La emergencia de dos nuevos partidos en el abanico parlamentario y más concretamente, la aparición de un nuevo partido de izquierda (Podemos) tiene algunos efectos beneficiosos innegables y otros no tanto.
El primero y más importante es la incorporación a la política democrática y al esquema institucional de la democracia representativa de gran parte del desafecto y de la indignación ciudadanos surgidos con la crisis. Una sola figura lo refleja bien: los concentrados en la Puerta del Sol en los años 2010 y 2011, los que protestaban contra los desahucios en los escraches, los que dejaron de creer en los partidos y en la democracia misma, los que…, hoy están en el Congreso de los Diputados. Personalmente encuentro formidable esa evolución, sobre todo viendo hacia qué opciones giran esos descontentos en países muy próximos.
El segundo cambio que agradecemos es la presión regeneradora que aportan quienes tomaron como bandera la lucha contra la corrupción y la austeridad; y aportan también un conjunto de condiciones personales en el ejercicio de la política, ajenas a los vicios inerciales y humanos de un sistema necesitado de una sacudida moral. Queda para otra ocasión el debate sobre algunas demagogias y gestos, contrarios a la eficiencia de la gestión pública y a la defensa de las instituciones, que demasiado a menudo muestran algunos de los nuevos protagonistas políticos. Pero es bastante comprensible esta tentación oportunista de quienes quieren desplazar a ‘los de antes’ con la legítima intención de ponerse en su lugar. En todo caso, la competencia nos hará mejores.
Es más discutible si la superación del bipartidismo por un arco parlamentario más plural es beneficiosa en sí misma para la democracia española. Desde luego, ese fue el deseo de los electores al establecer un puzzle parlamentario de amplio espectro ideológico y territorial aunque de muy difícil combinación para la construcción de mayorías de gobierno. El tiempo nos dirá hasta qué punto perdura ese nuevo abanico, pero hoy sabemos que ese esquema multipartido ofrece al elector más opciones y desplaza a los nacionalistas como única opción de alianzas, aunque dificulta objetivamente la estabilidad gubernativa. Pero junto a estas novedades positivas que señalo, una observación muy primaria del proyecto político de Podemos nos ofrece dos notas preocupantes para ser izquierda y para ser nueva.
La primera es su compromiso con los nacionalismos periféricos en base a la autodeterminación. Porque el llamado ‘derecho a decidir’ que exhiben como una conquista democrática es solo un eufemismo de un proceso que empieza en un referéndum para la independencia y no termina hasta que ésta se materializa. Un derecho que se supone intrínseco a todas las nacionalidades españolas (Cataluña, Euskadi, Galicia, Baleares, Canarias.... ¿Y por qué no regiones?) y que acaba con la desmembración absoluta del Estado. La idea de votar deseos colectivos, sin conocer las consecuencias ni las condiciones, no es más democrático sino más primario y antipolítico que hacerlo después de que los representantes políticos negociemos los problemas, acordemos las soluciones y las presentemos a los ciudadanos para su aprobación o rechazo. En definitiva, el derecho a decidir no es antes, sino después. Los problemas de la política territorial española no se resuelven con referendos previos, sino posteriores a la labor que nos corresponde como representantes de los ciudadanos en las reformas constitucionales necesarias para seguir conviviendo.
La asunción por parte de Podemos del ideario nacionalista de la autodeterminación y su propia composición parlamentaria en base a cuatro grupos que votarán distinto según los intereses territoriales en juego, le incapacitan para ser un partido de mayoría de las izquierdas en España.
La segunda nota preocupante de esa nueva izquierda es precisamente la ausencia de novedades propositivas en el terreno de las ideas progresistas. Quienes sabemos bien lo difícil de gobernar frente a lo fácil de predicar, no podemos dejar de desconfiar de tanta promesa vaga, de tanto desconocimiento técnico, de tanta vaciedad ideológica hasta llegar a la conclusión de que la nueva izquierda no alumbra una buena nueva. Para comprobarlo basta mirar a Grecia. ¿Cuál fue el balance de Tsipras en una negociación con la UE cargada de frustraciones y falsas promesas? ¿Un referéndum triunfante una semana antes de aceptar lo contrario a lo votado?
Respeto sus intenciones. Me consta su buena fe. Tiendo a pensar que coincidimos en objetivos y aspiraciones. Pero una izquierda de verdad, moderna, adaptada a los límites de una moneda común, consciente de la competencia de la globalización, capaz de aprovechar la revolución tecnológica para el crecimiento y la cohesión social, en definitiva una izquierda del siglo XXI no puede nacer sin definirse en una gobernanza económica global y con las contradicciones y limitaciones que impone la cruda realidad.
Sabemos que quieren asaltar los cielos, aunque en el fondo lo que les mueve es conquistar Ferraz. Esperemos que no nos lleven al infierno.
Publicado en El Correo, 17/1/2016