Es bastante comprensible que una gran mayoría de los ciudadanos especialmente de los vascos– hayan caído en una profunda decepción, después de la bomba de Barajas.
La expectativa de la paz se había asentado tan viva e intensamente en los meses pasados, que la tentación pesimista, incluso la derrotista, aflora con inevitable fuerza en estos momentos. Más, si al atentado de la T-4 se añade el lamentable espectáculo partidario que acompaña a la política antiterrorista, tanto en el País Vasco como en toda España.
Pero los dirigentes políticos no podemos perder la perspectiva. El presidente del Gobierno no ha dejado de creer en el final de la violencia. Sostiene Zapatero, incluso estos mismos días, que la violencia de ETA toca a su fin y que está en su final “aunque dure todavía varios años”.
Yo creo que tiene razón, aunque no sé si lo diría tan abiertamente ocupando su lugar. En todo caso, le reconozco un enorme valor y convicción en su estrategia, porque, desde que llegó a La Moncloa, no ha dejado de soltar hilo de esa cometa. Como dice un amigo al que le gusta el rugby, Zapatero lanza la pelota y grita “patada a seguir”, marcando un camino y consolidando poco a poco un único destino a este barullo: el fin de la violencia.
¿Ha sido una estrategia fracasada? No lo creo. De todos los procesos semejantes, el Estado ha salido indemne y es a ETA y a su entorno a los que les corresponde gestionar las contradicciones de la frustración de la ruptura. Mirando en perspectiva, las treguas y las rupturas, desgastan mucho más a ETA que a la democracia. Nunca hemos cedido nada.
Y aunque, eventualmente, ellos se hayan reorganizado, el Estado ha acabado desarticulando sus ofensivas, como ocurrió después de la tregua de 1999. Es verdad que, en esta ocasión, no hemos salido indemnes del proceso. A diferencia de 1989 y de 1999, en esta ocasión, la unidad democrática después de la ruptura de la tregua ha saltado por los aires. Realmente no hubo unidad desde que Zapatero ganó las elecciones, pero el atentado de Barajas ha sido aprovechado por el PP y por ciertas organizaciones de víctimas para ahondar una fractura política, mediática y social de la democracia española, inédita en la larga lucha contra ETA.
Pero, una vez hecho este reconocimiento de daños, parece bastante evidente que no estamos como en enero de 2000, cuando ETA rompió la tregua de Lizarra y lanzó comandos a Sevilla, Barcelona, Madrid y País Vasco que acabaron asesinando a unas 50 personas en tres años. El atentado de Barajas responde a otra lógica, a otro momento y, sobre todo, ha provocado tal rechazo y desesperanza en su propio mundo (votantes, presos, y dirigentes de Batasuna), que bien haríamos en analizar con más inteligencia y serenidad todo lo que ocurre en él, en vez de pelearnos entre nosotros.
La demostración es la desesperada estrategia que ha desplegado Otegi para evitar que vuelva la violencia. Primero pidiendo a ETA (por primera vez en la historia) que mantenga el alto el fuego de marzo de 2006.
Después, presentando su propuesta política más pragmática (Nuevo Estatuto de Autonomía, incluyendo País Vasco y Navarra) y en una entrevista en la que, objetivamente, había elementos muy novedosos, respecto a la aceptación de la democracia y sus reglas, insistiendo en que quieren hacer política en términos democráticos y afirmando incluso: “queremos cambiar un tablero de confrontación por otro de seducción”.
Ciertamente persisten dudas más que razonables sobre estos propósitos, porque no podemos olvidar las lecciones que hemos obtenido del reciente proceso. La más importante, a mi juicio, es que ETA no acepta su disolución sino como consecuencia de una negociación política sobre sus contenidos clásicos: Navarra y Autodeterminación, aunque a estos objetivos, la fraseología nacionalista le haya inventado denominaciones eufemísticas muy peculiares: la unidad territorial y la capacidad de decisión.
La otra consecuencia ineludible de nuestro análisis debe ser, incuestionablemente, las condiciones del diálogo político. Porque ETA también ha confirmado que aunque traslade el diálogo a los partidos y renuncie a su protagonismo directo en él, “acompaña” ese diálogo con la amenaza de su vuelta al terror y con una violencia controlada (recuérdese la kale borroka de 1999 y 2006, más los anuncios y presagios de violencia producidos en este otoño pasado).
Sin embargo, a mi juicio, no es incompatible, como creo que pretende el presidente, dejar claro a ETA y a Batasuna que en estas condiciones no hay final dialogado ni nada que se le parezca y, al mismo tiempo, seguir ofreciéndoles la política y la democracia como único destino a su final. Pero tan enigmática ecuación requiere evitar dos tentaciones.
La primera viene protagonizada por el lendakari y algunos nacionalistas, empeñados en negociar una solución que ellos mismos reivindican (todo es bueno para el convento) y dispuestos a aceptar, con sospechosa tolerancia, la dialéctica de un diálogo con ETA-Batasuna, aunque vaya acompañado de una violencia que, naturalmente, sufren otros. La segunda es sobrevalorar las contradicciones internas de la izquierda abertzale y autoengañarnos con los cantos de sirena de algunos de sus dirigentes que, al final, siempre se pliegan a los que mandan los comandos.
Es demasiado evidente que, hasta ahora, en el puente de mando de todo el entramado ha estado y está ETA y que son demasiados los frenos y los miedos que impiden el giro definitivo e irreversible a la política de ese mundo. Con todo, hay espacio para una estrategia unitaria que combine la firmeza contra ETA y la defensa del Estado de Derecho, con una política que favorezca el fin de la violencia, y en ella sigue el Gobierno.
Por eso resultan tan injustas las palabras de Aznar contra Zapatero en el X aniversario del asesinato de Gregorio Ordóñez: “?mantener a prueba de bombas el proceso reafirmará en ETA la idea de que matar y negociar son dos ingredientes de la misma receta”. Es brutal como alegato partidista, aunque, si fuera cierto, tendría razón. Pero no lo es. Hemos decidido que se acabó y tenemos derecho a ser creídos.
¿Dónde quedan las mentiras de tantos portavoces del PP acusándonos de haber entregado Navarra y negociado la autodeterminación? ¿Alguien ha oído a Sanz o a Rajoy pedir disculpas de tantos excesos a la vista del comunicado de ETA que “explicaba” su bomba, acusando al Gobierno del PSOE de haber puesto siempre la Ley y la Constitución como límites al diálogo? El Estado es más fuerte y la democracia invencible. Lo hemos intentado con generosidad y con firmeza.
En los límites del Estado de Derecho y de la inteligencia política que reclaman estos asuntos. Ellos han roto por las razones que todos sabemos. Ahora toca demostrarles que se acabó. Que así no. Que podemos y sabemos aguantar cualquier pulso. Llevamos 850 muertos a nuestras espaldas como para asustarnos y ceder. Pero, una vez más, hay que hacerlo con inteligencia y, si fuera posible, con unidad.
Soy de los que creen firmemente que la democracia española ha derrotado a ETA y que ellos lo saben. Hasta el IRA los ha dejado solos, o peor, mal acompañados por un terrorismo yihadista que los desborda en el horror del terrorismo masivo. Su tiempo acabó y ahora debemos lograr su disolución en los límites de la justicia y la democracia, por supuesto, pero con la inteligencia de la política.