"Nadie había calculado las consecuencias legales, personales, económicas y políticas de la realización del referéndum contra toda la legalidad."
De todo lo que está ocurriendo en Cataluña el nacionalismo vasco y los vascos en general deberíamos extraer enseñanzas políticas imprescindibles. La primera y más importante: la independencia, esa especie de ensoñación ‘naïve’ que nos proponen los nacionalistas, es además de imposible, enormemente costosa y dañina para quien la persigue. El cúmulo de falsas promesas que los gestores del procés habían propagado durante años ha sido diluido como el azúcar en agua por una realidad aplastante cuando han intentado materializar su proyecto.
La respuesta de los mercados ha sido tan rápida como elocuente. Las inversiones se paralizan, los pedidos se reducen hasta el 30%, ya sea en las ventas como en las reservas hoteleras. Cerca de 3.000 empresas se han ido de Cataluña. Y nadie sabe si volverán. Los daños económicos son de tal dimensión que tardarán tiempo en recuperarse de esta aventura. Por su parte, Europa ha dicho No a estos procesos y a estas pretensiones. Nadie quiere aquí nuevos Estados separados de los actuales Estados miembros. La oposición europea a los nacionalismos va a crecer inexorablemente.
Segunda enseñanza. Quienes han dirigido todo este proceso, desde hace ya varios años, son movimientos sociales surgidos de asociaciones cívicas o culturales del nacionalismo, que han impuesto la estrategia y las movilizaciones, los objetivos y programas al conjunto de los partidos nacionalistas. Es más, estos han sido en parte penetrados y absorbidos por una nueva clase dirigente surgida desde esos movimientos. Así, alegres y combativos, los catalanes se han lanzado a las movilizaciones y a los referendos hasta llegar al vacío del precipicio.
La antigua Convergencia es el mejor ejemplo de ese ‘dejarse llevar’ que ha transformado radicalmente un partido que fue mayoritario durante casi 40 años. El problema de esa dejación de funciones, de los líderes y de las estructuras partidarias es que los movimientos sociales o culturales, esa especie de revolución desde abajo, no asumen responsabilidades electorales, y no tienen ni filtros, ni contrapesos, ni las claves deliberativas de los partidos. Nadie había calculado las consecuencias legales, personales, económicas y políticas de la realización del referéndum contra toda la legalidad y de la declaración unilateral de la independencia a través de un proceso lleno de arbitrariedades parlamentarias, desobediencias al Tribunal Constitucional y graves vulneraciones al orden constitucional. Las rectificaciones posteriores son patéticas, ya sean ante el juez, ya sean en los nuevos programas políticos en los que se renuncia a la unilateralidad. ¿Ahora? ¿Y quién paga el daño causado?
Porque no es solo el daño económico y el desprestigio nacional que han provocado. Es también la fractura social que han generado y la decepción colectiva que arrastrará el nuevo pragmatismo en una ciudadanía engañada por mitos y mentiras por doquier. Me cuesta creer que las elecciones del 21-D no pongan a esta gente en su lugar.
Tercera enseñanza y no menos importante. La aventura independentista acaba en la pérdida del Gobierno autonómico. El 155 se ha aplicado y el autogobierno y la gestión pública de la Administración en Cataluña no se han alterado. Es verdad que al 155 le acompañó una inteligente convocatoria electoral, pero no es despreciable constatar la normalidad con que el Gobierno del Estado ha asumido la gestión de la autonomía de Cataluña. De manera que el precedente sirve de lección a futuro. Nos guste o no, un mecanismo constitucional que muchos creyeron políticamente inaplicable forma parte ya de nuestra realidad.
Por último, la experiencia vivida en Cataluña ha perjudicado enormemente las propias reivindicaciones autonómicas y el futuro del modelo territorial se ha situado en un nuevo plano de debate en el que nuevas y poderosas fuerzas antinacionalistas son también parte del nuevo reequilibrio. Es el caso del constitucionalismo catalán, que reclamará, con todo derecho, su peso electoral y su capacidad de movilización para exigir que se le tenga en cuenta en el futuro acuerdo Cataluña-España y en el ejercicio autonómico de muchas de las competencias autonómicas, hasta hoy ejercidas en clave nacionalista. El procés ha activado el unionismo y eso ya no hay quien lo pare. Dos Cataluñas viven juntas. Y antes de dar nuevos pasos tendrán que entenderse dentro. Pero además el nacionalismo catalán no está evaluando todavía el daño que se ha hecho a sí mismo al tirar por la borda el nivel de confianza mutua que se necesita para avanzar en cualquier nueva esfera de poder autonómico. Vista la experiencia, y visto el comportamiento de su policía, ¿sería razonable transferir la Justicia, o la Hacienda que recauda los impuestos? ¿No estará en el cálculo político de los interlocutores del Estado, que esos nuevos poderes, se utilizarían para otro procés? Es evidente que se han dado un tiro en el pie y que tendrán que pasar muchos años para recuperar un clima que permita negociar el autogobierno con la confianza que la deslealtad de hoy ha destruido.
Hay que aprender de lo ocurrido en Cataluña y en particular, el nacionalismo vasco de PNV y EHBildu deberían evitarnos algunas herramientas perversas y objetivos inconvenientes. Me refiero, desde luego a la autodeterminación y a la independencia respectivamente. Nunca estaremos mejor que como estamos. Y espero que Podemos reflexione sobre su ubicación nacionalista en ambos temas.
