Siempre lo fui, incluso ahora, con ese manto de realismo que inexorablemente nos da la vida y con la experiencia de la responsabilidad que he tenido la fortuna de ejercer. Incluso ahora y con todo ello, me sigo sintiendo movido por los mismos valores ante la injusticia, cualquiera que sea la forma en que se presente, ya sea en las vallas de Melilla o en las condiciones laborales de los jóvenes. Pero el mundo se ha hecho muy complejo. Las alternativas tienen demasiadas contradicciones. Los problemas reclaman políticas integradas e internacionales. Las fuerzas que impulsaron el progreso de la humanidad se han desequilibrado. No hay recetas, no hay banderas. Nada es fácil ni depende sólo de nosotros. A la izquierda le han cambiado el tapete del juego y hasta la baraja, y no sabe, no puede, jugar la partida de sus ideales.
Durante décadas fuimos protagonistas de la historia, motores del cambio social, desde las organizaciones obreras de finales del XIX hasta los partidos socialdemócratas de hoy, configurando el Estado social y de derecho, la democracia de los ciudadanos y construyendo un modelo social de redistribución y justicia. Pero la globalización, la caída del muro, los profundos cambios que se están produciendo en las sociedades del nuevo siglo, nos plantean nuevos problemas sin que la izquierda sea capaz de ofrecer nuevas banderas, nuevos objetivos colectivos a la mayoría -que sigue reclamando libertad y justicia- y, sobre todo, sin que seamos capaces de concretar nuevas soluciones o de aplicarlas coordinadamente allí donde gobernamos.
Es un diagnóstico injusto para con los esfuerzos de adaptación y modernización del modelo socialdemócrata que están haciendo los socialistas nórdicos o con las novedades que se intuyen en el socialismo ciudadano que propugna Zapatero, pero es intencionadamente provocador de algunas reflexiones ineludibles. Por ejemplo, las que surgen de nuestra absoluta ausencia en las protestas de la juventud actual, ya sea en los guetos urbanos de París, en las manifestaciones estudiantiles o en el altermundialismo. Las que se derivan del hecho incontestable de que la causa de la solidaridad en el mundo no milita en nuestros partidos, sino en miles de ONG y movimientos sociales o religiosos que practican el socialismo sin carnet. Lo que resulta incomprensible para mí es que sean dos líderes del pop (Bono y Geldof) los que organicen las grandes movilizaciones contra la pobreza en las grandes ciudades del mundo, como ocurrió días antes de la reunión del G-8 en Escocia. Lo que resulta evidente son las profundas contradicciones entre las políticas socialistas de los países europeos y la inexistencia de un discurso y de un proyecto común de la izquierda en la catarsis europea de estos días. Lo que resulta inexplicable es la desaparición de la Internacional Socialista del terreno de juego político global, ahora que todo, desde la renovación de Naciones Unidas hasta la ecología, pasando por el desarrollo del mundo pobre, reclama una organización política internacional de la izquierda.
Esta crisis merece un tratado, pero permítanme que la centre en dos aspectos cruciales: el debate socioeconómico y el problema de las identidades. En el campo social y laboral es donde fuimos más fuertes, pero la debilidad del movimiento sindical y los límites de los poderes del Estado en la globalización están siendo acompañados de una revaluación creciente del poder de las empresas. El equilibrio de ese trípode sobre el que se construyó la sociedad del bienestar se está rompiendo día a día y las bases económicas de ese modelo social sobreviven con dificultad a las exigencias de la competencia globalizada.
