30 de diciembre de 2005

¿Y la izquierda?

A menudo me asalta la duda hamletiana del ser o no ser de la izquierda. Me hice sindicalista al calor de una fábrica en la que trabajé desde los 14 años. Me afilié al Partido Socialista a principios de los setenta, cuando la lucha por la democracia resultaba imperiosa. Y, naturalmente, hijo de una familia numerosa y humilde, perdedores de la guerra y educados clandestinamente en valores de justicia y libertad, me hice de izquierdas.

Siempre lo fui, incluso ahora, con ese manto de realismo que inexorablemente nos da la vida y con la experiencia de la responsabilidad que he tenido la fortuna de ejercer. Incluso ahora y con todo ello, me sigo sintiendo movido por los mismos valores ante la injusticia, cualquiera que sea la forma en que se presente, ya sea en las vallas de Melilla o en las condiciones laborales de los jóvenes. Pero el mundo se ha hecho muy complejo. Las alternativas tienen demasiadas contradicciones. Los problemas reclaman políticas integradas e internacionales. Las fuerzas que impulsaron el progreso de la humanidad se han desequilibrado. No hay recetas, no hay banderas. Nada es fácil ni depende sólo de nosotros. A la izquierda le han cambiado el tapete del juego y hasta la baraja, y no sabe, no puede, jugar la partida de sus ideales.

Durante décadas fuimos protagonistas de la historia, motores del cambio social, desde las organizaciones obreras de finales del XIX hasta los partidos socialdemócratas de hoy, configurando el Estado social y de derecho, la democracia de los ciudadanos y construyendo un modelo social de redistribución y justicia. Pero la globalización, la caída del muro, los profundos cambios que se están produciendo en las sociedades del nuevo siglo, nos plantean nuevos problemas sin que la izquierda sea capaz de ofrecer nuevas banderas, nuevos objetivos colectivos a la mayoría -que sigue reclamando libertad y justicia- y, sobre todo, sin que seamos capaces de concretar nuevas soluciones o de aplicarlas coordinadamente allí donde gobernamos.

Es un diagnóstico injusto para con los esfuerzos de adaptación y modernización del modelo socialdemócrata que están haciendo los socialistas nórdicos o con las novedades que se intuyen en el socialismo ciudadano que propugna Zapatero, pero es intencionadamente provocador de algunas reflexiones ineludibles. Por ejemplo, las que surgen de nuestra absoluta ausencia en las protestas de la juventud actual, ya sea en los guetos urbanos de París, en las manifestaciones estudiantiles o en el altermundialismo. Las que se derivan del hecho incontestable de que la causa de la solidaridad en el mundo no milita en nuestros partidos, sino en miles de ONG y movimientos sociales o religiosos que practican el socialismo sin carnet. Lo que resulta incomprensible para mí es que sean dos líderes del pop (Bono y Geldof) los que organicen las grandes movilizaciones contra la pobreza en las grandes ciudades del mundo, como ocurrió días antes de la reunión del G-8 en Escocia. Lo que resulta evidente son las profundas contradicciones entre las políticas socialistas de los países europeos y la inexistencia de un discurso y de un proyecto común de la izquierda en la catarsis europea de estos días. Lo que resulta inexplicable es la desaparición de la Internacional Socialista del terreno de juego político global, ahora que todo, desde la renovación de Naciones Unidas hasta la ecología, pasando por el desarrollo del mundo pobre, reclama una organización política internacional de la izquierda.

Esta crisis merece un tratado, pero permítanme que la centre en dos aspectos cruciales: el debate socioeconómico y el problema de las identidades. En el campo social y laboral es donde fuimos más fuertes, pero la debilidad del movimiento sindical y los límites de los poderes del Estado en la globalización están siendo acompañados de una revaluación creciente del poder de las empresas. El equilibrio de ese trípode sobre el que se construyó la sociedad del bienestar se está rompiendo día a día y las bases económicas de ese modelo social sobreviven con dificultad a las exigencias de la competencia globalizada.

Urge en mi opinión reconstruir los instrumentos y los agentes de nuestra acción y renovar la agenda de nuestros objetivos. La nueva sociedad ni es de clases ni tiene vanguardias. Es de ciudadanos, individuales y globalizados, de Internet, de ONG y consumidores, de medios de comunicación poderosos pero diversos, de pluralidades identitarias. La izquierda no puede olvidar que su proyecto transformador ha de cimentarse en su conexión con la sociedad y en la comprensión de sus múltiples aspiraciones. Como, significativamente, dice Eugenio del Río -un antiguo líder de la extrema izquierda española-, la sociedad es el punto de partida y el objetivo de la acción de la izquierda. Ello reclama una revisión profunda de los mecanismos de relación con una ciudadanía integrada por personas individuales, cargadas de poder en su consumo, en sus inversiones, en su voto, personas que queremos, formadas, maduras, con criterio y autonomía de decisión, y capaces de discernir y decidir con su propio código moral y sus intereses (como lo hicieron, por ejemplo, contra la guerra de Irak o enjuiciando el 11 y el 14 de marzo de 2004).

La izquierda tiene que salir del terreno defensivo en el que se mueven algunas de sus viejas reivindicaciones e introducir nuevas referencias de democracia social: la ciudadanía corporativa en la gestión del capital (¿quién representa los intereses económicos de 14 millones de españoles en las empresas cotizadas?), la expansión de la responsabilidad social de las empresas y de sus comportamientos sostenibles, reformular el campo de intervención del Estado en el mercado y especialmente en los servicios esenciales para la comunidad, la participación de los empleados en los beneficios y en la propiedad de las empresas, la conciliación de la vida personal y familiar con el trabajo, y un largo etcétera del que hablamos poco y por el que hacemos menos.

Respecto al debate identitario y nacionalista, la izquierda nunca se ha sentido cómoda frente a esas ideologías. Estos días estamos asistiendo a reiteradas muestras de incomprensión del tema territorial, desde posiciones diversas del socialismo español. Muchos se quejan de que las tensiones nacionalistas absorben y diluyen el debate social. No les falta razón, pero me pregunto hasta qué punto la intensidad de esas tensiones no es consecuencia precisamente de nuestra crisis. Es verdad que las tendencias uniformizadoras de la globalización provocan actitudes antiplurales, rechazos al diferente, exacerbación de lo propio y regresos ilimitados a los ancestros y a la singularidad. Pero ese "desgarramiento"-como lo llama Alain Touraine- entre el universalismo arrogante y los particularismos agresivos es un problema de nuestro tiempo, también y en parte porque no tenemos la fuerza aglutinadora del progreso que tuvimos el siglo pasado.

