Las crisis económicas severas tienen siempre poderosas virtudes didácticas: revelan deficiencias estructurales e institucionales y defectos en los comportamientos de los agentes económicos. La actual, por desgracia, constituye un verdadero manual de este tipo de fenómenos. Y, también, un caso modélico para alimentar escepticismos en torno a lo que se viene llamando responsabilidad social de la empresa (RSE). Algo que se aprecia particularmente en una de las muchas vertientes de la crisis: la generada en el sector financiero por el fenómeno de las hipotecas subprime (es decir, de mala calidad), primero en Estados Unidos y luego extendida a prácticamente todos los confines del sistema financiero mundial.
No hace falta detenerse en los ya muy conocidos detalles de esta crisis, pero sí recordar la irresponsabilidad general con la que han actuado muchos de sus actores. En primer lugar, las entidades concesionarias de hipotecas de Estados Unidos, que han otorgado préstamos que un análisis mínimamente prudente habría considerado inviables, apoyados en la facilidad con que podían transferirlas a otras entidades financieras. En segundo lugar, las entidades adquirentes, que (maravillas de la ingeniería financiera) empaquetaban las hipotecas en más que opacos productos estructurados, para colocarlas, también con total facilidad y no poco rendimiento, a inversores y a otras entidades. En tercer lugar, estas últimas instituciones, que han adquirido (y vendido) productos con riesgo incierto (y altísimo) basándose en sus fuertes rentabilidades inmediatas. En cuarto, las agencias calificadoras, que han evaluado evidentemente mal (¿un simple error?) los mencionados productos, alentando el negocio a través de la confusión y el ocultamiento. Finalmente, las autoridades reguladoras y supervisoras, que han permitido un negocio no sólo de riesgo desmedido, sino incluso fraudulento en no pocos casos.
En definitiva, un modelo de negocio basado en la concesión de créditos con débiles criterios de riesgo y en la fragmentación y posterior transferencia generalizada de ese riesgo (para que otros arreen con las consecuencias). Todo ello, además, con muy elevados niveles de apalancamiento en todos los participantes, lo que no ha hecho sino aumentar la fragilidad y la gravedad del proceso. Un círculo mágico que perdió, como es sabido, todo su encanto con el estallido de la crisis inmobiliaria y el rápido desplome de los precios de los muy sobrevalorados activos inmobiliarios sobre los que descansaba todo el artificio.
Y lo que era rutilante ingeniería financiera y aportación impresionante de valor, de golpe se transmuta en crisis generalizada del sistema financiero internacional: porque son muchas las entidades de todo el mundo que tienen en sus sótanos cuantiosos paquetes nutridos con malas hipotecas. Paquetes, además, en los que nadie sabe bien cuánto hay de malo, por lo que nadie tampoco sabe con certeza cuánta es la pérdida. Razón por la que, con la crisis inmobiliaria, todas las entidades adoptan al tiempo (ahora sí) una prudencia severa y reducen drásticamente sus préstamos a las restantes, con lo que el sistema cierra bruscamente el grifo financiero al conjunto de la economía, desatando una durísima crisis general.
Una crisis, claro, que pagaremos todos. Y muy especialmente, como siempre, los más desfavorecidos: mucha gente modesta de prácticamente todo el mundo que se verá enfrentada a un súbito encarecimiento del crédito (cuando no a la simple imposibilidad de su consecución), a la pérdida de la vivienda o al paro, y que verá muy severamente dañados sus niveles de vida. Por encima del coste del apoyo a las entidades financieras más afectadas, ése es el verdadero coste de la irresponsabilidad.
La RSE se basa en un mantra de general aceptación: radica ante todo en la responsabilidad con que la empresa ejecuta su negocio. Por eso, toda la historia anterior es, entre otras cosas, una suma de irresponsabilidades flagrantes. Todo ello en un sector absolutamente vital en la economía moderna y que, por eso, tiene (debería tener) una responsabilidad social particularmente acusada. Una responsabilidad que debe materializarse ante todo en su actividad crediticia, en la que es esencial la forma en que se analiza y gestiona el riesgo: piedra angular de la que depende su capacidad de generar valor, pero también su poderosa capacidad destructiva.
Y no hablamos sólo de entidades de tercera fila, sino también de algunos de los principales bancos del mundo. Entidades, para más inri, que han hecho de la responsabilidad corporativa su bandera. Un reciente documento oficial de una de las mayores y más afectadas por la crisis señala que la entidad se siente orgullosa de contribuir a mitigar problemas sociales básicos: algo -continua- que "... hacemos a través de nuestra filantropía y del voluntariado de nuestros empleados, pero, lo que es aún más importante, a través de nuestras prácticas de negocio...". Caramba: ¿qué habrían hecho de no tener esos principios?
