Al contrario de aquél latiguillo que
quiso popularizar, el entonces presidente del gobierno José María Aznar, que
repetía machaconamente “España va bien”, las cosas están tan difíciles que, con
toda razón, podemos afirmar: “España va mal. Muy Mal”. Para quienes hemos
tenido el honor -y la suerte- de protagonizar la etapa democrática española
desde los años sesenta, la situación política y económica de nuestro país nos
produce no poca tristeza y mucha preocupación. No es necesario recordar el
enorme éxito de nuestra transición y los extraordinarios avances económicos y
sociales que hemos vivido. Admirados fuera y orgullosos en casa, los españoles
hechos hecho, sin duda, los mejores treinta y cinco años de nuestra historia
contemporánea.
Pero, al igual que las curvas
macroeconómicas, la línea ascendente de nuestra historia ha sufrido un punto de
inflexión desde hace dos o tres años, que puede destruir mucho de lo
conseguido. El diagnóstico es conocido: una crisis económica y financiera que
nos va a llevar a los seis millones de parados y a una fractura social de
consecuencias aún imprevisibles. Una crisis de la estructura territorial
autonómica que ha puesto sobre el tapete con brusca y sorprendente fuerza, la
continuidad misma del Estado, rechazado en sus parámetros actuales por los
nacionalismos periféricos. Y como telón de fondo de la una y de la otra, una crisis
de la política misma, de sus instituciones, de los partidos, de los políticos y
si me apuran, de las convicciones democráticas de demasiados ciudadanos.
Es verdad que la gravísima crisis
económica que sufrimos ha implosionado algunos de estos problemas, como es el
caso de la desafección con los partidos y los representantes políticos y como
lo es también, la tensión nacionalista surgida en Cataluña. Pero el origen es
otro. Estas dos quiebras en nuestra convivencia se venían incubando en causas
propias que se venían gestando en las inercias y en las pasividades de los
últimos años y en los errores que todos hemos cometido en ambos temas. Lo
cierto es que, de pronto, los españoles nos hemos dado de bruces con un
panorama dramático, que está provocando dos actitudes igualmente negativas: El
pesimismo colectivo, que nos recuerda otras etapas nada brillantes de nuestra
historia y que nos coloca en el derrotismo más paralizante y el desorden
propositivo, esa especie de torrente de ideas que nos desbordan y que quieren
resolver con fórmulas tan imprecisas como contradictorias, todos los problemas
de nuestra democracia. Un compañero parlamentario describe esta actitud con una
graciosa metáfora. Este es un país, suele decir, en el que cualquiera te
resuelve problemas complejos en la servilleta de la barra del bar.
Y ya puestos, no me resisto a censurar
otra peligrosa actitud colectiva, como es la de echar la culpa de todo a todos
los demás. Durante muchos años hemos construido un Discurso expansivo de los
Derechos y hemos educado muy poco sobre los Deberes que entraña la ciudadanía.
Un buen ejemplo de esto que digo, es la peculiar opinión pública de los
españoles sobre la sostenibilidad económica del Estado del Bienestar y la
subcultura fiscal existente en nuestro país. Dicho más claramente, cuando
reclamamos que se mantengan las prestaciones públicas en sanidad, educación,
dependencia, etc., también debiéramos ser beligerantes contra un fraude fiscal
instalado en amplias capas sociales. Porque el fraude en nuestro país no es
algo ajeno a los ciudadanos, ni es solo cosa de ricos. Un país que tiene las
mismas figuras fiscales y, prácticamente los mismos tipos que los países
europeos, tiene unos ingresos inferiores en 5 ó 6 puntos sobre PIB que la media
de la presión fiscal europea, porque demasiadas actividades económicas se
celebran -a la vista de todos- en fraude fiscal y en competencia desleal.
No pretendo exonerar o limitar la
responsabilidad de los representantes públicos en las respuestas a crisis tan
graves como las que sufrimos. Por el contrario, creo firmemente que tenemos más
responsabilidad que nunca. Creo que la política grande, la política que dialoga
y logra consensos, la política que marca objetivos y que lidera al país, la que
vertebra a la sociedad en esfuerzos y actitudes, esa política es más necesaria
que nunca. La política que logra convencer a la ciudadanía de las coordenadas
de tiempo y espacio en las que vive y que es capaz de concitar las respuestas
colectivas, en las claves adecuadas de esfuerzo y solidaridad.
Esa política es la que falta en
España. Por ejemplo, ¿alguien sabe cuál es la política autonómica del gobierno?
¿Cuál es la estrategia del gobierno respecto al pulso independentista del
nacionalismo catalán? Solo sabemos que a Rajoy le parece un lío inoportuno en
estos tiempos de crisis. Y así tenemos las contradicciones de una política que,
a veces ningunea el debate y a veces lo enardece. Y bien sabido es que bomberos
y pirómanos, juntos, no apagan el fuego.
Lo mismo podría decirse de la grave
crisis política que sufren las instituciones políticas en este tiempo de
desafecto y censura a los partidos. ¿Cuál es la respuesta, vallar el Congreso o
reformar a fondo nuestro marco institucional? Aquí sí, me temo, que conocemos
la opción del gobierno a favor de las viejas recetas de ley y orden. De la
crisis económica, mejor no hablar.
No. España no va bien. Va mal, muy mal
y la solución no está fuera de la política, sino en ella, con mejor política,
con mejores políticas, con mejores políticos, con mejores partidos, de acuerdo,
pero con ellos. La solución, las soluciones, vendrán de una política con
liderazgo, con pedagogía y con grandes acuerdos para poner al país en las
actitudes colectivas de la corresponsabilidad.
Publicado para El Correo, 13/11/12