En breve se conocerá la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de consulta del Gobierno vasco. La escena está debidamente preparada para que en los próximos meses, hasta las elecciones vascas, se desarrolle un auténtico teatro victimista cuya trama principal será, ¡cómo no!, la flagrante violación del derecho de los vascos a decidir. Así, en abstracto y sin matices. A decidirlo todo, siempre y solos, nosotros los vascos. Poco importa que la sentencia sea un razonado y sistematizado argumentario de fundamentos jurídicos extraídos de nuestro marco constituyente en el que se indiquen los límites de lo que podemos decidir solos y de lo que debemos decidir junto a otros. Poco importarán las razones que previsiblemente expondrá el Tribunal para negar al Gobierno vasco sin autorización del Estado, un referéndum de evidente calado constitucional. La obra ya está escrita y viene desarrollándose desde hace meses. Desde mucho antes incluso a la aprobación de la ley en el Gobierno vasco; aunque durante el verano ha cogido velocidad de crucero y en los próximos meses alcanzará su apogeo.
No debería sorprendernos esta capacidad victimista de nuestros nacionalistas porque ésa ha sido siempre una de sus características políticas. Pero no deja de resultar penosa cuando se convierte en santo y seña del gobierno del país. El espectáculo de estos últimos meses escenificando todo tipo de actos y declaraciones para dramatizar la más que previsible negativa del ordenamiento jurídico a la ley de la consulta, ha llegado al esperpento. Reuniones del tripartito y de su consejo político diciendo una cosa hoy y mañana la contraria, fotos ante el Tribunal de unos líderes que no pueden recurrir, recursos ante el Tribunal de Estrasburgo de gobiernos que no están legitimados, supuestas denuncias colectivas por violación de derechos humanos que no se pueden presentar. Todo ello en medio de una indisimulada disputa entre PNV y EA por desmarcarse mutuamente en la radicalidad de la protesta contra el Tribunal. Me temo que la capacidad de imaginación victimista de los partidos del Gobierno vasco no ha terminado y, hasta que el lehendakari convoque las elecciones tendremos que ver y soportar nuevas ocurrencias.
Me pregunto para cuándo la autocrítica, la mirada hacia nosotros mismos como país o como pueblo, que nos señale lo que no hacemos bien o lo que no hacemos y deberíamos hacer. La política vasca está demasiado anclada en el fácil recurso de culpar a los demás de nuestros males. El enemigo exterior, generalmente el Gobierno de España, es el blanco fácil al que disparar nuestras críticas, mientras escondemos nuestros errores. Si el Estatuto no se ha cumplido, la culpa siempre la tiene Madrid. Si alguien recurre el Concierto Económico a Europa, la culpa al Gobierno de La Rioja. Si el Tribunal rechaza la ley vasca, es la Constitución española la que niega el derecho de los vascos. Es difícil encontrar la reflexión autocrítica sobre determinados maximalismos en la interpretación estatutaria, o sobre algunas prácticas contra la competencia en el desarrollo del Concierto Económico o sobre manifiestos incumplimientos de los preceptos constitucionales en la estrategia soberanista. ¿Para cuándo una reflexión sincera sobre la fractura sociopolítica de Euskadi en los últimos diez años? ¿Qué ocurre con nuestros jóvenes licenciados que se van a miles a trabajar fuera de Euskadi? ¿Es hora de replantearnos la política lingüística? ¿Tenemos la Universidad que necesitamos? ¿Cuándo superaremos la hostilidad territorial que nos separa y que paraliza proyectos comunes necesarios por un localismo exagerado? Mil preguntas más que exigen a los vascos salirnos de estas coordenadas malditas del victimismo y la agresión exterior en la que nos sitúa con frecuencia el nacionalismo.