La izquierda internacionalista casi siempre ha despreciado a los nacionalismos desde una cierta superioridad moral. Movida por "su estrella polar" que es la igualdad -como decía Norberto Bobbio-, ha sido deudora del Estado y ha marginado de sus propuestas los "sentimientos" identitarios. A su vez, las izquierdas nacionalistas han sido absorbidas y deglutidas por el nacionalismo, como es evidente, por ejemplo, con la llamada izquierda abertzale en Euskadi o, con otros matices, en la Esquerra Republicana catalana.

Y, sin embargo, basta una mirada a nuestro alrededor para comprobar que la mayoría de los conflictos políticos en el mundo siguen girando en torno a la organización política de la diversidad de sentimientos de pertenencia y a la convivencia política entre diferentes, respetando los derechos de las minorías. A la izquierda le corresponde, pues y también, encontrar respuestas viables a la multiculturalidad dentro de nuestras ciudades y a la polietnicidad dentro de nuestros Estados. Es decir, afrontar la integración de la inmigración desde el pluralismo democrático y resolver con inteligencia la convivencia de comunidades identitarias diversas, lo que en nuestro caso significa hacer una España común en la que quepan también sus nacionalismos periféricos. Los acontecimientos de estos últimos meses, fuera y dentro de España, aconsejan al conjunto de la izquierda renovar nuestras propuestas para estos dos grandes temas de nuestra agenda, entre otras cosas, porque ya estamos viendo la enorme carga de demagogia y de populismo que la derecha está aplicando a los barrios marginales de París o al Estatuto catalán.



El País.30/12/2005

19 de diciembre de 2005

Precisiones al debate estatutario.

Las reformas de los Estatutos de Autonomía vienen acompañados de mucho ruido político y mediático. Una ola de alarma y desasosiego nacional atraviesa tertulias, editoriales, grupos de opinión y conversaciones varias a lo largo del país. Muchos se preguntan si realmente los peligros para la unidad, la Constitución, la solidaridad interterritorial y otros valores comunes de nuestra convivencia son tan graves o si, por el contrario, estamos asistiendo a un debate político entre partidos más o menos pasajero.

La profunda división entre PSOE y PP, entre Gobierno y oposición, también en este tema, agrava la tensión y las agresivas intervenciones mediáticas de algunos periódicos y radios en el tema, están produciendo una grieta social entre los españoles, desconocida en estos treinta últimos años de democracia (con la excepción del período anterior a la derrota electoral del PSOE en 1996).
Tengo una visión bastante extensa de nuestra vida política y un conocimiento técnico suficiente de los contenidos estatutarios, como para poder ofrecer algunas precisiones a este debate.

Primera. Las reformas estatutarias no son consecuencia de alianzas políticas extrañas ni de circunstancias políticas inconfesables. Son reformas necesarias en el marco regulador del autogobierno de nuestras autonomías. Han pasado veinticinco años y el escenario de la acción pública ha variado sustancialmente. La globalización, la Unión Europea, la revolución tecnológica, han alterado la intervención política de nuestros gobiernos y hacen necesario adecuar los poderes y las competencias de nuestras autonomías. Nuevos problemas, como la inmigración, reclaman otro reparto de poder. La experiencia acumulable permite aumentar el autogobierno en materias que no lo aconsejaban hace dos décadas, como, por ejemplo, en la gestión de los puertos y aeropuertos o en la Administración de la Justicia.
Es este conjunto de razones el que mueve a la Comunidad Valenciana a presentar en las Cortes la primera reforma estatutaria. El gobierno valenciano del PP y la oposición del PSOE en esa comunidad se pusieron de acuerdo para mejorar su autogobierno en un contexto de reformas institucionales impulsadas por el presidente Rodríguez Zapatero. Luego vino Cataluña, pero el año que viene llegarán Canarias, Andalucía y otras.

Segunda. La reforma presentada por el Parlament de Cataluña obedece a los mismos propósitos, pero objetivamente es un texto que ha provocado enorme contestación política y alarma constitucional. Hay que empezar diciendo que el texto aprobado por el Parlament responde a una problemática propia y se ha construido con otra perspectiva jurídica. En Cataluña había y hay una fuerte demanda de mayor autogobierno (radicalizada en la última etapa del Gobierno Aznar) y un sentimiento de agravio económico muy fuerte y muy generalizado. La reforma presentada responde a ambos propósitos con un texto que quiere estar en la Constitución y respetarla, interpretándola en sus máximos límites pro-autonómicos y con un modelo de financiación que se parece demasiado al Concierto Económico vasco y navarro. De aquí han surgido las alarmas y, justo es decirlo, algunas son comprensibles porque en la búsqueda del máximo, Constitucional, es frecuente la superación de una barrera, muchas veces difusa, pero infranqueable siempre. De la misma manera, el modelo financiero que necesita Cataluña no puede ser un sistema bilateral, no generalizable, ni puede alterar las bases solidarias de la Hacienda estatal.

Tercera. El Estatuto fue tomado en consideración por el Pleno de las Cortes porque cumplía todos los requisitos jurídicos exigibles y porque políticamente era una barbaridad rechazar un texto que venía avalado por el noventa por ciento del Parlamento de Cataluña. Pero, en su tramitación en las Cortes, será discutido y revisado profundamente. El Estatut será aprobado finalmente sin vulneraciones a la Constitución y con un modelo de financiación que sea aceptable para Cataluña y para el conjunto de España. Con todo ello será un gran Estatuto, porque se trata de un texto minucioso y serio, en el que más allá de los desacuerdos actuales que, repito, estamos seguros de que serán corregidos por acuerdo con los proponentes, late un trasfondo de autogobierno comprensible en una sociedad con una fuerte identidad colectiva como lo es la catalana. El resultado será un Estatuto que aumente considerablemente la responsabilidad de la Generalitat ante los ciudadanos y que incorpore a Cataluña a la gobernación española con mayores vínculos todavía que los que han unido siempre a Cataluña con España.

