En su reciente visita a la cúpula empresarial, el presidente del Gobierno tranquilizó a la CEOE: "No habrá semana de 35 horas, en España hay que trabajar más". Ignoro si el presidente se expresó así en una reunión privada, pero ése fue el titular de un periódico que me impulsó a escribir sobre un tema que me parece vital, y nunca mejor dicho, porque hablamos del tiempo de vivir. Ha sido una constante de la historia que los avances tecnológicos producían una reducción progresiva de la jornada laboral. Cuando, a finales del siglo XVIII, apareció la máquina de vapor, que había desarrollado el ingeniero escocés James Watt, la jornada laboral bajó hasta las 80 horas semanales, unas 3.500 horas anuales, cerca de un 70% del tiempo total de una vida. Dos siglos después, a comienzos de los noventa del siglo XX, las horas anuales trabajadas se situaban entre las 1.600 y las 1.800 en Europa. Pero no han sido sólo los avances tecnológicos los que han determinado esta reducción. La reivindicación sindical para reducir la jornada laboral y liberar así más tiempo para el descanso, la familia, el ocio, la cultura, la formación, es decir, para la vida, está en el corazón mismo de la lucha del movimiento obrero desde finales del siglo XIX. La vieja reivindicación obrera de una jornada laboral de ocho horas, para tener otras ocho de descanso y otras ocho de vida, se convirtió en una bandera social internacional a raíz de la represión policial de Chicago que conmemoramos todavía en la fiesta del Primero de Mayo. De manera que la máquina de vapor, el motor eléctrico, el fordismo como técnica de producción, y otros muchísimos avances técnicos que a lo largo de estos dos últimos siglos hemos ido incorporando a nuestro acervo tecnológico, han permitido atender y hacer viable la demanda socio-laboral de una progresiva reducción de la jornada y de la vida laboral en general, hasta llegar a una cifra aproximada del 30% de trabajo a lo largo de la vida en la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX. Desde hace algo más de diez años, está teniendo lugar un importantísimo debate sobre la jornada laboral. La crisis económica del 93-94 produjo una destrucción enorme de empleo (en España, por ejemplo, 1,5 millones de empleos desaparecidos en menos de dos años) y un notable incremento del paro (superando el 10% en Europa y el 20% en España). En ese contexto, la reducción de la jornada fue vista como una fórmula de reducir el paro. Bajo el influjo de aquel viejo y bello eslogan "Trabajar menos para trabajar todos", muchos creímos que en la reducción general de la jornada se escondía una pócima maravillosa contra el paro. En aquellos años, siendo consejero de Trabajo del Gobierno vasco, puse en marcha un decreto con ocho medidas de esta naturaleza, cuyos resultados, debo reconocer, no fueron extraordinarios. Pero esta filosofía la aplicó legal y masivamente Francia a los pocos años, cuando madame Aubry, ministra socialista del país vecino, puso en marcha la Ley de las 35 horas, en cumplimiento de una de las medidas estrella del programa electoral de la izquierda plural (socialistas, comunistas y verdes), que venció en las elecciones francesas de 1998. Los resultados de esta ley son objeto, todavía hoy, de una fuerte controversia. Su aplicación, sólo en las grandes empresas, ha producido una verdadera ingeniería social sobre la organización del trabajo y ha incorporado a las empresas a la cultura laboral de la jornada reducida (35 horas a la semana y 1.600 horas al año). Las cifras de creación de empleo neto son discutibles, porque muchos de los casi 500.000 nuevos empleos que los socialistas franceses atribuyen a la ley son cuestionados por otras fuentes y, en cualquier caso, la aplicación de la ley obligó a fuertes desembolsos públicos para compensar a las empresas. Pero el Gobierno de derechas de Francia anuló la medida, sin atreverse a derogar la ley, por el procedimiento de aumentar, de hecho, la jornada, autorizando las horas extra sin recargo económico. ¿Ha fracasado la experiencia francesa? Desde luego, su desarrollo ha sido literalmente yugulado. Ningún otro país parece decidido a iniciar una experiencia semejante y, por el contrario, la globalización está impulsando la prolongación y el aumento de las jornadas laborales. La reducción de jornada como fórmula de lucha contra el paro ha quedado fuera de juego, incapaz de ofrecer resultados si su implantación se propone aisladamente, en países o zonas concretas y si se hace sin tener en cuenta su repercusión en los costes de competitividad internacional. Dicho de otro modo, los teóricos franceses que han defendido esta fórmula -Guy Aznar, Alain Caillé, Robin, Roger Sue y otros- siempre han exigido que la reducción de jornada debía de ser masiva, generalizada y sin afectar a la competitividad, es decir, con reducciones de salario y fuertes compensaciones económicas al empleo creado. La reducción de jornada compensada sólo, en