10 de enero de 2007

Primero la paz

La hemeroteca está llena de nuestros errores. Todos, analistas y expertos, políticos o periodistas, tertulianos o policías, nos hemos equivocado tantas veces en la larga historia de esta tragedia, que deberíamos empezar nuestros análisis con ese humilde reconocimiento. Quienes, además, hemos sido dirigentes políticos y ostentamos todavía alguna responsabilidad pública debemos hacerlo por partida doble. Desde luego ése es mi caso y así me presento ante ustedes, queridos lectores, reconociendo que, a pesar de tantos años y de tan larga experiencia en esta noria maldita, siento en estos momentos la necesidad de anunciarme bajo la cita de Sócrates: 'Sólo sé que no sé nada'.

Pero estamos obligados a explicar nuestros actos, a aprender del pasado y a emprender de nuevo el camino de la paz. Este camino tortuoso y sin mapa, por el que la democracia transita desde hace treinta años. Y es desde esta perspectiva histórica desde la que extraigo una primera reflexión esperanzadora. Por dura y sorprendente que haya sido la brutal ruptura del 'alto el fuego permanente' anunciado el 22 de marzo, sostengo con convicción que estamos en el final de la violencia. Será un final largo, y no exento de atentados, aunque más puntuales, más contenidos, más esporádicos. Basta observar la curva estadística del terrorismo desde 1977 para comprobar la tendencia declinante de sus ataques. Además hay multitud de argumentos geopolíticos, ideológicos, sociológicos y de distinta naturaleza que avalan la misma convicción que la que hemos sostenido estos meses sobre la solidez del famoso 'proceso'. Todas esas razones en las que sustentábamos la esperanza del final de la violencia persisten hoy igual que ayer, y siguen sobre la mesa de unos estrategas que, por muy fanáticos que sean, acabarán sucumbiendo a la evidencia de que con su locura violenta sólo hunden y desprestigian su causa.

Pero con la misma convicción sostengo que ETA no admite el final dialogado de su violencia, en los términos que le ofrece la democracia. Desgraciadamente, una vez más, ha quedado perfectamente claro que cuando les reiteramos nuestra disposición a dialogar para integrarlos en la democracia, ellos entienden que estamos dispuestos a negociar sus pretensiones políticas y de ahí arrancan los malentendidos y los fracasos. Ha ocurrido así en todos y cada uno de los procesos anteriores: en Suiza en 1999, en Argel en 1989 y en cuantas conversaciones o contactos se han producido a lo largo de estos treinta años, excepto en el caso de los 'polimilis'. Ésta es una cuestión esencial porque de ella se derivan dos desencuentros claves entre las fuerzas democráticas. El primero se refiere al sentido del final dialogado de la violencia y el segundo, a las condiciones y contenidos políticos de ese diálogo. Cuando hicimos el Pacto de Ajuria Enea, hace ya cerca de veinte años, hubo consenso de todos los partidos, sobre la necesidad de formalizar el final de la violencia mediante un diálogo que sólo podía producirse cuando tuviéramos constancia del abandono de las armas, y que a su vez se trasladaba a dos mesas con interlocutores y materias diferentes. La una entre ETA y el Gobierno para las cuestiones operativas y humanas, y la otra entre los partidos políticos para las cuestiones políticas. Así concebido, el final dialogado permite un final absoluto, es decir, logra la disolución de la banda, la desaparición total de la violencia y permite iniciar una etapa de reconciliación en un país trágicamente fracturado por más de mil muertos. Naturalmente, de ese final dialogado surge también la incorporación a la política de los objetivos y partidos derivados de las causas que defendían los violentos.

El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha perseguido, exacta y exclusivamente, este final. Por eso se aprobó en mayo de 2005 una resolución parlamentaria con el contenido literal del famoso punto 10 del Pacto de Ajuria Enea. El PP se ha negado a ese final, a pesar de su acuerdo con él en los años ochenta y noventa y a pesar de que lo buscó, como era su deber, en 1999. Ahora insiste en que el único final posible es la derrota policial, legal y judicial de todo el entramado ETA-Batasuna. Pero yo pregunto: ¿Cuándo y cómo es posible ese final? Porque para que efectivamente se produzca es necesario que ETA acepte su derrota y se disuelva o que operativamente desaparezca. Conste que no niego tal hipótesis, pero si optamos por esta y única estrategia, debemos tener la honestidad de decir a los ciudadanos que debemos aceptar las incertidumbres sobre ese final y la imposibilidad de fijar plazos para él.

