Un periodista que trata de explicar el ambiente de la vida ordinaria en Arrasate-Mondragón, después del asesinato de Isaías Carrasco, se sorprende de que la verja que rodea la fachada del Banco Guipuzcoano en la localidad aparezca totalmente cubierta de 18 fotos de miembros de ETA, perfectamente enmarcadas y alineadamente colocadas. Nada en el pueblo recuerda al vecino recientemente asesinado. El periodista, sorprendido, mantiene un expresivo diálogo con el director del banco, al que interroga por la gratuita y generosa concesión de su espacio público a ETA y entre extrañas y evasivas respuestas, el director concluye: «Es que siempre han estado ahí...».
Hace ya muchos años, a principios de los ochenta, o incluso quizás un poco antes, Caja Laboral, nacida en Mondragón precisamente, en el seno de ese modelo empresarial que son las cooperativas, lanzó una potente y llamativa campaña publicitaria en la que aparecía un joven tocado con una boina con un texto en el que, más o menos, se leía algo así: 'Yo me llamaba Francisco Tejada. Nací en Cáceres, desde joven vine a Euskadi y trabajo en Ahora me llamo Patxi Teillatu y tengo mis ahorros en '. El texto es aproximativo y sólo recuerdo la base del motivo publicitario. Pido disculpas por los errores aunque creo ser fiel a la idea del anuncio. Cuando aquella impactante campaña inundaba los periódicos vascos, un amigo y compañero, muy querido entonces y tristemente recordado ahora por su asesinato, Fernando Múgica, me contó una divertida anécdota que hace a la cuestión. Un notario de San Sebastián, conocido de ambos en nuestro trabajo como abogados, se encontró una mañana con Fernando y con un notable enfado le dijo: 'Acabo de anular mi cuenta corriente en Caja Laboral. He visto este anuncio y me parece indignante. Yo soy aragonés y me llamo Paco Roig y no estoy dispuesto a que para ser vasco me tenga que llamar Patxi Gorria'. También aquí, el recuerdo de la anécdota es personal y probablemente imperfecto, pero vale para lo que nos convoca a esta reflexión.
Isaías Carrasco era un ciudadano vasco, nacido aquí o allí, qué más da, de apellido autóctono o no, a quién le importa, afiliado a un partido o a ninguno, qué tiene eso que ver, que gozaba de los mismos derechos personales y ciudadanos que el común de los mortales en un Estado de Derecho y en una democracia como la nuestra. Y, sin embargo, la enumeración teórica de estas obviedades me suena a retórica. ¿De verdad era un ciudadano como los demás? ¿De verdad lo reconocemos como 'uno de los nuestros'? Me cuesta y me duele tocar esa línea delicada y peligrosa de nuestras comunidades identitarias, pero cuando veo que el pueblo de Mondragón olvida al asesinado mientras homenajea en el centro de la villa a los asesinos me asalta la eterna duda sobre si hemos hecho, de verdad, en nuestros sentimientos y en nuestra cultura social, la integración plena de tantos y tantos ciudadanos que no están blindados por la carcasa nacionalista. La imagen de la realidad diaria en ese municipio reflejada en la crónica citada al principio de este artículo es tan bochornosa que, una vez más, la reflexión sobre la actitud social de los ciudadanos vascos ante la violencia resulta ineludible. Pero además, el desarrollo de la gestión política de la censura contra la alcaldesa de Batasuna la hace obligada y apremiante.
¿Cómo abordamos el hecho incuestionable de que unos cuantos miles de nuestros conciudadanos, algunos de ellos representantes públicos de todos nosotros, estén materialmente amenazados de muerte por sus ideas o por sus actividades profesionales? Por natural que parezca tal aberración y tamaña injusticia, la pregunta interpela a todos y cada uno de nosotros, y especialmente a los representantes públicos de los ciudadanos y a sus instituciones, a los líderes políticos y sociales del país, a los medios de comunicación y a toda la sociedad civil. Es sencillamente vergonzoso que este pueblo nuestro, tan admirable en tantas cosas, esté aceptando con tanta indignidad como naturalidad este hecho cotidiano y patente sin que nadie mueva una ceja o, lo que es peor, mirando hacia otro lado como si la cosa no fuera con cada uno de nosotros. Es incalificable que los partidos y las instituciones no hayamos construido un clima de apoyo moral y de acompañamiento ciudadano a los amenazados. Es inexplicable que los partidos democráticos no acuerden condenas, rechazos y alianzas políticas contra los que aceptan y ayudan a los asesinos a materializar esas amenazas. Es inaguantable seguir escuchando alegatos partidistas y viejas apelaciones al conflicto vasco, como cobarde excusa para no hacer lo que exigen la democracia y la ética más elementales.