Cuarta. ¿Qué hará el PP con el Estatut? No me cabe duda de que el PP participará en la ponencia parlamentaria y de que aportará sus enmiendas para corregir el texto actual. Un boicot parlamentario a la reforma, como al parecer preconizan algunos de los más extremistas de sus representantes, sería funesto para todos. Avancemos sobre la hipótesis más razonable y plausible, que el propio Rajoy parece confirmar en el sentido de una participación parlamentaria constructiva. ¿Qué sucederá cuando el PP observe un Estatuto rigurosamente corregido en sus aspectos inconstitucionales? ¿Se sumará, o no, a un consenso en el que su contribución es ampliamente deseable para casi todos y que resultará vital para sus intereses políticos?
Quiero creer que éste no es un horizonte imposible a pesar de que la campaña desarrollada hasta la fecha resulte demasiado contradictoria para este desenlace. Pero me pongo a pensar en su estrategia cuando llegue la reforma del Estatuto de Canarias o de Andalucía, sin duda, apoyadas por el PP de ambas comunidades, y me pregunto cómo explicarán su radical oposición al Estatuto de Cataluña. Es más, voy más lejos y veo una próxima convocatoria de elecciones catalanas y no puedo imaginar que Piqué encabece una alternativa en Cataluña denunciando o renegando del Estatut.

Quinta. El debate político que acompaña la reforma estatutaria catalana es gravísimo. No pondré nombres que están en la boca de todos, ni acusaré al PP de tirar las piedras que han removido el estanque de las aguas identitarias, pero la exacerbación de sentimientos anticatalanes que recorre España, me parece peligrosísimo, además de injusto. Primero porque, cuando se incendian los antagonismos, éstos crecen por igual en los dos territorios y se elevan murallas de odio que cuesta mucho desmoronar; y segundo, porque la demagogia argumental acaba en las tripas y en reacciones colectivas absolutamente extremas. Allí crece el independentismo y aquí el —que se vayan“ o las gilipolleces del boicot comercial.

¿Adónde vamos con ese discurso? ¿Cómo se construye España de esa manera? Más bien se destruye, porque es bastante evidente que se están rompiendo delicados equilibrios integradores de nuestra diversidad, a favor de tópicos groseros que desgraciadamente anidan en nuestra memoria histórica. Pero, ¿quién se beneficia de estas campañas? Unos cuantos miles de oyentes o periódicos de más no justifican semejante atropello. Dos o tres puntos en los sondeos no son nada comparado con el daño que se está haciendo a España. Si el Estatuto es corregido y consensuado como queremos hacerlo y como estamos trabajando para conseguirlo, ¿qué dirán mañana los que echan día a día gasolina a la hoguera de las identidades españolas?

Expansión, 19/12/2005

18 de julio de 2005

Incertidumbres

Siempre resulta simplificador definir con un solo término una etapa histórica, pero si repasamos nuestros últimos veinticinco años desde el prisma de la política vasca sería bastante fácil coincidir en cuatro grandes períodos. El primero, que arranca con la Transición democrática hasta 1980, fue el de la configuración autonómica desde la unidad democrática y el consenso. El periodo 80-86 fue el del predominio nacionalista y la ruptura del PNV, que dio lugar a una tercera y larga etapa de coaliciones políticas (1987-1998) entre nacionalismo y socialismo vasco. Por último, acabamos de cerrar un cuarto ciclo caracterizado por la unidad del nacionalismo vasco en torno al soberanismo del Pacto de Lizarra y del plan Ibarretxe.

Todo parece indicar que se ha abierto una nueva etapa, a partir de las elecciones del 17 de abril y del recién nombrado Gobierno vasco, porque, aunque repiten Ejecutivo las mismas fuerzas y el mismo lehendakari, todos percibimos nuevos horizontes o incluso cabe decir que emergen nuevas esperanzas. Efectivamente, el marco de reformas estatutarias en el que se ha introducido la política española sustenta la oportunidad de un nuevo acuerdo autonómico vasco que consiga vertebrar el poliédrico e interminable problema de la convivencia pluriidentitaria de los vascos. A su vez, la percepción generalizada de que la violencia terrorista de ETA ha entrado en una fase terminal ha dado lugar a una renovada ilusión en la esperanza de la paz definitiva.

Sin embargo, no seré yo quien atribuya esos calificativos triunfalistas al nuevo Gobierno vasco, no por falta de ganas, sino porque me resulta imposible aplicar al comienzo de esta legislatura semejantes pronósticos. Al contrario, miro y analizo lo que ha sucedido en la investidura, examino los acontecimientos del proceso de fin de la violencia, observo el interior de los partidos, el nuevo Gobierno vasco y sus planes. Y todo me lleva a un prudente escepticismo, por no decir a una pesadísima incertidumbre. Es más, creo que hemos empezado rematadamente mal.

Yo no creo que éste sea el Gobierno de una nueva etapa. Es el mismo Gobierno, casi idéntico, que el que nos ha tenido cuatro años pendientes de un plan que pretendía resolver todos nuestros problemas políticos y que, además de no resolver ninguno, los ha agravado. Peor aún, el plan fracasó en los últimos estertores de una legislatura inútil. Al día siguiente del rechazo democrático del Congreso de los Diputados al famoso plan, Ibarretxe convoca elecciones anticipadas buscando una mayoría absoluta que le confirmara en sus proyectos. Pues bien, no sólo no la obtuvo, sino que perdió cuatro diputados y 140.000 votos. ¿Cuál ha sido la consecuencia? Ninguna. El mismo Gobierno, con el mismo programa, aunque, eso sí, con menos apoyo parlamentario. Para compensarlo, han pactado la investidura con EHAK, lo que añade mayor radicalidad nacionalista a sus fracasados planes. A su vez, EA, el socio principal del PNV, insiste en sus pretensiones independentistas reforzando sus perfiles diferenciadores del partido del que nacieron y que, no lo olviden, pretende secretamente diluir su escisión y absorberla a medio plazo.

¿Cabía un escenario diferente? Desde luego habría sido bastante más estable y muchísimo más congruente con lo que se está jugando en el tablero de la paz un gobierno de la coalición mayoritaria del PNV-EA apoyado por el PSE sobre un pacto de legislatura. Un pacto que estableciera grandes líneas de acción política en la búsqueda conjunta del final de la violencia y en la definición jurídico-política del marco autonómico, reformulado en el contexto de la reforma que ha abordado el Gobierno Zapatero. Un pacto de reconducción y de rectificación suave de la política vasca de los últimos ocho años y de lealtad y confianza del Gobierno vasco con el Gobierno del Estado en esta etapa de delicadas y complejas decisiones hacia la paz.