No se trata de hacer leña del árbol caído, pero algo deberíamos aprender de estas contradicciones. Cuando menos a soportarlas menos displicentemente y a denunciarlas, porque eso ayudará a asumir más coherentemente los compromisos y -perdonen la palabrota- a mentir menos. Pero tampoco deberíamos olvidar otra enseñanza de la crisis. Las malas prácticas se han desarrollado al calor de una creciente debilidad del sistema de regulación y supervisión. Aunque no dudamos de la calidad de la gestión de las entidades españolas, es el especial rigor del Banco de España el que nos ha protegido en parte del contagio.
Lo que a su vez nos conduce a otra enseñanza: esta creciente liberalización financiera está posibilitando, ciertamente, una intensa innovación, una sofisticación portentosa y una eficiencia también creciente, pero incorporando unos niveles de riesgo cada día mayores. El dinamismo económico general que ese proceso impulsa es evidente, pero también lo es el incremento de la vulnerabilidad sistémica que comporta. Por ello, no debería considerarse irracional la opción de equilibrar mejor la eficiencia con dosis mayores de seguridad. Una seguridad que en buena parte es la mayor garantía de sostenibilidad a largo plazo: algo para lo que la maximización de la eficiencia a corto plazo suele ser un peligro letal.
La moraleja de la historia, en este sentido, es múltiple y en buena medida obvia. No obstante, desde Alternativa Responsable nos parece que no está de más recordar algunas de estas obviedades:
1. Por una parte, que la visión cortoplacista de la actividad empresarial y la pretensión de maximizar el beneficio en el menor plazo posible son frecuentemente reflejo de irresponsabilidad y casi siempre causa a la larga de resultados trágicos.
2. Por otra, que -nos guste o no- para la generación de mecanismos de seguridad y para el fomento de actitudes más responsables, la regulación sigue siendo imprescindible: porque se puede, desde luego, confiar en la responsabilidad de muchas empresas, pero más se debe temer la irresponsabilidad de otras.
3. En tercer lugar, que la regulación, en muchos casos -como el financiero- debe estar coordinada a escala internacional para ser efectiva.
4. Finalmente, que, además de la regulación, es necesario dotarse de mecanismos legales efectivos para que -por encima del carácter eminentemente voluntario de la RSE- las irresponsabilidades empresariales graves que produzcan daños a terceros sean adecuadamente conocidas y penalizadas.
Por ello, y aunque en este caso puntual la regulación española no pueda ser criticable, ¿no creen ustedes que, con carácter general, esta moraleja tiene también interés para España? En nuestra opinión, la responsabilidad social de las empresas en el sector financiero debe empezar por estas reglas elementales. Además, y por añadidura, debe abarcar muchas otras materias: transparencia, buen gobierno, políticas laborales, control de la subcontratación, acciones sociales, etcétera. Pero las enseñanzas obtenidas de esta crisis son claras: la RSE de bancos, cajas y demás entidades financieras -como en toda empresa- deben inspirar e impregnar ante todo el núcleo de su actividad: su negocio.
El País, 21/09/2008 Artículo firmado por todos los miembros de Alternativa Responsable.
No hace falta detenerse en los ya muy conocidos detalles de esta crisis, pero sí recordar la irresponsabilidad general con la que han actuado muchos de sus actores. En primer lugar, las entidades concesionarias de hipotecas de Estados Unidos, que han otorgado préstamos que un análisis mínimamente prudente habría considerado inviables, apoyados en la facilidad con que podían transferirlas a otras entidades financieras. En segundo lugar, las entidades adquirentes, que (maravillas de la ingeniería financiera) empaquetaban las hipotecas en más que opacos productos estructurados, para colocarlas, también con total facilidad y no poco rendimiento, a inversores y a otras entidades. En tercer lugar, estas últimas instituciones, que han adquirido (y vendido) productos con riesgo incierto (y altísimo) basándose en sus fuertes rentabilidades inmediatas. En cuarto, las agencias calificadoras, que han evaluado evidentemente mal (¿un simple error?) los mencionados productos, alentando el negocio a través de la confusión y el ocultamiento. Finalmente, las autoridades reguladoras y supervisoras, que han permitido un negocio no sólo de riesgo desmedido, sino incluso fraudulento en no pocos casos.
En definitiva, un modelo de negocio basado en la concesión de créditos con débiles criterios de riesgo y en la fragmentación y posterior transferencia generalizada de ese riesgo (para que otros arreen con las consecuencias). Todo ello, además, con muy elevados niveles de apalancamiento en todos los participantes, lo que no ha hecho sino aumentar la fragilidad y la gravedad del proceso. Un círculo mágico que perdió, como es sabido, todo su encanto con el estallido de la crisis inmobiliaria y el rápido desplome de los precios de los muy sobrevalorados activos inmobiliarios sobre los que descansaba todo el artificio.
Y lo que era rutilante ingeniería financiera y aportación impresionante de valor, de golpe se transmuta en crisis generalizada del sistema financiero internacional: porque son muchas las entidades de todo el mundo que tienen en sus sótanos cuantiosos paquetes nutridos con malas hipotecas. Paquetes, además, en los que nadie sabe bien cuánto hay de malo, por lo que nadie tampoco sabe con certeza cuánta es la pérdida. Razón por la que, con la crisis inmobiliaria, todas las entidades adoptan al tiempo (ahora sí) una prudencia severa y reducen drásticamente sus préstamos a las restantes, con lo que el sistema cierra bruscamente el grifo financiero al conjunto de la economía, desatando una durísima crisis general.