Estamos ante un tema anterior a la política y muy superior a los intereses partidistas. Cuando un partido acepta o apoya el asesinato del adversario, sea cual sea su explicación, debe ser expulsado del sistema y eso debería ser una premisa acordada por todos. Cuando unos representantes públicos se niegan a rechazar o condenar las amenazas ciertas y evidentes contra los compañeros de corporación y contra los militantes políticos de su ciudad, los demás partidos tiene que darles la espalda, tienen que quitarles la responsabilidad institucional y tienen que proscribirlos como indeseables al tiempo que arropan y animan a los perseguidos. A eso se le llama dignidad personal y política, ética democrática y principios humanos. Lo demás, las explicaciones rebuscadas e incomprensibles, son palabras vacías, partidismos miserables. Es el cinismo más abyecto. Para limpiar sus conciencias o para engañar su miedo, algunos creen que con ellos no va, sin comprender ni recordar el viejo poema de Bretch: 'Primero fueron a por los comunistas ( ). Cuando vinieron a por mí, ya era demasiado tarde'. Otros se aferran a un discurso tan viejo como falso: 'Ésta no es la forma de abordar el problema', 'Así no se arregla nada', y adornan su impostura con fraseología y retórica izquierdista más falsa que ellos. Otros, simplemente, hacen cálculos partidistas y niegan apoyos que favorezcan al adversario en este ambiente miserable y sectario en el que se desenvuelven de un tiempo a esta parte las relaciones políticas en Euskadi.
Por una cosa o por otra, el espectáculo es lamentable. La política vasca está dando un nuevo ejemplo de división y de bajeza moral. Huiré de siglas y nombres para no incurrir en subjetivas calificaciones, pero eso no debería tranquilizar a los responsables de lo que está sucediendo en el país, porque todo el mundo sabe quiénes son y cómo se llaman. Hubo un tiempo en que estos hechos eran contestados por una ciudadanía movilizada, un sistema de partidos unido en los postulados democráticos y unas instituciones que lideraban con dignidad y ejemplaridad la respuesta a la violencia. Basta mirar atrás y ver al lehendakari Ardanza rodeado de todos los líderes de todos los partidos políticos, en las escalinatas de Ajuria-Enea, dirigirse al país con palabras claras, con condenas rotundas, con convocatorias únicas y estrategias compartidas. Lo que ocurre ahora es penoso.
Pero no son sólo los partidos y las instituciones los que deben reaccionar ante estos hechos. Somos todos. Usted también, querido lector, y todos los ciudadanos de bien que tienen en su mano poderosos instrumentos para producir la catarsis vasca que nos saque de este atolladero indigno. Por supuesto, el voto es fundamental, pero no es lo único. Yo no tengo cuenta abierta en el Banco Guipuzcoano, pero juro que si la tuviera la anulaba para decirle al director de ese banco en Arrasate que me repugna su acomodaticia actitud que permite la reivindicación de los terroristas mientras se olvida a sus víctimas.
Hace ya muchos años, a principios de los ochenta, o incluso quizás un poco antes, Caja Laboral, nacida en Mondragón precisamente, en el seno de ese modelo empresarial que son las cooperativas, lanzó una potente y llamativa campaña publicitaria en la que aparecía un joven tocado con una boina con un texto en el que, más o menos, se leía algo así: 'Yo me llamaba Francisco Tejada. Nací en Cáceres, desde joven vine a Euskadi y trabajo en Ahora me llamo Patxi Teillatu y tengo mis ahorros en '. El texto es aproximativo y sólo recuerdo la base del motivo publicitario. Pido disculpas por los errores aunque creo ser fiel a la idea del anuncio. Cuando aquella impactante campaña inundaba los periódicos vascos, un amigo y compañero, muy querido entonces y tristemente recordado ahora por su asesinato, Fernando Múgica, me contó una divertida anécdota que hace a la cuestión. Un notario de San Sebastián, conocido de ambos en nuestro trabajo como abogados, se encontró una mañana con Fernando y con un notable enfado le dijo: 'Acabo de anular mi cuenta corriente en Caja Laboral. He visto este anuncio y me parece indignante. Yo soy aragonés y me llamo Paco Roig y no estoy dispuesto a que para ser vasco me tenga que llamar Patxi Gorria'. También aquí, el recuerdo de la anécdota es personal y probablemente imperfecto, pero vale para lo que nos convoca a esta reflexión.
Isaías Carrasco era un ciudadano vasco, nacido aquí o allí, qué más da, de apellido autóctono o no, a quién le importa, afiliado a un partido o a ninguno, qué tiene eso que ver, que gozaba de los mismos derechos personales y ciudadanos que el común de los mortales en un Estado de Derecho y en una democracia como la nuestra. Y, sin embargo, la enumeración teórica de estas obviedades me suena a retórica. ¿De verdad era un ciudadano como los demás? ¿De verdad lo reconocemos como 'uno de los nuestros'? Me cuesta y me duele tocar esa línea delicada y peligrosa de nuestras comunidades identitarias, pero cuando veo que el pueblo de Mondragón olvida al asesinado mientras homenajea en el centro de la villa a los asesinos me asalta la eterna duda sobre si hemos hecho, de verdad, en nuestros sentimientos y en nuestra cultura social, la integración plena de tantos y tantos ciudadanos que no están blindados por la carcasa nacionalista. La imagen de la realidad diaria en ese municipio reflejada en la crónica citada al principio de este artículo es tan bochornosa que, una vez más, la reflexión sobre la actitud social de los ciudadanos vascos ante la violencia resulta ineludible. Pero además, el desarrollo de la gestión política de la censura contra la alcaldesa de Batasuna la hace obligada y apremiante.