términos de costes, con los incrementos de productividad no genera empleo. Pero esta clarificación no explica otra paradoja que estamos sufriendo. Efectivamente, contra el sentido histórico de los avances tecnológicos, la revolución científico-técnica de finales del siglo XX, la combinación de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la biogenética, siendo, como es, la más importante revolución tecnológica de la humanidad y produciendo notables incrementos de productividad, no está reduciendo la jornada laboral, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, sino que, por el contrario, unida a la globalización y a la competencia internacional, está generando un incremento general de la jornada laboral real en todo el mundo. Armando Gaspar, dirigente de Daimler-Chrysler en España, declaraba recientemente: "La tendencia es volver a 40 o más horas de jornada". Los sindicatos españoles y alemanes negocian más jornada y más flexibilidad laboral, como contrapartida a las deslocalizaciones. The New York Times denunciaba que el sector tecnológico de Silicon Valley se ha convertido, de paraíso, en un infierno laboral. Muchas empresas compensan a sus empleados sus largas jornadas laborales con cafeterías, gimnasios y juegos de ocio en las oficinas, aunque los críticos creen que se trata de un engaño para trabajar más sin cobrar horas extra. No hay que irse tan lejos para comprobarlo. En miles de empresas españolas, auditoras, bancos, pequeñas empresas de servicios de las capitales, se trabajan 10 o 12 horas diarias con toda normalidad y a nadie se le ocurre reclamar su pago. Es más, curiosamente, la tecnología no nos libera, sino que nos esclaviza al trabajo. Más de la mitad de los empleados se quejan de que el teléfono no tiene horarios y que la dependencia laboral se prolonga al domicilio y a los fines de semana, con el ordenador, la agenda electrónica y el móvil como instrumentos o herramientas de trabajo permanente.Nuestra vida laboral empieza a parecerse a la imagen mitológica del dios Cronos / Saturno devorando a sus hijos, que tan acertadamente recogiera el genial Goya de su última época. A tan grave diagnóstico se llega si tenemos en cuenta el otro gran fenómeno social de los últimos años: la incorporación masiva de la mujer al empleo formal. Es decir, al empleo fuera del propio hogar, lo que provoca un desajuste social, cada vez más patente, entre familia y trabajo; entre educación de los niños y trabajo; entre trabajo y vida. Una vida estresante, fuertemente competitiva, invadida por las exigencias del mercado y de la competitividad y en las grandes capitales, agobiada además por trayectos cotidianos de ida y vuelta al trabajo de más de 60 minutos de media. Una joven madrileña escribía recientemente una carta al director de EL PAÍS, bajo el título La jornada laboral de 35 horas no es rentable, y se quejaba de las condiciones de trabajo y de vida de la gente de su edad (25 a 40 años). "Diez o doce horas de trabajo diario y 50 a 55 semanales: llegar a casa, cenar, ver la tele una horita y a dormir. La mayoría preferiríamos tener más tiempo a tener más dinero". En conclusión. La reducción de la jornada laboral no es una política de empleo, pero la prolongación de la jornada laboral es un contrasentido histórico y un gravísimo desajuste social. Dicho de otra manera, la expresión "hay que trabajar más" debemos aplicarla a que haya más trabajadores con empleo, es decir, a aumentar nuestra tasa de actividad. Pero, a comienzos del siglo XXI, no deberíamos trabajar más horas, sino menos, porque la productividad aumenta sin cesar y porque las familias y la organización social de nuestra convivencia reclaman más tiempo libre para lo que Ullrich Beck llama el "trabajo cívico". Es decir, la reducción de la jornada laboral como embrión de una reordenación de nuestra vida personal y familiar y de una nueva concepción de nuestra responsabilidad con la comunidad y con la sociedad en la que vivimos. Nuestra civilización nos ofrece la oportunidad de ahorrar tiempo de trabajo, pero el mercado y su mano de hierro, ese enorme motor de la economía, sin alma y sin ojos, nos impone una jornada laboral mayor y una vida laboral compulsiva y absurda. Los efectos que estamos observando en la actualidad son conocidos: crisis familiar, aceleración en los ritmos de la vida laboral con sus derivadas psíquicas y fisiológicas, disolución de los lazos sociales básicos y vaciamiento social y cultural. Por eso las preguntas surgen con fuerza: ¿cómo avanzamos hacia la reducción del trabajo que nos permite la tecnología? ¿Cómo organizamos el tiempo de esta nueva sociedad? Es aquí donde volvemos a la política. A la política con mayúsculas. A la política de la utopía. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, a la desigualdad o a la insania del tiempo acelerado y en fuga. Nos están dando los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo que vivimos. El País, 27/05/2005