioambiente, pero solo serán aceptadas socialmente si entienden la demanda social de lucha contra el cambio climático. Contribuyen a las Haciendas nacionales con sus impuestos, pero serán objeto de la ira social si evaden o eluden pagar los impuestos que deben. Buscan reputación social en sus marcas comerciales, pero la perderán si su comportamiento social es reprobable.

Un amigo me dice que todo esto son palabras vacías. Que la voluntariedad es el sumidero por donde escapan las buenas intenciones. Que todo nuestro discurso se ha quedado en una acción social de marketing corporativo. Que solo la ley cambia comportamientos empresariales y que esto responde a otras lógicas políticas y a otras dialécticas sociales.

Es verdad solo en parte. Y yo le respondo: ¿dónde quedan las capacidades legales de los Estados en la globalización? ¿Cuál es el poder de los sindicatos en la dialéctica social del siglo XXI? ¿Dónde está la fuerza sindical en las oficinas de las ciudades que han sustituido a las viejas fábricas? No desprecio la ley ni la lucha sindical. Creo en ellas pero debemos ser conscientes de sus limitados poderes en un mundo lleno de cambios que transforman nuestras viejas capacidades. La globalización, la tecnología, la economía digital nos exigen nuevos instrumentos para alcanzar nuestros viejos sueños. En todo caso: ¿por qué rechazar la fuerza transformadora y reformista de la sostenibilidad?

Por otra parte, nadie puede negar que muchas leyes hoy son consecuencia directa del comportamiento voluntario que la RSE ha ido imponiendo en la práctica y que la ley ha recogido después. Piensen en la obligación de información no financiera, en las normas reguladoras de la financiación sostenible, en la presencia femenina en los consejos, en los convenios que incorporaron la conciliación familiar y profesional, los horarios laborales flexibles, la equiparación salarial… Todas ellas eran desconocidas hace 15 años y hoy son ley porque esas demandas sociales se han ido haciendo habituales desde la voluntariedad y desde una cultura exigente de la RSE.

No. Davos y la Business Rountable no son la panacea, pero han derrotado a la escuela de Chicago y al viejo principio del siglo pasado de que el beneficio era único y exclusivo fin de las empresas. No, el capitalismo no será derrotado, pero hasta EEUU ha añadido a los stakeholders, es decir, a las partes interesadas, es decir, a la sociedad a la ecuación social de las empresas. ¿Por qué despreciar este impulso?

No , no cambiaremos el mundo, pero lo haremos mejor incorporando a la empresa a esas tareas. Mi impresión es que estos movimientos intelectuales, filosóficos o sociales surgen porque algunos han descubierto ¡ya era hora! que no se puede disociar empresa y sociedad y que no es posible conjugar competitividad sin sostenibilidad.

Publicado en Diario Responsable.