Los franceses votaron un programa y su Gobierno lo está aplicando. ¿Significa esto algo para quienes ponen el grito en el cielo ante un proyecto de ley que introducirá la semana de 35 horas? Lo que ocurre, sin embargo, es bien simple y se llama política: los franceses hablaron cuando debían, en las elecciones, y apoyaron unas medidas que, en esencia, buscan aumentar el empleo por nuevas fórmulas -reducción y flexibilidad de la jornada y nuevos empleos en los servicios de proximidad- mientras tratan de mantener la cobertura social básica y la calidad europea del empleo.No es seguro que tengan éxito, porque las orientaciones macroeconómicas y el entorno competitivo internacional no ayudan. Pero muchos lo deseamos fervientemente, porque han tenido el coraje de cumplir una promesa difícil -la semana de 35 horas y de lanzarse a una experiencia -los 350.000 empleos para jóvenes en los servicios de proximidad- sobre la que tanto se había teorizado y nadie había ensayado desde que su promotor, Jacques Delors, la esbozara en el célebre Libro Blanco sobre competitividad, crecimiento y empleo (1993). Ha sido su hija, la ministra de Trabajo, y su jefe, Jospin, quienes se han atrevido a abrir esta ventana de esperanza.
¿Que la apuesta tiene riesgos? Claro, un mundo regido por, la abstracción de las cuentas macroeconómicas y la despiadada competitividad que mide el valor de lo humano en nuestra sociedad, y cuyo árbitro supremo es la economía virtual de los mercados financieros -unos pocos miles de actores reales que articulan la nueva mano visible del mercado-, es un terreno arriesgado. Pero lo es también -como lo demuestra el pinchazo del milagro asiático y el pánico subsiguiente de las bolsas- para quienes han aceptado sus reglas de juego a rajatabla, no ya como limitaciones, sino como virtudes.
¿Y la política? Entre el imperialismo de una economía global financierizada que escapa del marco estatal y la organización empresarial y del trabajo revolucionada por las nuevas tecnologías, el espacio de la política -el de la libertad de opciones de la sociedad- se estrecha hasta el ahogo. Ya es tiempo, sin embargo, de que demos la vuelta al eslogan de los expertos de campaña de Clinton en 1992 y repliquemos: "¡Es la política, estúpido!". Pero hacerlo pasa por algo tan elemental como ganarle tiempo a la economía -tiempo de trabajo- y devolvérselo a la sociedad -tiempo libre para su propia construcción personal / familiar, educativa, cultural, cívica y política-. Ése es el sentido último de las 35 horas (quizá mejor estructuradas como semana de cuatro días, como ha propuesto el portugués Guterres).
La gran transformación que vive el mundo en este trepidante fin de siglo está alterando la circunstancia básica para ser y sentirse ciudadano y persona: tener un empleo digno. La globalización de los mercados, la revolución tecnológica y la rebelión del capital -apoyado en la nueva infraestructura flexible de la empresa y el trabajo y aupado a la estratosfera de los flujos financieros- están en la base de un paro estructural que en Europa amenaza con enquistarse en el siglo XXI y socavar la democracia. El contrato social -el marco de condiciones que arropan y rigen la relación laboral desde la II Guerra Mundial- está siendo sometido a un progresivo y fatal deterioro. Sin que ningún modelo nuevo de regulación social y política lo sustituya. El último gran periodo de revolución tecno-económica -electricidad más taylorismo- y globalización financiera sin contrapeso político e institucional provocó un desequilibrio tal entre mercado y sociedad que las consecuencias desestabilizaron la primera mitad de este siglo (desde las revoluciones mexicana y rusa hasta el ascenso del nazi-fascismo, con dos guerras mundiales incluidas)
Qué nos ofrece a cambio el paradigma del empleo de EE UU o del Reino Unido? Mucho empleo, muy flexible y muy barato, con pocas cotizaciones y frágil protección social, sin mínimos legales, sin negociación colectiva, sin sindicatos protectores. Consecuencia: en EE UU cerca de 40 millones de personas bajo el nivel de pobreza, 37 millones de desamparados sanitarios y 27 millones de analfabetos. La tasa de homicidios es superior. a 20 por cada 100.000 habitantes -entre cuatro y cinco veces superior a la de Europa- Con 1,5 millones de personas en prisión -y un total de cinco millones bajo tutela penal-, EE UU mantiene una proporción mayor de población reclusa que Suráfrica para mantener a raya a la mayoría negra o la URSS para imponer el comunismo (un creciente apartheid / gulag social en el país más rico y poderoso).
