Confieso que no resulta fácil oponerse a esa especie de latiguillo argumental que hace furor entre nosotros cuando alguien pregunta: ¿por qué no podemos decidir?, o ¿por qué no nos dejan decidir? Con frecuencia, el espinoso debate de nuestra estructura territorial o la reclamación nacionalista de un referéndum independentista acaba en el supuesto derecho a decidir, un eufemismo en este caso del derecho a la autodeterminación, como si se tratara de un derecho absoluto, cuyo ejercicio fuera innegable en democracia y cuya simple realización resolviera de raíz todos los problemas de la compleja convivencia identitaria en las comunidades nacionales.
De hecho, admitámoslo, las experiencias de Quebec y Escocia han extendido la lógica de esta herramienta democrática en amplios círculos políticos europeos, más allá de los matices importantes que diferencian ambos supuestos y sin entrar en detalles sobre la enorme inestabilidad que sigue pendiente en ambos casos. Pero, lo cierto es que en Europa muchos se preguntan por qué no generalizar ese supuesto derecho a todas aquellas comunidades en las que las aspiraciones a constituir un Estado gozan de un apoyo consistente y permanente.
Personalmente, creo que un proyecto político independista puede y debe ser admitido en el juego democrático y puede ser un horizonte legítimo, siempre y cuando cuente con suficiente soporte democrático, en términos de una voluntad colectiva ampliamente mayoritaria vertebrada en todo el territorio y no solo en parte de él, y reiteradamente expresada en los diferentes procesos electorales, con claridad y libertad plena de los ciudadanos. En esos casos, las democracias deben atender esas voluntades y negociar las consecuencias de esos deseos, para someter después a ratificación popular (referéndum) las concretas condiciones de esa opción (con sus ventajas e inconvenientes bien explicitadas).
Como ustedes verán, ese camino no tiene nada que ver con este otro que somete a referéndum un supuesto deseo de independencia en términos binarios y excluyentes (‘sí’ o ‘no’), eludiendo intencionadamente el debate descarnado sobre sus consecuencias y usurpando al electorado otras soluciones políticas (autogobierno más o menos intenso, estatus especiales, etc.) que la política tiene, puede y debe ofrecer a los ciudadanos ante dilemas tan trascendentes para su vida.
Viene todo esto a cuento del silencio sospechoso que se ha cernido sobre dos sentencias de los tribunales constitucionales de Italia y Alemania a propósito de sendas peticiones para celebrar un referéndum de secesión en Venecia y Baviera respectivamente. La sentencia del Tribunal Constitucional alemán es la más reciente, del 2 de enero de 2017, y sorprende por su brevedad. Los juristas alemanes señalan que esta brevedad y la ausencia de fundamentos jurídicos es relativamente inusual en el Alto Tribunal de Karlsruhe.
El texto despacha la cuestión en cuatro líneas (literalmente). Simplemente se dice que «la solicitud es inadmisible» y que, «en la RFA, como estado nacional basado en el poder del pueblo, los estados (federados) no son los dueños de la Constitución. No hay lugar para buscar la secesión. Cualquier solicitud de secesión es contraria a la Constitución». Así de simple y así de contundente.
La sentencia italiana está un poco más elaborada. El 19 de junio de 2014 el Consejo Regional de Venecia adoptó dos leyes regionales proponiendo un referéndum sobre la independencia de la región (Ley 16/2014) y otro sobre la autonomía de la región (Ley 15/2014).
Inmediatamente el Gobierno italiano interpuso recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional italiano contra dichas leyes.
El 25 de abril de 2015, el tribunal dicta sentencia en la que reafirma claramente la indivisibilidad de la República italiana, admitiendo no obstante el principio de la organización de consultas populares por la autonomía regional, en ciertas áreas de competencia. El tribunal declara que el referéndum previsto no solo afecta a opciones fundamentales de rango constitucional, y como tales cerradas a los referendos regionales de acuerdo con la jurisprudencia constitucional, sino que además propone cambios institucionales drásticos radicalmente incompatibles con los principios fundamentales de la unidad y de la indivisibilidad de la República, conforme al art. 5 de la Constitución.
El tribunal también subraya que: «La unidad de la República es uno de los elementos esenciales del ordenamiento constitucional que deben ser excluidos incluso de los poderes de revisión constitucional (sentencia n°1146 de 1988)». Sin duda alguna, el sistema jurídico está también fundado en otros principios que incluyen el pluralismo social e institucional y la autonomía territorial, así como la apertura de la integración supranacional y el orden internacional. Pero estos principios deben desarrollarse en el marco unitario de la República: «La República, una e indivisible, reconoce y favorece la autonomía local».
La contundencia de estas dos sentencias es clarificadora, mucho más si tenemos en cuenta que su análisis es pertinente para nosotros porque la Constitución española de 1978 está fuertemente influida en los aspectos territoriales, tanto por la italiana del 48 como por la Ley Fundamental de Bonn del 49. Europa sufre de nuevo erupciones nacionalistas en muchos lugares. No son solo las regiones internas de los estados miembros. Las más graves hoy vienen de la extrema derecha que abiertamente reclama la vuelta a las naciones en Francia, Hungría y Holanda..., amenazando seriamente la UE. Pero si a esa amenaza le añadimos la aparición de diez o quince nuevos estados desmembrados de los actuales, entonces, sí, estamos rotos.
Publicado en El Correo, 4/02/2107