Pero también nosotros, quienes hemos defendido el final dialogado, debemos reconocer que nuestras exigencias y condiciones previas para aceptar el diálogo han quedado superadas por las experiencias fracasadas. Las treguas, por ejemplo, han servido como base aceptada del diálogo. Y aunque este 'alto el fuego permanente' ha venido precedido de un largo periodo sin asesinatos y ha elegido cuidadosamente su terminología para afianzar la voluntad de abandono de la violencia, es lo cierto que ha sido manifiestamente violado desde el verano de 2006 y brutalmente liquidado con la bomba de Barajas. En consecuencia y como muy bien dijo Patxi Zabaleta, «no se han cargado una tregua, se han cargado la tregua», y, por lo tanto, parece razonable pensar que en adelante sólo el abandono unilateral y definitivo de la violencia debería dar lugar a un nuevo 'final dialogado'. Todo lo cual pone en evidencia la necesidad de encontrar -en el diálogo interpartidario y democrático- un nuevo consenso sobre las condiciones exigibles para abrir ese escenario. En este sentido, quizás, el pleno del próximo lunes en el Congreso de los Diputados pudiera ser una buena ocasión para que todos los partidos de la democracia española contestáramos al comunicado de ETA de ayer, diciéndole que no puede seguir vigente un alto el fuego con bombas y extorsión y que no admitimos ningún diálogo bajo su amenaza.

La segunda cuestión no es menos importante. ¿Cabe el diálogo político sobre los temas nucleares de la política vasca, mediando la violencia? La experiencia nos demuestra que ETA concibe el diálogo político como condición de su disolución y no como su consecuencia. Es más, exige ese diálogo político mientras permanece vigilante y fuerza la consecución de sus objetivos no sólo con la amenaza de su permanencia, sino con una violencia 'controlada' cuya intensidad decide a través de sus terminales clásicas: kale borroka, cartas de extorsión, etcétera. Este esquema deja al descubierto la otra gran mentira del proceso: la autonomía de la izquierda abertzale, sometida, de principio a fin, a las decisiones tácticas de la banda.

Por eso resulta inconcebible que el lehendakari y otros dirigentes nacionalistas acepten esa malévola ecuación 'paz y diálogo', sin exigir la secuencia democrática que mejor que nadie ha establecido Josu Jon Imaz: «Primero la paz y luego la política». Pero cabe ir más allá, incluso. No se trata sólo de la radical imposibilidad democrática de negociar políticamente mediando la violencia, sino de plantear a los partidos nacionalistas el sostenimiento de sus propias y legítimas aspiraciones mientras ETA mate por ellas. Ya sé que esto duele, pero somos muchos los que pensamos que esta exigencia desde el nacionalismo democrático al nacionalismo violento es la condición que nos falta para el final. No les pedimos que renuncien a su proyecto de Euskadi, sino que condicionen su realización a la paz y a la libertad de todos. No mutilamos sus aspiraciones nacionalistas. Demandamos que las liberen de la contaminación violenta, que arruina su causa.

En los albores del Pacto de Ajuria Enea, Ardanza pronunció una frase capital: «No sólo no compartimos sus medios. Tampoco sus fines». Cerrar el círculo de ese discurso democrático y pacifista del nacionalismo exige hoy aplicar con convicción el otro principio esencial: 'Primero la paz y luego la política'. (El Correo, 10/1/2007)

24 de diciembre de 2006

Globalización y sindicatos.

A primeros de diciembre se celebró en el Consejo Económico y Social del País Vasco un interesante debate sobre la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE). A destacar la importancia que tiene esta nueva cultura de la empresa en la reflexión sobre el futuro de los sindicatos, algo que no es pacífico por dos razones diferentes. Algunos dirigentes sindicales ven a la RSE como un competidor de la actividad sindical y creen además que la RSE es un puro marketing social que esconde y disimula realidades laborales censurables.

En ambas líneas de reflexión se sitúa Carlos Trevilla, antiguo dirigente sindical y amigo, además de experto en estos temas, organizador a su vez de este congreso. De hecho, en la rueda de prensa del CES los tres representantes institucionales que asistíamos al debate: la Unión Europea, el Parlamento español y la diputación de Bizkaia, fuimos sorprendidos por las frías palabras del organizador, hacia esta idea.

No les falta razón a quienes piensan que, con frecuencia, la RSE de algunas empresas se limita a una acción social más o menos efectiva y a un lanzamiento espectacular del marketing correspondiente, que busca una empatía social y comercial con sus marcas. Pero eso no debe llevarnos a despreciar la importancia de este movimiento empresarial que está arraigando en todo el mundo y que, en mi opinión, tiene importantes derivadas políticas e ideológicas. Porque, por primera vez en la historia, hay una convergencia de intereses en los objetivos económicos y sociales de las empresas, de manera que la búsqueda de la competitividad en una economía globalizada deberá hacerse en términos de sostenibilidad medioambiental y social y dignidad laboral, o de lo contrario, no habrá competitividad sostenible.

