Europa está llena de paradojas. Hemos sido protagonistas de lo peor y lo mejor. Europa fue escenario de las guerras más brutales y de las persecuciones humanas más crueles, y sobre ese recuerdo cargado de potencia moral hemos sido capaces de construir la más grande y poderosa unión supranacional que han conocido el mundo y la historia. La más formidable unión política sobre la diversidad de lenguas, culturas, naciones, identidades de 28 estados con sus respectivas historias y memorias de antagonismos bélicos recientes.
En los 50 años que transcurren desde el Tratado de Roma (1957-2007), Europa ha hecho un recorrido extraordinario y ha construido una unión económica y monetaria en un mercado único de enorme potencia para el mundo global del siglo XXI. Pero en cinco años de crisis económica, en la tormenta perfecta de 2008 a 2013, los riesgos sistémicos del euro han puesto Europa al borde del abismo, literalmente al borde de disolver este proyecto histórico.
Tercera paradoja: con frecuencia, describimos con todo lujo de detalles los males europeos. Nuestros problemas de gobernanza, nuestras debilidades externas, nuestras dificultades de competencia contra el 'dumping' social y medioambiental del resto del mundo, etc. Así lo hacía, por ejemplo, el informe que elaboraron un grupo de sabios presididos por Felipe González en 2010, señalando gravísimos problemas de competitividad de Europa, mirando nuestra demografía, nuestra dependencia energética, el reto tecnológico USA, el grado de inversión en I+D+i, etc.
Pero con frecuencia también, olvidamos que casi todo el mundo aspira a ser como nosotros. A alcanzar un modelo social y democrático como el que hemos construido en Europa con un Estado del bienestar que recauda en torno al 40% el PIB para garantizar pensiones, educación, sanidad y servicios básicos, y un Estado de derecho que asegura derechos individuales y libertades básicas en democracias avanzadas, aunque, claro, siempre imperfectas.
Las paradojas que me preocupan hoy son las que resultan de un día a día europeo lastrado por las exigencias del pragmatismo o por la falta de ambición en los dirigentes europeos o en los protagonismos nacionales y nacionalistas que nos rodean.
Veamos el primer ejemplo. El delicado tema del acuerdo nuclear con Irán del que acaba de salir EEUU. Todos recordamos el importante papel jugado por la alta representante europea, Federica Mogherini, en aquellas negociaciones multilaterales. Personalmente, recuerdo muy bien las fotografías de aquellas reuniones con todas las potencias del mundo en una mesa, muchas veces presididas por la señora Mogherini. Eran evidentes el respeto y el afecto que mostraba Irán por Europa y el protagonismo dado a la alta representante.
Allí estaba Europa. ¿Dónde la han dejado Merkel y Macron en sus viajes a EEUU para evitar la ruptura americana? Europa ha sido humillada una vez más por este presidente antieuropeo, pero a esa humillación hay que añadir el desprecio que Francia y Alemania han hecho de nuestra vicepresidenta y alta representante para la Política Exterior europea.
La semana pasada compareció ante el Parlamento Europeo el primer ministro belga, Charles Michel. En el turno de debate, tuve la ocasión de preguntarle sobre la colaboración europea en materia antiterrorista. Su respuesta fue vaga, a pesar de tratarse de un país que estuvo en el punto de mira de críticas durísimas —y en mi opinión justas— por los fallos en seguridad y coordinación en los atentados de París y más tarde en Bruselas. La paradoja es que habiendo sido constatado que las ciudades europeas sufren desde hace más de 10 años los ataque de una misma estructura terrorista, hemos sido incapaces de crear todavía una unidad europea de análisis y de inteligencia antiterrorista que ponga en común las informaciones de los servicios policiales nacionales. La necesidad de esta coordinación, a la vista de las experiencias sufridas, está fuera de toda duda, pero las resistencias nacionales a ceder competencia en seguridad interior y los corporativismos policiales de los diferentes servicios a compartir la información, impiden avanzar en una integración imprescindible para una seguridad mayor.
La tercera y última, por ahora, de las paradojas europeas nos la acaba de proporcionar la Comisión Europea con su proyecto de marco financiero para el periodo 2020-2027. Como ustedes pueden imaginar, estamos hablando de dinero, de aportaciones de los estados, de ingresos y gastos, de planes de futuro de la Unión, de inversiones, de prioridades, del peso económico y político de la Unión, de su futuro, al fin. Y aquí nos desnudamos todos, porque la retirada del Reino Unido nos plantea un choque de entre 12.000 y 14.000 millones de euros menos en los ingresos y nadie quiere reducir las tradicionales partidas del presupuesto europeo.
Pues bien, la Comisión, consciente de que en el Consejo varios países vetarán cualquier incremento de las aportaciones, ha hecho una propuesta tan continuista y tan limitada que resultará muy difícil abordar las grandes urgencias que definen una Europa ambiciosa para la próxima década: inmigración, seguridad y defensa, I+D+i, agenda digital, etc. Una pena.