De todo lo que está ocurriendo en Cataluña el nacionalismo vasco y los vascos en general deberíamos extraer enseñanzas políticas imprescindibles. La primera y más importante: la independencia, esa especie de ensoñación ‘naïve’ que nos proponen los nacionalistas, es además de imposible, enormemente costosa y dañina para quien la persigue. El cúmulo de falsas promesas que los gestores del procés habían propagado durante años ha sido diluido como el azúcar en agua por una realidad aplastante cuando han intentado materializar su proyecto.
La respuesta de los mercados ha sido tan rápida como elocuente. Las inversiones se paralizan, los pedidos se reducen hasta el 30%, ya sea en las ventas como en las reservas hoteleras. Cerca de 3.000 empresas se han ido de Cataluña. Y nadie sabe si volverán. Los daños económicos son de tal dimensión que tardarán tiempo en recuperarse de esta aventura. Por su parte, Europa ha dicho No a estos procesos y a estas pretensiones. Nadie quiere aquí nuevos Estados separados de los actuales Estados miembros. La oposición europea a los nacionalismos va a crecer inexorablemente.
Segunda enseñanza. Quienes han dirigido todo este proceso, desde hace ya varios años, son movimientos sociales surgidos de asociaciones cívicas o culturales del nacionalismo, que han impuesto la estrategia y las movilizaciones, los objetivos y programas al conjunto de los partidos nacionalistas. Es más, estos han sido en parte penetrados y absorbidos por una nueva clase dirigente surgida desde esos movimientos. Así, alegres y combativos, los catalanes se han lanzado a las movilizaciones y a los referendos hasta llegar al vacío del precipicio.
La antigua Convergencia es el mejor ejemplo de ese ‘dejarse llevar’ que ha transformado radicalmente un partido que fue mayoritario durante casi 40 años. El problema de esa dejación de funciones, de los líderes y de las estructuras partidarias es que los movimientos sociales o culturales, esa especie de revolución desde abajo, no asumen responsabilidades electorales, y no tienen ni filtros, ni contrapesos, ni las claves deliberativas de los partidos. Nadie había calculado las consecuencias legales, personales, económicas y políticas de la realización del referéndum contra toda la legalidad y de la declaración unilateral de la independencia a través de un proceso lleno de arbitrariedades parlamentarias, desobediencias al Tribunal Constitucional y graves vulneraciones al orden constitucional. Las rectificaciones posteriores son patéticas, ya sean ante el juez, ya sean en los nuevos programas políticos en los que se renuncia a la unilateralidad. ¿Ahora? ¿Y quién paga el daño causado?
Porque no es solo el daño económico y el desprestigio nacional que han provocado. Es también la fractura social que han generado y la decepción colectiva que arrastrará el nuevo pragmatismo en una ciudadanía engañada por mitos y mentiras por doquier. Me cuesta creer que las elecciones del 21-D no pongan a esta gente en su lugar.
Tercera enseñanza y no menos importante. La aventura independentista acaba en la pérdida del Gobierno autonómico. El 155 se ha aplicado y el autogobierno y la gestión pública de la Administración en Cataluña no se han alterado. Es verdad que al 155 le acompañó una inteligente convocatoria electoral, pero no es despreciable constatar la normalidad con que el Gobierno del Estado ha asumido la gestión de la autonomía de Cataluña. De manera que el precedente sirve de lección a futuro. Nos guste o no, un mecanismo constitucional que muchos creyeron políticamente inaplicable forma parte ya de nuestra realidad.
Por último, la experiencia vivida en Cataluña ha perjudicado enormemente las propias reivindicaciones autonómicas y el futuro del modelo territorial se ha situado en un nuevo plano de debate en el que nuevas y poderosas fuerzas antinacionalistas son también parte del nuevo reequilibrio. Es el caso del constitucionalismo catalán, que reclamará, con todo derecho, su peso electoral y su capacidad de movilización para exigir que se le tenga en cuenta en el futuro acuerdo Cataluña-España y en el ejercicio autonómico de muchas de las competencias autonómicas, hasta hoy ejercidas en clave nacionalista. El procés ha activado el unionismo y eso ya no hay quien lo pare. Dos Cataluñas viven juntas. Y antes de dar nuevos pasos tendrán que entenderse dentro. Pero además el nacionalismo catalán no está evaluando todavía el daño que se ha hecho a sí mismo al tirar por la borda el nivel de confianza mutua que se necesita para avanzar en cualquier nueva esfera de poder autonómico. Vista la experiencia, y visto el comportamiento de su policía, ¿sería razonable transferir la Justicia, o la Hacienda que recauda los impuestos? ¿No estará en el cálculo político de los interlocutores del Estado, que esos nuevos poderes, se utilizarían para otro procés? Es evidente que se han dado un tiro en el pie y que tendrán que pasar muchos años para recuperar un clima que permita negociar el autogobierno con la confianza que la deslealtad de hoy ha destruido.
Hay que aprender de lo ocurrido en Cataluña y en particular, el nacionalismo vasco de PNV y EHBildu deberían evitarnos algunas herramientas perversas y objetivos inconvenientes. Me refiero, desde luego a la autodeterminación y a la independencia respectivamente. Nunca estaremos mejor que como estamos. Y espero que Podemos reflexione sobre su ubicación nacionalista en ambos temas.
Publicado en El Correo, 17/12/2017