Una crisis, claro, que pagaremos todos. Y muy especialmente, como siempre, los más desfavorecidos: mucha gente modesta de prácticamente todo el mundo que se verá enfrentada a un súbito encarecimiento del crédito (cuando no a la simple imposibilidad de su consecución), a la pérdida de la vivienda o al paro, y que verá muy severamente dañados sus niveles de vida. Por encima del coste del apoyo a las entidades financieras más afectadas, ése es el verdadero coste de la irresponsabilidad.
La RSE se basa en un mantra de general aceptación: radica ante todo en la responsabilidad con que la empresa ejecuta su negocio. Por eso, toda la historia anterior es, entre otras cosas, una suma de irresponsabilidades flagrantes. Todo ello en un sector absolutamente vital en la economía moderna y que, por eso, tiene (debería tener) una responsabilidad social particularmente acusada. Una responsabilidad que debe materializarse ante todo en su actividad crediticia, en la que es esencial la forma en que se analiza y gestiona el riesgo: piedra angular de la que depende su capacidad de generar valor, pero también su poderosa capacidad destructiva.
Y no hablamos sólo de entidades de tercera fila, sino también de algunos de los principales bancos del mundo. Entidades, para más inri, que han hecho de la responsabilidad corporativa su bandera. Un reciente documento oficial de una de las mayores y más afectadas por la crisis señala que la entidad se siente orgullosa de contribuir a mitigar problemas sociales básicos: algo -continua- que "... hacemos a través de nuestra filantropía y del voluntariado de nuestros empleados, pero, lo que es aún más importante, a través de nuestras prácticas de negocio...". Caramba: ¿qué habrían hecho de no tener esos principios?
No se trata de hacer leña del árbol caído, pero algo deberíamos aprender de estas contradicciones. Cuando menos a soportarlas menos displicentemente y a denunciarlas, porque eso ayudará a asumir más coherentemente los compromisos y -perdonen la palabrota- a mentir menos. Pero tampoco deberíamos olvidar otra enseñanza de la crisis. Las malas prácticas se han desarrollado al calor de una creciente debilidad del sistema de regulación y supervisión. Aunque no dudamos de la calidad de la gestión de las entidades españolas, es el especial rigor del Banco de España el que nos ha protegido en parte del contagio.
Lo que a su vez nos conduce a otra enseñanza: esta creciente liberalización financiera está posibilitando, ciertamente, una intensa innovación, una sofisticación portentosa y una eficiencia también creciente, pero incorporando unos niveles de riesgo cada día mayores. El dinamismo económico general que ese proceso impulsa es evidente, pero también lo es el incremento de la vulnerabilidad sistémica que comporta. Por ello, no debería considerarse irracional la opción de equilibrar mejor la eficiencia con dosis mayores de seguridad. Una seguridad que en buena parte es la mayor garantía de sostenibilidad a largo plazo: algo para lo que la maximización de la eficiencia a corto plazo suele ser un peligro letal.
La moraleja de la historia, en este sentido, es múltiple y en buena medida obvia. No obstante, desde Alternativa Responsable nos parece que no está de más recordar algunas de estas obviedades:
1. Por una parte, que la visión cortoplacista de la actividad empresarial y la pretensión de maximizar el beneficio en el menor plazo posible son frecuentemente reflejo de irresponsabilidad y casi siempre causa a la larga de resultados trágicos.
2. Por otra, que -nos guste o no- para la generación de mecanismos de seguridad y para el fomento de actitudes más responsables, la regulación sigue siendo imprescindible: porque se puede, desde luego, confiar en la responsabilidad de muchas empresas, pero más se debe temer la irresponsabilidad de otras.
3. En tercer lugar, que la regulación, en muchos casos -como el financiero- debe estar coordinada a escala internacional para ser efectiva.
4. Finalmente, que, además de la regulación, es necesario dotarse de mecanismos legales efectivos para que -por encima del carácter eminentemente voluntario de la RSE- las irresponsabilidades empresariales graves que produzcan daños a terceros sean adecuadamente conocidas y penalizadas.
Por ello, y aunque en este caso puntual la regulación española no pueda ser criticable, ¿no creen ustedes que, con carácter general, esta moraleja tiene también interés para España? En nuestra opinión, la responsabilidad social de las empresas en el sector financiero debe empezar por estas reglas elementales. Además, y por añadidura, debe abarcar muchas otras materias: transparencia, buen gobierno, políticas laborales, control de la subcontratación, acciones sociales, etcétera. Pero las enseñanzas obtenidas de esta crisis son claras: la RSE de bancos, cajas y demás entidades financieras -como en toda empresa- deben inspirar e impregnar ante todo el núcleo de su actividad: su negocio.
El País, 21/09/2008 Artículo firmado por todos los miembros de Alternativa Responsable.