¿De qué surge tanto optimismo? De la transformación acelerada que está experimentando la ecuación empresa-sociedad. La vieja empresa concebía su universo social sobre tres únicos actores: accionistas, clientes y trabajadores. La empresa de la globalización está penetrada por múltiples protagonistas que generan y exigen relaciones preferentes. La responsabilidad social de la empresa implica asumir esta realidad y buscar la excelencia en la relación con todos sus ’stakeholders’ (grupos de interés) de manera que la competitividad de sus productos se base en una superación de las exigencias legales y en la máxima calidad de sus comportamientos en los planos laborales, sociales y medioambientales.

El otro reproche de algunos sindicalistas a la RSE me parece sencillamente equivocado. La RSE no sustituye al sindicato o a la negociación colectiva. Al contrario, no hay RSE sin reconocimiento sindical y negociación colectiva. Es más, no hay RSE sin relaciones laborales dignas y justas y son los sindicatos quienes deben utilizar esta creciente exigencia a las empresas, en beneficio de su protagonismo y de su intervención sindical. Nada pierden los sindicatos por integrar en su estrategia y en su discurso las demandas de RSE a las empresas. Es más, deben aprovechar las nuevas oportunidades que esta nueva ecuación empresa-sociedad les brinda, para modernizar y enriquecer su papel y sus funciones con las reivindicaciones de la nueva sociedad laboral: la igualdad hombre-mujer, la conciliación laboral y familiar, la participación en beneficios, etcétera.

Tiene esto que ver con la creación de un gran sindicato global el pasado mes en Viena, fusionando las grandes centrales internacionales del siglo pasado. A mí me ha parecido una gran noticia. Pero especialmente llamó mi atención el inteligente equilibrio del que viene haciendo gala su nuevo secretario general, el británico Guy Ryder, al reclamar un sindicalismo globalizado y al hacerlo en términos modernos, abiertos y flexibles a las nuevas realidades. «Por fin hemos superado la división política e ideológica, así que ya no había motivo para estar separados. Necesitamos un sindicato global porque el mundo ha cambiado mucho en los últimos 20 años, y cada vez hay más casos internacionales y más preocupación por los procesos de globalización. El capital se ha globalizado, así que el sindicalismo también debe hacerlo. Hay un mercado global, pero los derechos sociales no se han globalizado», declaraba recientemente.

La Globalización imparable del mercado – y de la producción, sobre todo- traslada al sindicalismo globalizado tareas suplementarias a su delicada situación en todo el mundo. No se trata sólo de organizar la fuerza sindical a nivel planetario y superar las enormes contradicciones nacionales que atraviesan todavía a los trabajadores. Se trata, también, de atender y resolver las preocupantes señales de crisis que atenazan al movimiento sindical de los países desarrollados. Dicho de otro modo, antes de abordar la arquitectura institucional de la CSI en el mercado global; antes de asegurar la respuesta común de 180 millones de trabajadores pertenecientes a 170 países; antes de unificar los parámetros comunes de un Derecho sociolaboral mínimo a realidades tan heterogéneas, antes de todo eso y de mucho más, el sindicalismo debe resolver sus viejos problemas.

Por ejemplo, su apertura a la nueva economía, y a los centros de trabajo de la producción externalizada (subcontratación en cadena). El sindicalismo está demasiado constreñido a los centros fabriles, a la gran empresa y a los funcionarios públicos. Jóvenes y mujeres son el gran desafío del sindicalismo y su implantación en el sector servicios de las empresas, en las nuevas tecnologías, consultoras, pequeñas empresas, economía del conocimiento en general. Lo mismo ocurre con la unidad sindical interna de cada país. Porque si la debilidad del sindicalismo internacional ante unas empresas planetarias es patética, la división sindical en cada país frente a esas mismas empresas multinacionales es deprimente. Dos o tres sindicatos en un solo país pueden sostenerse si hay una base estratégica unitaria y un proyecto común de sociedad. Sobre esas bases, cabe que la diversidad enriquezca y fortalezca el movimiento sindical. Pero, no nos llamemos a engaño, a la larga, la unidad sindical orgánica garantizará la fuerza sindical y generará una mayor eficiencia en su acción sindical. Llegado el caso, tendremos que preguntarnos si siguen teniendo sentido unas elecciones sindicales, carísimas en esfuerzo y gastos, que resultan perturbadoras de las relaciones entre los sindicalistas de los diferentes sindicatos y añaden nuevos argumentos de tensión a sus cúpulas directivas. Para cerrar el círculo, también cabe preguntarse, en ese caso, si no se produciría un notable incremento de la afiliación sindical cuando sea el sindicato y no el comité el que represente y defienda los intereses de los trabajadores.