Cuando veo a nuestro Gobierno literalmente monopolizado por una especie de política-ficción, en la que sólo se habla y se actúa para cambiar el marco político vasco y pasar del autogobierno a un soberanismo indefinido y confuso, me pregunto qué tiene que ver todo eso con nuestras vidas, con nuestra realidad y con la gente, con los dos millones de vascos que vemos cada día en playas y bares, en fábricas y en barrios, en fiestas y en familias, ajenos a esa especia de superestructura política que ocupa las páginas de los periódicos con las 'iniciativas' victimistas que prepara nuestro tripartito. Nunca como ahora hemos vivido tanta política de cartón-piedra, ajena a las preocupaciones reales de los vascos y movida por el viejo victimismo que busca el interés electoral contra el enemigo exterior.
Esto del victimismo es género común. La izquierda abertzale, por ejemplo, desarrolla también su propia obra. Desde que ETA frustró las esperanzas de todos, incluidas las de su propio mundo con la bomba de Barajas y la ruptura formal del 'alto el fuego permanente' en junio del año pasado, el entorno sociopolítico de la banda sabe que la democracia ha articulado reglas y poderes para que no sea posible una acción política paralela a la violencia. Desde entonces no paran de denunciar la 'represión sobre Euskadi' y lo que ellos llaman 'Estado de excepción vasco'. Quieren retrotraernos con su semántica y con su discurso a los tiempos del franquismo, como si no lleváramos treinta años largos de democracia, como si no fuera evidente que la democracia no les niega sus derechos de acción política por los objetivos que defienden, sino porque lo hacen junto a los que matan y a sus órdenes.
Las manifestaciones que convocan, las ruedas de prensa, sus 'slogans' y declaraciones, me suscitan una reflexión semejante a la que comentaba más arriba sobre el victimismo nacionalista. De una parte, parecen cada día más alejados de la gente. En las fiestas de las localidades vacas, en las regatas, en las concentraciones turísticas o en las calles, la gente pasa absolutamente de esa liturgia contestataria cada vez más testimonial y localista. Es como una parte del paisaje que hemos visto mil veces y que en nada nos afecta. Pero al mismo tiempo surge el reproche lógico y común a todo bien nacido: ¡Pues que dejen de poner bombas y hagan política, como los demás, que ya es hora!
¡Basta pues de este victimismo fácil y estéril! Somos los vascos quienes tenemos que resolver nuestros problemas recuperando la cultura del pacto y de la pluralidad, dedicándonos a lo importante, vertebrando nuestras comunidades identitarias y nuestros territorios y, sobre todo, logrando la paz. Somos un país de emprendedores ejemplares. Hemos construido un autogobierno potente y eficaz. Nuestros sectores económicos son competitivos y disfrutamos de un nivel de vida superior al de la media europea. Vivimos en un entorno físico envidiable. Tenemos grandes potencialidades. Pero nos falta lo principal: un marco de convivencia estable, sereno y en paz
No debería sorprendernos esta capacidad victimista de nuestros nacionalistas porque ésa ha sido siempre una de sus características políticas. Pero no deja de resultar penosa cuando se convierte en santo y seña del gobierno del país. El espectáculo de estos últimos meses escenificando todo tipo de actos y declaraciones para dramatizar la más que previsible negativa del ordenamiento jurídico a la ley de la consulta, ha llegado al esperpento. Reuniones del tripartito y de su consejo político diciendo una cosa hoy y mañana la contraria, fotos ante el Tribunal de unos líderes que no pueden recurrir, recursos ante el Tribunal de Estrasburgo de gobiernos que no están legitimados, supuestas denuncias colectivas por violación de derechos humanos que no se pueden presentar. Todo ello en medio de una indisimulada disputa entre PNV y EA por desmarcarse mutuamente en la radicalidad de la protesta contra el Tribunal. Me temo que la capacidad de imaginación victimista de los partidos del Gobierno vasco no ha terminado y, hasta que el lehendakari convoque las elecciones tendremos que ver y soportar nuevas ocurrencias.