Reconozco que ese pacto ni era fácil ni era fácilmente explicable a los respectivos cuerpos electorales. Personalmente, comparto muchisímas dudas respecto a una alianza semejante porque los ocho últimos años de la política vasca han creado profundas desconfianzas políticas y personales entre el PNV y el PSE, pero lo que no deja de sorprenderme es que tal hipótesis no haya ocupado ni una línea del debate político previo de la investidura. Me pregunto por qué y también aquí a riesgo de simplificar creo que puede decirse con objetividad que esto no se hizo porque el PNV no ha querido. Hay efectivamente una parte del PNV que prefiere esa opción, pero en el desarrollo de los acontecimientos ha triunfado el sector que se decanta tácticamente por la unidad nacionalista (EA y Batasuna) y por la opción estratégica del soberanismo como camino de salida a la violencia y como proyecto de país. Es verdad que ese sector ha aprovechado el 'caso Atutxa' y la presentación de la candidatura de Patxi López como argumentos antisocialistas, pero me temo que su fuerza en el grupo parlamentario y en Ajuria Enea hacía imposibles otras opciones, aunque hubiera sido otra la estrategia de los socialistas vascos.

De manera que estos comienzos nos abocan a una repetición de la pasada legislatura, con algunas variantes. El Gobierno quiere pactar con todos y sortear así su minoría. Pero me pregunto para qué. Para gestionar los presupuestos y hacer cuatro leyes, puede pactar con cualquiera, es verdad, pero, eso no es lo que se espera en la Euskadi de 2005-2009. Para «liderar la normalización» el lehendakari ha creado un consejo político con Azkarraga y Madrazo y me pregunto ¿a quién se presentan esos consejeros como para liderar semejante tarea? La propia mesa de partidos que el lehendakari ha anunciado y rectificado en poco tiempo, no es factible si previamente no se pactan muchísimos flecos con todos y si la violencia no cesa. Una iniciativa de ese tipo solo puede hacerse de acuerdo con el Gobierno de España porque es su presidente quien lidera de verdad este proceso, como todo el mundo sabe. ¿Qué sentido tiene entonces comenzar la legislatura anunciando iniciativas que no dependen del Gobierno vasco y denunciando a los socialistas por supuestas conversaciones con Batasuna?

Este Gobierno no depende de sí mismo para nada. No puede liderar nada. Viene de un fracaso estrepitoso y lo repetirá otros cuatro años salvo que haya novedades en el proceso de fin de la violencia y eso no depende tampoco de él. Imaginemos que todo sigue igual, es decir, que ETA mantenga su actividad terrorista, aunque sea sin atentados mortales, pero con bombas que pueden provocarlos y con la misma retórica que la que hemos escuchado estos últimos días, expulsando de la organización a los presos discrepantes y amenazando a quienes valientemente han forjado una opción política independentista desde la condena de la violencia. Estaríamos entonces ante un falso proceso de paz, una pretensión de diálogo inaceptable democráticamente, de acuerdo con los términos de la Resolución aprobada por el Congreso de los Diputados. En ese escenario, ¿qué hace este Gobierno? ¿Vuelve a inventarse otro plan y nos entretiene y divide como en los cuatro años anteriores? ¿Seguiremos mirando al cielo mientras nuestros jóvenes licenciados se van a trabajar a Madrid y a Barcelona y Euskadi sigue perdiendo peso político y sobre todo económico en España?

Este Gobierno no tiene capacidad de iniciativa para cosas importantes y, aunque tuviera un papel, ¿es qué tiene un proyecto claro, una estabilidad suficiente como para liderar lo que reiterada y ampulosamente llaman 'la normalización'? EA e IU no se hablan. EA quiere desmarcarse del PNV por el lado nacionalista, en cuanto pueda. El PNV, a su vez, tiene una tensión interna brutal entre el sector de Egibar e Ibarretxe y el de Urkullu y Josu Jon Imaz. La pregunta es evidente: ¿Hacía dónde orientará su péndulo patriótico el PNV?

Después de la experiencia del Pacto de Estella (recuérdese el engaño de ETA y el bienio negro 2000-2001) y del fracaso del plan Ibarretxe (4 diputados y 140.000 votos menos), ¿seguirá el PNV buscando el gran acuerdo nacionalista desde el soberanismo autodeterminista? O por el contrario, ¿está dispuesto a negociar en el Parlamento una reforma estatutaria semejante a la catalana y a reforzar así el consenso estatutario de la pluralidad vasca? Éstas son las cosas que queremos saber.

Demasiadas incertidumbres como para ser optimistas. Ya lo dijo Schopenhauer o quizás simplemente lo dice un refrán marinero, «no hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige».

El Correo, 18/7/2005

27 de mayo de 2005

¿Hay que trabajar más?