Volviendo al principio, el congreso del nuevo sindicato internacional ha denunciado los intentos de hacer de la RSE «una alternativa de marketing de las multinacionales, con las que sustituir el papel de la regulación legal, nacional e internacional, los gobiernos y las propias organizaciones sindicales». Yo estoy de acuerdo con eso. Pero ya no basta denunciar lo que no se quiere. Hace falta mojarse y al sindicalismo, al local y al internacional, le hace falta decir alto y claro cuáles son sus propuestas, cuáles son sus banderas y objetivos y cómo pretende alcanzarlos. Y si hace esa tarea de análisis y de estrategia, descubrirá que la RSE no es un competidor, sino un aliado y que, bien entendida, puede llegar a ser una formidable palanca de cambio social para que avance la democracia cívica, la cohesión social, la dignidad laboral y los principios sostenibles de nuestro ecosistema.

El Correo, 24/12/2006

5 de diciembre de 2006

Mujeres al poder

Ha habido muchas revoluciones a lo largo de la historia. La mayoría fracasaron, bien porque no alcanzaron los objetivos que las motivaron, bien porque en su conquista produjeron males superiores a los beneficios que buscaban, bien porque en su desarrollo acabaron destruyendo o traicionando sus propios ideales. Si alguna merece ser reconocida como tal, es decir «un cambio brusco e importante en el orden social, económico o moral», ésa es la revolución feminista.

Hemos celebrado este año el setenta y cinco aniversario del reconocimiento en España del derecho al voto de las mujeres. De aquella gran conquista de nuestro periodo republicano a la próxima Ley de Igualdad que aprobaremos en las Cortes estos próximos días, en la que, por ejemplo, se propone la progresiva incorporación de las mujeres a los consejos de administración de las empresas, media un abismo de tiempo y de progresos. ¿Insuficientes todavía? Quizás, aunque imparables e irreversibles, además de cuantiosos. Que reconozcamos la existencia de importantes aspiraciones de la igualdad entre los sexos, todavía no alcanzadas, no nos debe impedir resaltar los importantes avances que se están produciendo de manera constante y unidireccional. Sin ir más lejos, y aunque a algunos les pueda parecer nimio, el Estatuto de Andalucía recién aprobado en el Congreso, ha incorporado un lenguaje no sexista, gramaticalmente dudoso pero, en materia de género, rabiosamente igualitario.

La evolución de la sociedad española en estos últimos veinte años es una buena muestra de la conquista de la igualdad. Basta examinar tres parámetros irrefutables: el mayor número de mujeres que de hombres en la Universidad (aunque persisten algunas reticencias culturales en el acceso femenino a determinadas carreras), el número de mujeres en el mercado de trabajo (todavía inferior a la tasa de actividad masculina, aunque avanzando inexorablemente, si recordamos por ejemplo que en los treinta últimos años el número de mujeres ocupadas en España ha pasado de 3,6 millones a 8,1, es decir, que hoy trabajan cuatro millones y medio de mujeres más que hace treinta años en el mercado laboral) y por último el número de mujeres en la actividad pública (ayuntamientos, parlamentos, gobiernos, etcétera), que desde comienzos de los 80 se ha multiplicado sucesivamente, acercándose a porcentajes próximos a la igualdad (entre 30% y 40% de media). El Gobierno paritario de Rodríguez Zapatero ha sido la última y significativa decisión en esta dirección.

Que el Gobierno tiene como número dos a una vicepresidenta 'feminista' es algo sabido. Pero quizás lo sea menos que está encabezado por un presidente que ha insertado la batalla de la igualdad de géneros en el corazón de su política 'republicana', entendiendo por tal la democracia constitucional, es decir, un orden político estable y seguro, regido por la ley y una comunidad política de libertades y de justicia en la que se estimulan las virtudes cívicas y los bienes públicos ('solidarity goods'). Es en ese modelo en el que se insertan algunos perfiles de lo que Zapatero ha llamado 'el socialismo de los ciudadanos', aunque el entorno de esa idea esté todavía insuficientemente configurado.