Me pregunto para cuándo la autocrítica, la mirada hacia nosotros mismos como país o como pueblo, que nos señale lo que no hacemos bien o lo que no hacemos y deberíamos hacer. La política vasca está demasiado anclada en el fácil recurso de culpar a los demás de nuestros males. El enemigo exterior, generalmente el Gobierno de España, es el blanco fácil al que disparar nuestras críticas, mientras escondemos nuestros errores. Si el Estatuto no se ha cumplido, la culpa siempre la tiene Madrid. Si alguien recurre el Concierto Económico a Europa, la culpa al Gobierno de La Rioja. Si el Tribunal rechaza la ley vasca, es la Constitución española la que niega el derecho de los vascos. Es difícil encontrar la reflexión autocrítica sobre determinados maximalismos en la interpretación estatutaria, o sobre algunas prácticas contra la competencia en el desarrollo del Concierto Económico o sobre manifiestos incumplimientos de los preceptos constitucionales en la estrategia soberanista. ¿Para cuándo una reflexión sincera sobre la fractura sociopolítica de Euskadi en los últimos diez años? ¿Qué ocurre con nuestros jóvenes licenciados que se van a miles a trabajar fuera de Euskadi? ¿Es hora de replantearnos la política lingüística? ¿Tenemos la Universidad que necesitamos? ¿Cuándo superaremos la hostilidad territorial que nos separa y que paraliza proyectos comunes necesarios por un localismo exagerado? Mil preguntas más que exigen a los vascos salirnos de estas coordenadas malditas del victimismo y la agresión exterior en la que nos sitúa con frecuencia el nacionalismo.
Cuando veo a nuestro Gobierno literalmente monopolizado por una especie de política-ficción, en la que sólo se habla y se actúa para cambiar el marco político vasco y pasar del autogobierno a un soberanismo indefinido y confuso, me pregunto qué tiene que ver todo eso con nuestras vidas, con nuestra realidad y con la gente, con los dos millones de vascos que vemos cada día en playas y bares, en fábricas y en barrios, en fiestas y en familias, ajenos a esa especia de superestructura política que ocupa las páginas de los periódicos con las 'iniciativas' victimistas que prepara nuestro tripartito. Nunca como ahora hemos vivido tanta política de cartón-piedra, ajena a las preocupaciones reales de los vascos y movida por el viejo victimismo que busca el interés electoral contra el enemigo exterior.
Esto del victimismo es género común. La izquierda abertzale, por ejemplo, desarrolla también su propia obra. Desde que ETA frustró las esperanzas de todos, incluidas las de su propio mundo con la bomba de Barajas y la ruptura formal del 'alto el fuego permanente' en junio del año pasado, el entorno sociopolítico de la banda sabe que la democracia ha articulado reglas y poderes para que no sea posible una acción política paralela a la violencia. Desde entonces no paran de denunciar la 'represión sobre Euskadi' y lo que ellos llaman 'Estado de excepción vasco'. Quieren retrotraernos con su semántica y con su discurso a los tiempos del franquismo, como si no lleváramos treinta años largos de democracia, como si no fuera evidente que la democracia no les niega sus derechos de acción política por los objetivos que defienden, sino porque lo hacen junto a los que matan y a sus órdenes.
Las manifestaciones que convocan, las ruedas de prensa, sus 'slogans' y declaraciones, me suscitan una reflexión semejante a la que comentaba más arriba sobre el victimismo nacionalista. De una parte, parecen cada día más alejados de la gente. En las fiestas de las localidades vacas, en las regatas, en las concentraciones turísticas o en las calles, la gente pasa absolutamente de esa liturgia contestataria cada vez más testimonial y localista. Es como una parte del paisaje que hemos visto mil veces y que en nada nos afecta. Pero al mismo tiempo surge el reproche lógico y común a todo bien nacido: ¡Pues que dejen de poner bombas y hagan política, como los demás, que ya es hora!
¡Basta pues de este victimismo fácil y estéril! Somos los vascos quienes tenemos que resolver nuestros problemas recuperando la cultura del pacto y de la pluralidad, dedicándonos a lo importante, vertebrando nuestras comunidades identitarias y nuestros territorios y, sobre todo, logrando la paz. Somos un país de emprendedores ejemplares. Hemos construido un autogobierno potente y eficaz. Nuestros sectores económicos son competitivos y disfrutamos de un nivel de vida superior al de la media europea. Vivimos en un entorno físico envidiable. Tenemos grandes potencialidades. Pero nos falta lo principal: un marco de convivencia estable, sereno y en paz
El Correo, 11/09/2008