En su reciente visita a la cúpula empresarial, el presidente del Gobierno tranquilizó a la CEOE: "No habrá semana de 35 horas, en España hay que trabajar más". Ignoro si el presidente se expresó así en una reunión privada, pero ése fue el titular de un periódico que me impulsó a escribir sobre un tema que me parece vital, y nunca mejor dicho, porque hablamos del tiempo de vivir. Ha sido una constante de la historia que los avances tecnológicos producían una reducción progresiva de la jornada laboral. Cuando, a finales del siglo XVIII, apareció la máquina de vapor, que había desarrollado el ingeniero escocés James Watt, la jornada laboral bajó hasta las 80 horas semanales, unas 3.500 horas anuales, cerca de un 70% del tiempo total de una vida. Dos siglos después, a comienzos de los noventa del siglo XX, las horas anuales trabajadas se situaban entre las 1.600 y las 1.800 en Europa. Pero no han sido sólo los avances tecnológicos los que han determinado esta reducción. La reivindicación sindical para reducir la jornada laboral y liberar así más tiempo para el descanso, la familia, el ocio, la cultura, la formación, es decir, para la vida, está en el corazón mismo de la lucha del movimiento obrero desde finales del siglo XIX. La vieja reivindicación obrera de una jornada laboral de ocho horas, para tener otras ocho de descanso y otras ocho de vida, se convirtió en una bandera social internacional a raíz de la represión policial de Chicago que conmemoramos todavía en la fiesta del Primero de Mayo. De manera que la máquina de vapor, el motor eléctrico, el fordismo como técnica de producción, y otros muchísimos avances técnicos que a lo largo de estos dos últimos siglos hemos ido incorporando a nuestro acervo tecnológico, han permitido atender y hacer viable la demanda socio-laboral de una progresiva reducción de la jornada y de la vida laboral en general, hasta llegar a una cifra aproximada del 30% de trabajo a lo largo de la vida en la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX. Desde hace algo más de diez años, está teniendo lugar un importantísimo debate sobre la jornada laboral. La crisis económica del 93-94 produjo una destrucción enorme de empleo (en España, por ejemplo, 1,5 millones de empleos desaparecidos en menos de dos años) y un notable incremento del paro (superando el 10% en Europa y el 20% en España). En ese contexto, la reducción de la jornada fue vista como una fórmula de reducir el paro. Bajo el influjo de aquel viejo y bello eslogan "Trabajar menos para trabajar todos", muchos creímos que en la reducción general de la jornada se escondía una pócima maravillosa contra el paro. En aquellos años, siendo consejero de Trabajo del Gobierno vasco, puse en marcha un decreto con ocho medidas de esta naturaleza, cuyos resultados, debo reconocer, no fueron extraordinarios. Pero esta filosofía la aplicó legal y masivamente Francia a los pocos años, cuando madame Aubry, ministra socialista del país vecino, puso en marcha la Ley de las 35 horas, en cumplimiento de una de las medidas estrella del programa electoral de la izquierda plural (socialistas, comunistas y verdes), que venció en las elecciones francesas de 1998. Los resultados de esta ley son objeto, todavía hoy, de una fuerte controversia. Su aplicación, sólo en las grandes empresas, ha producido una verdadera ingeniería social sobre la organización del trabajo y ha incorporado a las empresas a la cultura laboral de la jornada reducida (35 horas a la semana y 1.600 horas al año). Las cifras de creación de empleo neto son discutibles, porque muchos de los casi 500.000 nuevos empleos que los socialistas franceses atribuyen a la ley son cuestionados por otras fuentes y, en cualquier caso, la aplicación de la ley obligó a fuertes desembolsos públicos para compensar a las empresas. Pero el Gobierno de derechas de Francia anuló la medida, sin atreverse a derogar la ley, por el procedimiento de aumentar, de hecho, la jornada, autorizando las horas extra sin recargo económico. ¿Ha fracasado la experiencia francesa? Desde luego, su desarrollo ha sido literalmente yugulado. Ningún otro país parece decidido a iniciar una experiencia semejante y, por el contrario, la globalización está impulsando la prolongación y el aumento de las jornadas laborales. La reducción de jornada como fórmula de lucha contra el paro ha quedado fuera de juego, incapaz de ofrecer resultados si su implantación se propone aisladamente, en países o zonas concretas y si se hace sin tener en cuenta su repercusión en los costes de competitividad internacional. Dicho de otro modo, los teóricos franceses que han defendido esta fórmula -Guy Aznar, Alain Caillé, Robin, Roger Sue y otros- siempre han exigido que la reducción de jornada debía de ser masiva, generalizada y sin afectar a la competitividad, es decir, con reducciones de salario y fuertes compensaciones económicas al empleo creado. La reducción de jornada compensada sólo, en términos de costes, con los incrementos de productividad no genera empleo. Pero esta clarificación no explica otra paradoja que estamos sufriendo. Efectivamente, contra el sentido histórico de los avances tecnológicos, la revolución científico-técnica de finales del siglo XX, la combinación de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la biogenética, siendo, como es, la más importante revolución tecnológica de la humanidad y produciendo notables incrementos de productividad, no está reduciendo la jornada laboral, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, sino que, por el contrario, unida a la globalización y a la competencia internacional, está generando un incremento general de la jornada laboral real en todo el mundo. Armando Gaspar, dirigente de Daimler-Chrysler en España, declaraba recientemente: "La tendencia es volver a 40 o más horas de jornada". Los sindicatos españoles y alemanes negocian más jornada y más flexibilidad laboral, como contrapartida a las deslocalizaciones. The New York Times denunciaba que el sector tecnológico de Silicon Valley se ha convertido, de paraíso, en un infierno laboral. Muchas empresas compensan a sus empleados sus largas jornadas laborales con cafeterías, gimnasios y juegos de ocio en las oficinas, aunque los críticos creen que se trata de un engaño para trabajar más sin cobrar horas extra. No hay que irse tan lejos para comprobarlo. En miles de empresas españolas, auditoras, bancos, pequeñas empresas de servicios de las capitales, se trabajan 10 o 12 horas diarias con toda normalidad y a nadie se le ocurre reclamar su pago. Es más, curiosamente, la tecnología no nos libera, sino que nos esclaviza al trabajo. Más de la mitad de los empleados se quejan de que el teléfono no tiene horarios y que la dependencia laboral se prolonga al domicilio y a los fines de semana, con el ordenador, la agenda electrónica y el móvil como instrumentos o herramientas de trabajo permanente.Nuestra vida laboral empieza a parecerse a la imagen mitológica del dios Cronos / Saturno devorando a sus hijos, que tan acertadamente recogiera el genial Goya de su última época. A tan grave diagnóstico se llega si tenemos en cuenta el otro gran fenómeno social de los últimos años: la incorporación masiva de la mujer al empleo formal. Es decir, al empleo fuera del propio hogar, lo que provoca un desajuste social, cada vez más patente, entre familia y trabajo; entre educación de los niños y trabajo; entre trabajo y vida. Una vida estresante, fuertemente competitiva, invadida por las exigencias del mercado y de la competitividad y en las grandes capitales, agobiada además por trayectos cotidianos de ida y vuelta al trabajo de más de 60 minutos de media. Una joven madrileña escribía recientemente una carta al director de EL PAÍS, bajo el título La jornada laboral de 35 horas no es rentable, y se quejaba de las condiciones de trabajo y de vida de la gente de su edad (25 a 40 años). "Diez o doce horas de trabajo diario y 50 a 55 semanales: llegar a casa, cenar, ver la tele una horita y a dormir. La mayoría preferiríamos tener más tiempo a tener más dinero". En conclusión. La reducción de la jornada laboral no es una política de empleo, pero la prolongación de la jornada laboral es un contrasentido histórico y un gravísimo desajuste social. Dicho de otra manera, la expresión "hay que trabajar más" debemos aplicarla a que haya más trabajadores con empleo, es decir, a aumentar nuestra tasa de actividad. Pero, a comienzos del siglo XXI, no deberíamos trabajar más horas, sino menos, porque la productividad aumenta sin cesar y porque las familias y la organización social de nuestra convivencia reclaman más tiempo libre para lo que Ullrich Beck llama el "trabajo cívico". Es decir, la reducción de la jornada laboral como embrión de una reordenación de nuestra vida personal y familiar y de una nueva concepción de nuestra responsabilidad con la comunidad y con la sociedad en la que vivimos. Nuestra civilización nos ofrece la oportunidad de ahorrar tiempo de trabajo, pero el mercado y su mano de hierro, ese enorme motor de la economía, sin alma y sin ojos, nos impone una jornada laboral mayor y una vida laboral compulsiva y absurda. Los efectos que estamos observando en la actualidad son conocidos: crisis familiar, aceleración en los ritmos de la vida laboral con sus derivadas psíquicas y fisiológicas, disolución de los lazos sociales básicos y vaciamiento social y cultural. Por eso las preguntas surgen con fuerza: ¿cómo avanzamos hacia la reducción del trabajo que nos permite la tecnología? ¿Cómo organizamos el tiempo de esta nueva sociedad? Es aquí donde volvemos a la política. A la política con mayúsculas. A la política de la utopía. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, a la desigualdad o a la insania del tiempo acelerado y en fuga. Nos están dando los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo que vivimos. El País, 27/05/2005