¿Cómo abordamos el hecho incuestionable de que unos cuantos miles de nuestros conciudadanos, algunos de ellos representantes públicos de todos nosotros, estén materialmente amenazados de muerte por sus ideas o por sus actividades profesionales? Por natural que parezca tal aberración y tamaña injusticia, la pregunta interpela a todos y cada uno de nosotros, y especialmente a los representantes públicos de los ciudadanos y a sus instituciones, a los líderes políticos y sociales del país, a los medios de comunicación y a toda la sociedad civil. Es sencillamente vergonzoso que este pueblo nuestro, tan admirable en tantas cosas, esté aceptando con tanta indignidad como naturalidad este hecho cotidiano y patente sin que nadie mueva una ceja o, lo que es peor, mirando hacia otro lado como si la cosa no fuera con cada uno de nosotros. Es incalificable que los partidos y las instituciones no hayamos construido un clima de apoyo moral y de acompañamiento ciudadano a los amenazados. Es inexplicable que los partidos democráticos no acuerden condenas, rechazos y alianzas políticas contra los que aceptan y ayudan a los asesinos a materializar esas amenazas. Es inaguantable seguir escuchando alegatos partidistas y viejas apelaciones al conflicto vasco, como cobarde excusa para no hacer lo que exigen la democracia y la ética más elementales.
Estamos ante un tema anterior a la política y muy superior a los intereses partidistas. Cuando un partido acepta o apoya el asesinato del adversario, sea cual sea su explicación, debe ser expulsado del sistema y eso debería ser una premisa acordada por todos. Cuando unos representantes públicos se niegan a rechazar o condenar las amenazas ciertas y evidentes contra los compañeros de corporación y contra los militantes políticos de su ciudad, los demás partidos tiene que darles la espalda, tienen que quitarles la responsabilidad institucional y tienen que proscribirlos como indeseables al tiempo que arropan y animan a los perseguidos. A eso se le llama dignidad personal y política, ética democrática y principios humanos. Lo demás, las explicaciones rebuscadas e incomprensibles, son palabras vacías, partidismos miserables. Es el cinismo más abyecto. Para limpiar sus conciencias o para engañar su miedo, algunos creen que con ellos no va, sin comprender ni recordar el viejo poema de Bretch: 'Primero fueron a por los comunistas ( ). Cuando vinieron a por mí, ya era demasiado tarde'. Otros se aferran a un discurso tan viejo como falso: 'Ésta no es la forma de abordar el problema', 'Así no se arregla nada', y adornan su impostura con fraseología y retórica izquierdista más falsa que ellos. Otros, simplemente, hacen cálculos partidistas y niegan apoyos que favorezcan al adversario en este ambiente miserable y sectario en el que se desenvuelven de un tiempo a esta parte las relaciones políticas en Euskadi.
Por una cosa o por otra, el espectáculo es lamentable. La política vasca está dando un nuevo ejemplo de división y de bajeza moral. Huiré de siglas y nombres para no incurrir en subjetivas calificaciones, pero eso no debería tranquilizar a los responsables de lo que está sucediendo en el país, porque todo el mundo sabe quiénes son y cómo se llaman. Hubo un tiempo en que estos hechos eran contestados por una ciudadanía movilizada, un sistema de partidos unido en los postulados democráticos y unas instituciones que lideraban con dignidad y ejemplaridad la respuesta a la violencia. Basta mirar atrás y ver al lehendakari Ardanza rodeado de todos los líderes de todos los partidos políticos, en las escalinatas de Ajuria-Enea, dirigirse al país con palabras claras, con condenas rotundas, con convocatorias únicas y estrategias compartidas. Lo que ocurre ahora es penoso.
Pero no son sólo los partidos y las instituciones los que deben reaccionar ante estos hechos. Somos todos. Usted también, querido lector, y todos los ciudadanos de bien que tienen en su mano poderosos instrumentos para producir la catarsis vasca que nos saque de este atolladero indigno. Por supuesto, el voto es fundamental, pero no es lo único. Yo no tengo cuenta abierta en el Banco Guipuzcoano, pero juro que si la tuviera la anulaba para decirle al director de ese banco en Arrasate que me repugna su acomodaticia actitud que permite la reivindicación de los terroristas mientras se olvida a sus víctimas.
El Correo, 3/05/2008