Los norteamericanos han reconquistado la primacía tecnológica y su productividad se ha duplicado desde 1948. Pero trabajan hoy 163 horas más al año (casi un mes) y disponen de un tercio menos de tiempo libre que entonces. Si esta tendencia continúa en el siglo XXI, trabajarán tantas horas como en los años veinte. En el Reino Unido, el paro ha descendido al 7%, pero en la patria del sindicalismo hay cláusulas de "no unions" para atraer a las multinacionales; en Londres puede verse a jóvenes homeless tumbados por las esquinas, y los hooligans pasean por los campos de fútbol del continente los síntomas de una sociedad descompuesta. Cuatro millones de británicos -un 25% de los ocupados- trabajan más de 48 horas a la semana, un 41% más que en 1984; más, de cuatro millones tienen menos de tres semanas de vacaciones pagadas, y 2,5 millones carecen en absoluto de ellas. El Tribunal Europeo de Justicia ha tenido que requerir al Gobierno británico -que limite la semana laboral a 48 horas. `Estados Unidos y el Reino Unido aún no cumplen los baremos laborales del Convenio de Washington, que estableció en 1921 la jornada de ocho horas y la semana de 48. Su economía funciona a todo tren, pero su sociedad se deshace. ¿No es esto una completa pérdida del sentido de los fines del progreso?
¿Y qué ocurre en nuestro país? Tenemos un 30% de trabajadores temporales o eventuales, muchos contratados por ETT con salarios ínfimos; muchos que renuncian a la aplicación del convenlo, o se dan de alta como autónomos para entrar en una relación evidente por cuenta ajena; y son innumerables los empleados de supermercados o de hoteles que trabajan horas extra por encima del tope legal sin compensación.
Vivimos en sociedades que tienden a bifurcar la trayectoria laboral-social y los tiempos de vida de sus miembros: un número creciente -pero aún minoritario- de trabajadores cualificados, nuevos profesionales "del conocimiento" que manejan los flujos de información desde el núcleo de las redes empresariales, y sobretrabajan entre 50 y 60 horas semanales enganchados a la economía global; y una periferia -igualmente creciente- de "trabajadores contingentes", temporales, a tiempo parcial obligado, o en empresas subcontratadas, mal pagados y sin formación ni perspectivas de promoción, que subtrabajan en la economía local, en tiempos fragmentados -cuando pueden- o no trabajan en absoluto. Unos y otros, como dice Robert Reich, coexisten en la misma sociedad, pero trabajan en economías distintas.
Llevamos 20 años en que la locomotora de la economía dirige y consume los vagones de la sociedad. Como en la célebre escena de los hermanos Marx, algunos aún gritan "¡más madera!". Pero ante el paro y la desestructuración social, Europa, y, sobre todo, la izquierda, reclama que la razón social -cuya condensación es la política- dirija a la razón económica. Los grandes fenómenos que marcan el fin de siglo -la globalización y la revolución tecnológica- pueden ser una poderosísima palanca de progreso si logramos un marco mínimo de control y regulación para superar sus efectos destructivos, la incertidumbre y la insolidaridad que generan. Colocar los fines -humanos y sociales- en el asiento conductor de los extraordinarios medios desplegados por el cambio global y tecnológico requiere dar más tiempo a la sociedad y menos a la economía. Introducida con prudencia, desde el acuerdo social, con estímulos en las cotizaciones sociales y otras medidas, la reducción progresiva de la jornada laboral es compatible con la racionalidad económica de las empresas. Pero en ella se encuentra, además, la semilla de un nuevo contrato social y un modelo distinto de sociedad. Uno que coloque los fines sociales por delante de los medios económicos. Y en el que la política pueda hacer lo que tiene que hacer: dar opciones para que la sociedad elija su propio destino.
El País, 14/11/1997.