23 de abril de 2005

El péndulo al desnudo

El famoso péndulo con el que se alude al abanico ideológico-sentimental en el que se ubica la militancia nacionalista heredera de Sabino Arana y en el que se sitúa la historia política del PNV se encuentra hoy, después del 17-A, en el foco de todas las miradas: ¿Qué hará el PNV, a la vista de los resultados del pasado domingo? ¿Con quién buscará mayoría? ¿Cuál será su estrategia política después de comprobar que su plan ha sido rechazado?

Mirar al PNV es natural. Es a Ibarretxe a quien le corresponde tomar la iniciativa y el PNV es el partido responsable de formar gobierno y lograr la mayoría necesaria para gobernar. Ocurre, sin embargo, que sus opciones son sólo dos. O busca la investidura con el PCTV o la busca con el PSE. Dentro de cada una de ellas, hay variantes, pero los caminos de la encrucijada nacionalista son sólo ésos. Porque gobernar en minoría es imposible, tal como están de envenenadas las relaciones entre las fuerzas políticas vascas y además previamente nos tendrían que explicar cómo obtienen la investidura, de 38 ó de 34 parlamentarios que la hacen posible en primera o segunda convocatoria, respectivamente.

El PNV tiene que orientar su péndulo hacia uno u otro extremo. Entre la tentación patriótica de la unidad abertzale y el soberanismo hoy para la independencia mañana y el autonomismo profundo sin cuestionar las bases del autogobierno de nuestro marco jurídico constitucional y el reconocimiento y aceptación de la pluralidad identitaria de los vascos. En el fondo, es el debate que abrieron con Lizarra y continuaron con el plan Ibarretxe, y que tiene ante sí un resultado electoral cargado de mensajes para la reflexión y de urgencias políticas para mantener el poder.

Los resultados electorales siempre permiten lecturas optimistas, pero a mis amigos nacionalistas yo no les he felicitado, porque creo que han perdido, aunque hayan ganado. Ibarretxe convocó estas elecciones al día siguiente de que su plan fuera rechazado en las Cortes. Sus intenciones han sido claras en todo momento: obtener una amplia mayoría de votos a favor de su plan soberanista, con objeto de negociar y arrancar su contenido al Gobierno de España, bajo la amenaza de movilizaciones, referendum, etcétera. Fue él quien estableció un carácter plebiscitario a estas elecciones, confiando en que el principal y casi único acto político de su legislatura anterior resultaría avalado masivamente en las urnas, legitimando una política, una estrategia y un liderazgo y reafirmando el poder eterno del PNV. Y es todo eso lo que ha sido derrotado.

Esto es lo que ha centrado el debate político vasco de los últimos meses y años, y éste fue el tema central de la campaña. Éste era el reto político de Euskadi y de España y todos sabíamos que lo que se dilucidaba el 17 de abril era si Ibarretxe y el tripartito aumentaban o no su apoyo electoral y se legitimaba socialmente la política soberanista del plan Ibarretxe. Seamos sinceros. Éste era el tema y ahora parece que unos y otros quieren olvidarlo.

Los nacionalistas, alegando que han ganado, aunque hayan perdido 140.000 votos, hayan bajado cuatro escaños y hayan comprobado que no sólo no han arrastrado una «marea imparable de votos para negociar», sino que, por el contrario han perdido votos por una parte hacia la izquierda abertzale y por otra hacia la abstención y el PSE, o lo que es lo mismo, hacia el flanco autonomista de su electorado. Los populares, empeñados en olvidar el plan Ibarretxe, santo y seña de su discurso, durante años, por no reconocer que la estrategia de Zapatero ha resultado claramente vencedora frente al pulso del lehendakari, aplicando una política netamente diferente a la que pregonaba Rajoy y practicó en su día Aznar.

Los analistas y los partidos, a la vista de los sondeos y de las impresiones anteriores al 17-A, habían establecido que la gran cuestión de estas elecciones era saber si la coalición PNV-EA se acercaba a la mayoría absoluta o si sus escaños junto a IU serían superiores al llamado bloque constitucionalista. Prácticamente nadie, desde luego ninguna encuesta, vaticinó que el tripartito no fuera a ser la minoría mayoritaria. Pues bien, todos se equivocaron y la gran sorpresa es precisamente que la suma de PNV-EA más IU es inferior a la suma del PSE más el PP y que, incluso sumando a Aralar, quedan igualados con la oposición de la anterior legislatura, es decir, con la oposición al plan Ibarretxe.

El PP sólo habla de la presencia legal del PCTV en el Parlamento vasco y trata de ocultar estos otros datos tan importantes y tan positivos que en parte le son propios por haber obtenido un resultado electoral digno. Pero nadie entiende que se olvide ahora de lo que tanto le preocupaba antes y de que su sectarismo antisocialista llegue a los niveles de ocultar la evidencia del triunfo ciudadano y constitucional que se ha producido frente al desafío soberanista-etnicista. Empeñados en negar el pan y la sal al PSOE, no quieren reconocer que la estrategia no frentista ha dado mejores resultados. Se ha llegado a decir que «ahora hay más apoyo al plan Ibarretxe», a pesar de que en el bloque constitucionalista hay un escaño más que antes.