Pero es en ese marco, insisto, en el que Rodríguez Zapatero ha insertado una decidida política de igualdad de géneros que ha tenido y tiene en la Ley de Igualdad su marco general. Dos ideas destacan en esta ley que resultan controvertidas y objeto de polémica. La primera es el establecimiento de la obligación legal de representación igual de mujeres y hombres en todas las listas electorales. Como se sabe, este objetivo se pretende mediante la exigencia del 40-60 en todas las listas electorales de todos los partidos y en todas las elecciones, es decir, que ninguno de los sexos esté representado por debajo del 40% ni, en consecuencia, por encima del 60%. Todo ello exigible en las listas por tramos de a cinco (para evitar trampas de porcentajes globales que coloquen a las mujeres en los últimos puestos)

Como se sabe, esta medida ya está en discusión judicial porque el Tribunal Constitucional tiene sobre su mesa varias impugnaciones del PP a varias leyes electorales autonómicas que establecen ésta o parecidas medidas y que, en su opinión, no son constitucionalmente admisibles.

La otra medida que está provocando mayor polémica es la que corresponde al Artículo 71: «Las sociedades procurarán incluir en su consejo de administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres en un plazo de ocho años a partir de la entrada en vigor de esta ley».

Aquí han surgido airadas voces que cuestionan la impertinente injerencia del legislador en un ámbito estrictamente privado, como es la gestión de las empresas. Empezaré por afirmar algo obvio. La ley no establece mandato imperativo y debemos destacar la importancia del verbo que enmarca este propósito: 'procurarán'. Para más claridad, se establece un plazo de ocho años para que se vaya materializando esta recomendación. Por último, se circunscribe la propuesta a las grandes empresas que cotizan en Bolsa. La ley sí contempla, en cambio, que las empresas que avancen en este objetivo de la igualdad puedan encontrar estímulos en la contratación pública y que las que no lo hagan expliquen en sus memorias las razones de no hacerlo. Aquí no hay imposición legal, hay estímulo público y quizás sanción social. Una sociedad madura puede y debe ejercer sus derechos ciudadanos como consumidores y como ahorradores, en una creciente exigencia de responsabilidad social a la empresa. Y la igualdad de géneros es una de las más elementales señales de responsabilidad social.

En segundo lugar conviene echar una mirada a nuestra estadística. En Suecia, las mujeres con cargos directivos en grandes empresas llegan al 27%. En Finlandia, al 17,5%; en EE UU, el 17%; en la UE, el 7'5%. Y en España... el 3%. Por cierto, las empresas del IBEX no llegan a ese raquítico porcentaje. Hay quien dice, como la CEOE o el PP, que esa igualdad llegará de forma natural cuando la presencia de la mujer en la dirección de las empresas y en los consejos de administración se derive de una ósmosis gradual como consecuencia de la creciente presencia de la mujer en la empresa. Al igual que las mujeres jueces acabarán copando el Supremo, vienen a decirnos, por su masiva presencia en el mundo judicial, así mismo se producirá la progresiva (y -añaden- nunca impuesta) presencia femenina en los núcleos decisivos del poder empresarial.

Hay varias objeciones que hacer a este bienintencionado propósito. La primera es la que públicamente se planteaba Pilar Gómez-Acebo, vicepresidenta de la Confederación Española de Directivos: «¿Cuántas decenas de años tardaremos en acceder a los puestos que nos corresponden? ¿Cuarenta años, cincuenta?». Efectivamente, las cuotas se censuran como injustas, pero sin ellas muchos sectores sociales no avanzan en el camino de la igualdad. Honradamente, éa es la conclusión evidente de nuestra experiencia política. Pero además ya es hora de que admitamos las enormes desventajas con que cuentan las mujeres en el desarrollo de su carrera profesional. Hay, desde luego, una discriminación por el embarazo y la maternidad y la mayoría de las mujeres sufren las principales consecuencias de asumir la responsabilidad familiar. La mayoría de los hombres competimos ventajosamente con ellas porque nuestras carreras profesionales se siguen sosteniendo en el excedente de tiempo que nos proporcionan nuestras mujeres. Por eso, entre otras muchas razones, estas políticas de igualdad no son concesiones piadosas a un colectivo marginal, sino devolución de derechos que la sociedad debe a la mitad de nuestros conciudadanos.

Yo no sé si «la mujer enriquece a la empresa», como decía hace unos días Mónica Oriol, presidenta de una gran firma española. El argumento de la calidad especial o de las singulares características de las mujeres en el poder me convence poco. Pero sí creo en el camino de la igualdad que Norberto Bobbio llamaba «estrella polar de la izquierda».


El Correo. 5/12/2006