Urge en mi opinión reconstruir los instrumentos y los agentes de nuestra acción y renovar la agenda de nuestros objetivos. La nueva sociedad ni es de clases ni tiene vanguardias. Es de ciudadanos, individuales y globalizados, de Internet, de ONG y consumidores, de medios de comunicación poderosos pero diversos, de pluralidades identitarias. La izquierda no puede olvidar que su proyecto transformador ha de cimentarse en su conexión con la sociedad y en la comprensión de sus múltiples aspiraciones. Como, significativamente, dice Eugenio del Río -un antiguo líder de la extrema izquierda española-, la sociedad es el punto de partida y el objetivo de la acción de la izquierda. Ello reclama una revisión profunda de los mecanismos de relación con una ciudadanía integrada por personas individuales, cargadas de poder en su consumo, en sus inversiones, en su voto, personas que queremos, formadas, maduras, con criterio y autonomía de decisión, y capaces de discernir y decidir con su propio código moral y sus intereses (como lo hicieron, por ejemplo, contra la guerra de Irak o enjuiciando el 11 y el 14 de marzo de 2004).
La izquierda tiene que salir del terreno defensivo en el que se mueven algunas de sus viejas reivindicaciones e introducir nuevas referencias de democracia social: la ciudadanía corporativa en la gestión del capital (¿quién representa los intereses económicos de 14 millones de españoles en las empresas cotizadas?), la expansión de la responsabilidad social de las empresas y de sus comportamientos sostenibles, reformular el campo de intervención del Estado en el mercado y especialmente en los servicios esenciales para la comunidad, la participación de los empleados en los beneficios y en la propiedad de las empresas, la conciliación de la vida personal y familiar con el trabajo, y un largo etcétera del que hablamos poco y por el que hacemos menos.
Respecto al debate identitario y nacionalista, la izquierda nunca se ha sentido cómoda frente a esas ideologías. Estos días estamos asistiendo a reiteradas muestras de incomprensión del tema territorial, desde posiciones diversas del socialismo español. Muchos se quejan de que las tensiones nacionalistas absorben y diluyen el debate social. No les falta razón, pero me pregunto hasta qué punto la intensidad de esas tensiones no es consecuencia precisamente de nuestra crisis. Es verdad que las tendencias uniformizadoras de la globalización provocan actitudes antiplurales, rechazos al diferente, exacerbación de lo propio y regresos ilimitados a los ancestros y a la singularidad. Pero ese "desgarramiento"-como lo llama Alain Touraine- entre el universalismo arrogante y los particularismos agresivos es un problema de nuestro tiempo, también y en parte porque no tenemos la fuerza aglutinadora del progreso que tuvimos el siglo pasado.
La izquierda internacionalista casi siempre ha despreciado a los nacionalismos desde una cierta superioridad moral. Movida por "su estrella polar" que es la igualdad -como decía Norberto Bobbio-, ha sido deudora del Estado y ha marginado de sus propuestas los "sentimientos" identitarios. A su vez, las izquierdas nacionalistas han sido absorbidas y deglutidas por el nacionalismo, como es evidente, por ejemplo, con la llamada izquierda abertzale en Euskadi o, con otros matices, en la Esquerra Republicana catalana.
Y, sin embargo, basta una mirada a nuestro alrededor para comprobar que la mayoría de los conflictos políticos en el mundo siguen girando en torno a la organización política de la diversidad de sentimientos de pertenencia y a la convivencia política entre diferentes, respetando los derechos de las minorías. A la izquierda le corresponde, pues y también, encontrar respuestas viables a la multiculturalidad dentro de nuestras ciudades y a la polietnicidad dentro de nuestros Estados. Es decir, afrontar la integración de la inmigración desde el pluralismo democrático y resolver con inteligencia la convivencia de comunidades identitarias diversas, lo que en nuestro caso significa hacer una España común en la que quepan también sus nacionalismos periféricos. Los acontecimientos de estos últimos meses, fuera y dentro de España, aconsejan al conjunto de la izquierda renovar nuestras propuestas para estos dos grandes temas de nuestra agenda, entre otras cosas, porque ya estamos viendo la enorme carga de demagogia y de populismo que la derecha está aplicando a los barrios marginales de París o al Estatuto catalán.
El País.30/12/2005