Comentario aparte merece la decisión del Gobierno y de la Fiscalía General de no impugnar las listas del PCTV. Se han vertido un cúmulo de acusaciones y de sospechas atribuyendo cálculos políticos a lo que es puro respeto al Estado de Derecho. Las sentencias del Tribunal Supremo y sobre todo del Tribunal Constitucional anulando las listas de Aukera Guztiak han endurecido enormemente la aplicación de la Ley de Partidos, exigiendo pruebas y no convicciones y elevando el listón de las coincidencias personales y políticas de las listas impugnadas con las de los partidos ilegalizados. Cuando, al comienzo de la campaña electoral, se supo del apoyo de Batasuna a un partido legalizado (por cierto, legalizado en 2002 por el ministro Acebes), no se pudieron encontrar pruebas suficientes de una relación que los tribunales no estaban dispuestos a reconocer 'ad infinitum' a las candidaturas electorales de partidos legalizados. Es la convicción jurídica de que se perderá la impugnación y de que, en caso de presentarse, anularía las elecciones y provocaría un efecto 'boomerang' a la lista impugnada lo que conduce a instancias independientes, la Fiscalía General y los servicios jurídicos del Estado, a una misma conclusión. Razones y conclusiones que se comunican minuciosamente al PP. Que el PP diga ahora lo que está diciendo es puro oportunismo y máxima deslealtad.

Pero volvamos al péndulo. Poderosas fuerzas tiran de él en sentido opuesto. Arzalluz ya lo va diciendo, pero Egibar piensa lo mismo: Unidad abertzale y soberanismo. 'Si no quieres taza, taza y media'. EA también presiona lo suyo. Siete de los veintinueve parlamentarios quieren Euskadi independiente -ya lo dijo en campaña Begoña Errazti, su líder- y el propio lehendakari insiste en las virtudes milagrosas de su plan. Hay quien dice, por otra parte, que Ibarretxe difícilmente podría gestionar otro plan y no les falta razón. En sentido contrario, se supone que el EBB y Bizkaia reclaman una reflexión en profundidad y un cambio estratégico sin prisas, pero sin pausas. Los sectores económicos del país caminan en idéntica dirección y no digamos amplios espacios de pensamiento, universidad, Iglesia, medios de comunicación, etcétera. Los que reclaman un nacionalismo cívico, moderno, actualizado al siglo XXI, plural y ciudadano, presionan al péndulo hacia el pragmatismo autonomista.

¿Qué hará el PNV? ¿Seguirá inédita la actual dirección atravesada por los temores de la escisión? ¿Aceptarán resignados que no pueden girar el enorme barco en tan pequeña dársena, en tan poco tiempo y con un capitán empeñado en surcar los mares de la incertidumbre, aunque no lleguen a ningún puerto o lo que es peor, se estrellen y nos estrellemos todos? Continuará.

El Correo, 23/4/2005


11 de febrero de 2005

Precisiones al 'lehendakari'.

El inquietante artículo 4 del plan Ibarretxe diferencia ciudadanía de nacionalidad y nos propone que los vascos tengamos nacionalidad vasca, española o ambas indistintamente. Conociendo las diferentes presiones que sufrimos los no nacionalistas, es fácil predecir que el futuro de esa medida es convertirnos en minoría étnica o identitaria, en fase de extinción.

Primera. Ibarretxe, en la más pura ortodoxia sabiniana, alude a un conflicto vasco de, por lo menos, doscientos años, como base de su propuesta "para resolver el encaje de Euskadi en España". Al margen de la escandalosa manipulación histórica que el nacionalismo vasco hace de las guerras carlistas, de los fueros y de nuestra realidad, ¿no fue el Estatuto de Gernika el que recuperó los conciertos y el autogobierno vascos, enlazando con la legitimidad democrática del 36 y del Gobierno vasco del exilio? ¿No fue la Constitución la que amparó y protegió los derechos históricos? ¿No fue con el Estatuto con lo que Euskadi se convirtió, por primera vez en la historia, en comunidad política? Muchos creímos que el Estatuto resolvía, o encauzaba por lo menos, el encaje de Euskadi en España y ahora vemos que el PVN nos engañó.


Segunda. Pero, hablando de conflicto, ¿no será que el conflicto vasco radica en la pluralidad de su ciudadanía? "Vascos somos todos", dijo el Arzalluz del Arriaga a finales de los ochenta. "La pluralidad enriquece la identidad vasca", acostumbraba a decir el Ardanza de las coaliciones PNV-PSE. ¿Dónde han quedado esos discursos en un plan aprobado por la mayoría nacionalista? El giro a la radicalidad política del PNV se hace renunciando a la pluralidad vasca y asumiendo la imposición de su proyecto a los no nacionalistas. Han decidido hacer nación de nacionalistas, sin construir una sociedad integrada y vertebrada en su pluralidad identitaria. Por eso reiteran que tienen "la mayoría absoluta del pueblo vasco", a sabiendas de que no tienen el "suelo cívico" necesario para un cambio de marco de convivencia de semejante magnitud.


Tercera. Y aún más, hablando de conflicto, ¿no será que el conflicto vasco es la violencia? Así lo dijimos en el Pacto de Ajuria Enea hasta que en Estella dijeron lo contrario. Pero en todo caso, siendo la violencia un problema tan evidente y conocida la estrategia de ETA de los últimos 10 años, de "socializar el sufrimiento" (oldartzen) y de eliminar físicamente a los no nacionalistas, ¿no resulta evidente que la estrategia para su erradicación debiera ser objeto de una política de todos? Siempre he creído que quienes llevamos escolta no tenemos más razón que quienes no la llevan, por el hecho de estar amenazados. Pero no parece discutible que si lo estamos miles de vascos, y en particular los partidos que no comulgamos con los ideales nacionalistas, el Gobierno nacionalista debiera considerar la paz como la máxima prioridad del primer y gran conflicto vasco.


