No ha sido una sorpresa, pero el aparato propagandístico que ha acompañado la llamada "Declaración de Barcelona" ha vuelto a colocar sobre el tapete la cuestión nacionalista en el complejo proceso territorial español. Al margen de la intención preelectoral que se le presume a la iniciativa ante las elecciones autonómicas y europeas, y dejando también de lado las reticencias que han surgido después de la firma en alguno de los partidos catalanes, lo cierto es que el documento contiene una serie de afirmaciones y propósitos de enorme calado que resultan una auténtica patada al entramado autonómico y constitucional.
El primer dato del análisis debe referirse al formato. Por primera vez en estos veinte años constituyentes, y recordando viejas alianzas nacionalistas (1923 y Galeuzca 1933), se produce una solemne puesta en escena de los nacionalismos vasco, catalán y gallego con pretensiones de continuidad y articulando una plataforma de poder y de presión política hacia España y la Unión Europea. No creo que hayan medido suficientemente el paso, porque es una imagen muy poco electoral para Pujol o para Durán, dadas las enormes distancias que sus respectivos partidos tienen con el Bloque Gallego, o dadas las cautelas y precauciones que CiU adopta respecto al terrorismo y a la estrategia del PNV en la materia.
Por otra parte, la aparición de una plataforma nacionalista de las nacionalidades históricas (así llamadas por su reconocimiento autonómico republicano), marginando a otros nacionalismos periféricos, genera una sensación frentista respecto a las demás comunidades autónomas españolas, en un camino cada vez más cargado de agravios mutuos que tiende a enrarecerse por el creciente bilateralismo de la política autonómica española, precisamente con dos de esas nacionalidades, la catalana y la vasca.
Pero, además, la "Declaración de Barcelona" se sustenta en dos postulados sumamente preocupantes. En primer lugar, se dice, la democracia y la Constitución no han resuelto la articulación plurinacional, y en estos veinte años "... hemos padecido una falta de reconocimiento jurídico-político e incluso de asunción social y cultural de nuestras respectivas realidades nacionales en el ámbito del Estado". En segundo, se reivindica el principio de soberanía originaria para estas nacionalidades, se reclama en consecuencia el derecho de autodeterminación y se exige a los partidos estatales "que reconozcan y respeten los ámbitos de decisión comunitaria de nuestras respectivas naciones con todas las opciones que ello conlleve (independencia, confederación, federación)".
Hay quien dice que esto es papel mojado. Que son tantas las diferencias entre estos cuatro partidos que tales propósitos no avanzarán. También soy consciente de que el nacionalismo es muy dado a enarbolar sus programas máximos en campas o en proclamas para mantener viva la llama sagrada de una ideología que se carga sentimentalmente de victimismo y de reivindicación permanente. Pero, aun así, creo que este pronunciamiento exige una respuesta.
Es falso de la A a la Z que estas tres nacionalidades hayan padecido una falta de reconocimiento jurídico-político desde el Estado. Hablemos de Euskadi, por ejemplo. La reiterada apelación al pasado foral como una especie de Arcadia añorada es una idiotez porque el autogobierno de los noventa actualiza y moderniza la vieja soberanía foral para establecer el máximo autogobierno posible en un Estado. Tal como señala Fusi: "En 1979 se aprobó un Estatuto infinitamente superior, por todos los conceptos, al de 1936. Comparado con el actual estado autonómico vasco, el régimen foral anterior a 1839 se reducía a esporádicas asambleas de aldeanos". No hay ningún país del mundo que haya hecho un proceso de transformación territorial y de reparto de poder más intenso ni tan rápidamente como lo ha hecho España en estos últimos quince o veinte años.
Incluso, si abordamos sin complejos y sin prejuicios el tema de la soberanía, ¿no es hora ya de que todos, repito, todos, reconozcamos que la soberanía no es un concepto indivisible, ni unívoco, ni monopolizado por los Estados-nación, sino que hay soberanía delegada constantemente hacia la Unión Europea, hacia las comunidades autónomas y hacia el propio mercado vía globalización financiera, etcétera? ¿Alguien puede negar que Cataluña ejerce una amplia cuota de soberanía con su autogobierno cuando, por ejemplo, legisla desde su propio Parlamento su política lingüística, o su educación, o su presupuesto sanitario?
Los nacionalistas pueden pedir lo que quieran, pero negar la evidencia les desautoriza. Su preámbulo es una decepcionante actitud para quienes siempre hemos defendido el pacto con ellos allí y aquí, en la esperanza de construir un país moderno en el que quepamos todos.
Pero su proclama a favor de la reforma del modelo de Estado hacia una confederación o la reivindicación palmaria de la autodeterminación nos sitúa ante un horizonte imposible. Ya no es decepción, sino la profunda preocupación ante la imposibilidad de hacer compatibles nuestros proyectos. Porque es evidente que una propuesta confederal implica un cambio drástico de nuestra Constitución hacia un modelo arcaico, superado por los tiempos y por los acontecimientos. España no está en esa fase primigenia de su organización territorial. Además, la Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo español, en su conjunto, y no queremos renunciar a ese valor supremo de ciudadanía y de origen democrático. Por último, las reglas de juego establecen que para cambiarla hacen falta mayorías, y nosotros no la daremos para ese disparate.
Por último, la autodeterminación. Otra vez el gran fetiche. Digámoslo claramente: no es un derecho, es una reivindicación de minorías, inclusive en las nacionalidades donde se reclama. No es una solución, sino el origen de nuevos y graves problemas, si me apuran, hasta de gravísimas tensiones interétnicas en nuestras comunidades, preñadas de pluralidad y mestizaje social, lingüístico y político. Nadie ha negado la libertad y la libre decisión de nuestros pueblos. Hemos votado -en Cataluña, en Galicia, en Euskadi- la Constitución y la hemos aprobado. Hemos votado los Estatutos respectivos y los hemos refrendado por amplias mayorías, votamos partidos y programas casi cada año y confirmamos así nuestro marco jurídico y político. ¿A qué viene este alegato chirriante contra él?
Al nacionalismo vasco, catalán y gallego puede y debe pedírsele una renovación de sus viejos mensajes en esta etapa de cambios que pide el mundo y la Unión Europea en particular. "Construir una nación", que parece ser su causa última, no es alimentar la inestabilidad; no es enfrentarse a otros pueblos y comunidades con derechos iguales o tan legítimos como los suyos; no es debilitar sistemáticamente los proyectos unitarios o integradores, no es imponer visiones reduccionistas o uniformizadoras en su propia comunidad de la condición de vasco, catalán o gallego, asimilándolas a los parámetros nacionalistas; no es proponer a sus ciudadanos un objetivo independentista más o menos encubierto, como la mejor expresión de libertad colectiva. No, así se destruye la nación, se desintegra el pueblo, se divide la comunidad, y profundas y peligrosas líneas de fragmentación y enfrentamiento social entrecruzan nuestra diversidad. La diversidad interna de nuestras nacionalidades, o de nuestras naciones, si así lo quieren llamar, y la diversidad de España como Estado plurinacional y pluricultural.
Es en estas circunstancias y ante estos planteamientos, que algunos nos reivindicamos del postnacionalismo, término que debemos a Jon Juaristi y que hoy y aquí quiere expresar, telegráficamente, la victoria del autonomismo sobre el independentismo.
El País, 05/08/1998