Hay, por supuesto, otras noticias. Hay, por supuesto, discursos europeístas de Macron en Aquisgrán recibiendo el premio Carlomagno, que animan a Europa a combatir los populismos nacionalistas. Pero no son suficientes. Hacen falta hechos. No solo palabras.
En los 50 años que transcurren desde el Tratado de Roma (1957-2007), Europa ha hecho un recorrido extraordinario y ha construido una unión económica y monetaria en un mercado único de enorme potencia para el mundo global del siglo XXI. Pero en cinco años de crisis económica, en la tormenta perfecta de 2008 a 2013, los riesgos sistémicos del euro han puesto Europa al borde del abismo, literalmente al borde de disolver este proyecto histórico.
Tercera paradoja: con frecuencia, describimos con todo lujo de detalles los males europeos. Nuestros problemas de gobernanza, nuestras debilidades externas, nuestras dificultades de competencia contra el 'dumping' social y medioambiental del resto del mundo, etc. Así lo hacía, por ejemplo, el informe que elaboraron un grupo de sabios presididos por Felipe González en 2010, señalando gravísimos problemas de competitividad de Europa, mirando nuestra demografía, nuestra dependencia energética, el reto tecnológico USA, el grado de inversión en I+D+i, etc.
Pero con frecuencia también, olvidamos que casi todo el mundo aspira a ser como nosotros. A alcanzar un modelo social y democrático como el que hemos construido en Europa con un Estado del bienestar que recauda en torno al 40% el PIB para garantizar pensiones, educación, sanidad y servicios básicos, y un Estado de derecho que asegura derechos individuales y libertades básicas en democracias avanzadas, aunque, claro, siempre imperfectas.
Las paradojas que me preocupan hoy son las que resultan de un día a día europeo lastrado por las exigencias del pragmatismo o por la falta de ambición en los dirigentes europeos o en los protagonismos nacionales y nacionalistas que nos rodean.
Veamos el primer ejemplo. El delicado tema del acuerdo nuclear con Irán del que acaba de salir EEUU. Todos recordamos el importante papel jugado por la alta representante europea, Federica Mogherini, en aquellas negociaciones multilaterales. Personalmente, recuerdo muy bien las fotografías de aquellas reuniones con todas las potencias del mundo en una mesa, muchas veces presididas por la señora Mogherini. Eran evidentes el respeto y el afecto que mostraba Irán por Europa y el protagonismo dado a la alta representante.
Allí estaba Europa. ¿Dónde la han dejado Merkel y Macron en sus viajes a EEUU para evitar la ruptura americana? Europa ha sido humillada una vez más por este presidente antieuropeo, pero a esa humillación hay que añadir el desprecio que Francia y Alemania han hecho de nuestra vicepresidenta y alta representante para la Política Exterior europea.
La semana pasada compareció ante el Parlamento Europeo el primer ministro belga, Charles Michel. En el turno de debate, tuve la ocasión de preguntarle sobre la colaboración europea en materia antiterrorista. Su respuesta fue vaga, a pesar de tratarse de un país que estuvo en el punto de mira de críticas durísimas —y en mi opinión justas— por los fallos en seguridad y coordinación en los atentados de París y más tarde en Bruselas. La paradoja es que habiendo sido constatado que las ciudades europeas sufren desde hace más de 10 años los ataque de una misma estructura terrorista, hemos sido incapaces de crear todavía una unidad europea de análisis y de inteligencia antiterrorista que ponga en común las informaciones de los servicios policiales nacionales. La necesidad de esta coordinación, a la vista de las experiencias sufridas, está fuera de toda duda, pero las resistencias nacionales a ceder competencia en seguridad interior y los corporativismos policiales de los diferentes servicios a compartir la información, impiden avanzar en una integración imprescindible para una seguridad mayor.
La tercera y última, por ahora, de las paradojas europeas nos la acaba de proporcionar la Comisión Europea con su proyecto de marco financiero para el periodo 2020-2027. Como ustedes pueden imaginar, estamos hablando de dinero, de aportaciones de los estados, de ingresos y gastos, de planes de futuro de la Unión, de inversiones, de prioridades, del peso económico y político de la Unión, de su futuro, al fin. Y aquí nos desnudamos todos, porque la retirada del Reino Unido nos plantea un choque de entre 12.000 y 14.000 millones de euros menos en los ingresos y nadie quiere reducir las tradicionales partidas del presupuesto europeo.
Pues bien, la Comisión, consciente de que en el Consejo varios países vetarán cualquier incremento de las aportaciones, ha hecho una propuesta tan continuista y tan limitada que resultará muy difícil abordar las grandes urgencias que definen una Europa ambiciosa para la próxima década: inmigración, seguridad y defensa, I+D+i, agenda digital, etc. Una pena.
Hay, por supuesto, otras noticias. Hay, por supuesto, discursos europeístas de Macron en Aquisgrán recibiendo el premio Carlomagno, que animan a Europa a combatir los populismos nacionalistas. Pero no son suficientes. Hacen falta hechos. No solo palabras.
Publicado en El Confidencial, 18/05/2018