Cuarta. El lehendakari dice que el Estatuto ha muerto porque los gobiernos españoles lo han incumplido. Admito que el desarrollo estatutario merece críticas, pero de ahí a decir que ha muerto por su incumplimiento hay un abismo de cínico oportunismo. Ninguno de los dirigentes nacionalistas de 1979 imaginó, ni en el mejor de sus sueños, que Euskadi fuera a ser lo que es hoy. No hay un Gobierno autonómico en el mundo con tanta autonomía política y económica como la que tiene Euskadi. Cualquier referencia al régimen foral de tiempos pasados no resiste la comparación. Como bien dijera Juan Pablo Fusi: "Nunca tuvimos tanto". La propia exaltación del lehendakari a los progresos económicos de Euskadi, respecto a España, contradice su posterior queja sobre LOAPA y demás zarandajas del pasado. Ya es hora de que los vascos reconozcamos que el concierto económico es un sistema privilegiado de financiación. La apelación a "la decepción estatutaria" es, pues, una burda excusa para intentar justificar el irresponsable abandono de este marco político crucial que es el autogobierno y el salto al vacío que representa el soberanismo autodeterminista.


Quinta. Esta reivindicación autodeterminista se sostiene en los derechos que le corresponden al "viejo pueblo vasco", aludiendo a una comunidad cultural e histórica ancestral, hoy dividida en tres comunidades y dos Estados. Pero es sabido que no es la historia la que genera derechos, y mucho menos pueden aplicarse a Euskadi los principios descolonizadores de ese controvertido concepto. Pero, aunque sólo sea a efectos dialécticos, si el derecho corresponde a ese viejo pueblo llamado Euskal Herria, ¿por qué lo ejerce sólo la Comunidad Autónoma Vasca? De lo que se deduce que, si se puede fragmentar, también podrán ejercerlo otras partes de ese pueblo. ¿Dónde empieza entonces y dónde acaba el ejercicio de la autodeterminación vasca? Es por eso que se dice, con razón, que a mayor radicalidad nacionalista, menos territorio y menos sociedad.


Sexta. El lehendakari quiere, desde su soberanía, proponer a España "una relación amable" bajo la figura de un "estatus de libre asociación". Es una relación tan amable como injusta porque propone al Estado que se haga cargo de lo que no interesa o no importa (la defensa, las pesas y medidas, etcétera), pagando un pequeño cupo por ello, en el bien entendido de que, algún día, podremos irnos definitivamente (cuando hayamos resuelto el encaje propio en Europa) mediante una mayoría "de los votos válidos", es decir, sea cual sea la participación de una consulta al efecto (artículo 13.3). Absurda aplicación de la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá y curiosa manera de pedir al resto de España una "asociación amable".


Séptima. Ésa es, en definitiva, la plasmación práctica de esa entelequia que ha hecho fortuna en Euskadi, llamada "Derecho a decidir", y que en el debate del 1 de febrero permitió al lehendakari contestar la razonable propuesta de Zapatero: "Vivimos juntos y juntos decidimos", con aquella otra de: "Tenemos que poder decidir vivir juntos". Sólo le faltó añadir con una sonrisa más propia de Rajoy, "o no". "Ser para decidir" es un invento semántico sin encaje legal ni político. No cabe en nuestra Constitución un derecho primigenio y superior al de la soberanía de todos los españoles. Pero es que además nadie puede decidir lo que no le corresponde. El poder es compartido para todos, incluso para los Estados más soberanos. No hay soberanías plenas. Todas son limitadas. No hay poderes absolutos, mucho menos en la globalización económica. Todos los poderes son compartidos. Lo contrario es la tribalización del mundo en plena globalización.


Octava. Se empeña el lehendakari en convencer a toda la Cámara de que su propuesta no es un problema, sino una oportunidad. Me pregunto para quién. ¿Es que la paz vendrá de este plan? Parece bastante claro que si llega es por la eficacia policial, la persecución judicial al entramado de la banda y la ilegalización de su partido. Es más, ni ETA ni Batasuna van a consentir que sea el PNV el que rentabilice su existencia ni el que se beneficie del abandono de la violencia. ¿Para quién en-tonces es ésta una maravillosa oportunidad, como decía el lehendakari el 31 de diciembre en su mensaje navideño, sentado junto a la chimenea de Ajuria Enea? No lo es tampoco para resolver el viejo conflicto con España porque la cláusula de los derechos históricos sigue proporcionando una puerta abierta a lo que se quiera interpretar en cada momento y porque la inestabilidad sigue pendiente de un ejercicio de autodeterminación constante, tal como establece el artículo 13.


Novena. "¿Por qué no negocian?", nos espeta el lehendakari. "¿Quién tiene miedo al diálogo?", nos dice, entre sorprendido y retador. Y surge una respuesta evidente. "¿Qué has negociado tú en Euskadi?". Su llamamiento al diálogo se ha hecho sobre un texto ultimado desde el preámbulo hasta el último artículo. Nada que ver con el diálogo que está teniendo lugar en Cataluña, por ejemplo, sin texto previos de nadie. Pero el contenido de su oferta sólo era enmendable de totalidad para quienes no somos nacionalistas. Nuestras conversaciones con el lehendakari nos confirmaban en su férrea voluntad de sacar el plan con su mayoría. La amenaza de la consulta posterior al rechazo de las Cortes confirmaba una estrategia de choque predeterminada. Pero, supongamos que hacemos enmiendas parciales y legitimamos su farsa. ¿Cuál ha sido el destino de las enmiendas de IU, su socio de gobierno, a los artículos más graves? El rechazo más rotundo.


Décima. Habla de pueblo y de sociedad, sin preguntarse qué pueblo está quedando, qué sociedad vasca es la que resultará de esta sacudida identitaria a la que nos están sometiendo desde el Pacto de Estella. Algunos desprecian la fractura social en dos comunidades enfrentadas, pero juegan con fuego. Están ahí y acumulan antagonismos y odios. En la Euskadi profunda, los balcones se adornaron con ikurriñas el 31 de diciembre. Algunos irresponsables propusieron una gran manifestación contra el "no" del Congreso de los Diputados. Mañana contaremos los votos de dos bloques y pasado quizás volvamos a definirnos por el "sí" y el "no" de una peligrosa consulta. El inquietante artículo 4 diferencia ciudadanía de nacionalidad y nos propone que los vascos tengamos nacionalidad vasca, española o ambas indistintamente. Conociendo el país y las diferentes presiones que sufrimos los no nacionalistas, es fácil predecir que el futuro de esa medida es convertirnos en minoría étnica o identitaria, en fase de extinción. Me llamarán demagogo y alarmista, pero no retiro ni una palabra de este siniestro pronóstico. ¿Qué maravillosa oportunidad se nos ofrece, lehendakari, con este plan?

El País,11/2/2005