La hemeroteca está llena de nuestros errores. Todos, analistas y expertos, políticos o periodistas, tertulianos o policías, nos hemos equivocado tantas veces en la larga historia de esta tragedia, que deberíamos empezar nuestros análisis con ese humilde reconocimiento. Quienes, además, hemos sido dirigentes políticos y ostentamos todavía alguna responsabilidad pública debemos hacerlo por partida doble. Desde luego ése es mi caso y así me presento ante ustedes, queridos lectores, reconociendo que, a pesar de tantos años y de tan larga experiencia en esta noria maldita, siento en estos momentos la necesidad de anunciarme bajo la cita de Sócrates: 'Sólo sé que no sé nada'.
Pero estamos obligados a explicar nuestros actos, a aprender del pasado y a emprender de nuevo el camino de la paz. Este camino tortuoso y sin mapa, por el que la democracia transita desde hace treinta años. Y es desde esta perspectiva histórica desde la que extraigo una primera reflexión esperanzadora. Por dura y sorprendente que haya sido la brutal ruptura del 'alto el fuego permanente' anunciado el 22 de marzo, sostengo con convicción que estamos en el final de la violencia. Será un final largo, y no exento de atentados, aunque más puntuales, más contenidos, más esporádicos. Basta observar la curva estadística del terrorismo desde 1977 para comprobar la tendencia declinante de sus ataques. Además hay multitud de argumentos geopolíticos, ideológicos, sociológicos y de distinta naturaleza que avalan la misma convicción que la que hemos sostenido estos meses sobre la solidez del famoso 'proceso'. Todas esas razones en las que sustentábamos la esperanza del final de la violencia persisten hoy igual que ayer, y siguen sobre la mesa de unos estrategas que, por muy fanáticos que sean, acabarán sucumbiendo a la evidencia de que con su locura violenta sólo hunden y desprestigian su causa.
Pero con la misma convicción sostengo que ETA no admite el final dialogado de su violencia, en los términos que le ofrece la democracia. Desgraciadamente, una vez más, ha quedado perfectamente claro que cuando les reiteramos nuestra disposición a dialogar para integrarlos en la democracia, ellos entienden que estamos dispuestos a negociar sus pretensiones políticas y de ahí arrancan los malentendidos y los fracasos. Ha ocurrido así en todos y cada uno de los procesos anteriores: en Suiza en 1999, en Argel en 1989 y en cuantas conversaciones o contactos se han producido a lo largo de estos treinta años, excepto en el caso de los 'polimilis'. Ésta es una cuestión esencial porque de ella se derivan dos desencuentros claves entre las fuerzas democráticas. El primero se refiere al sentido del final dialogado de la violencia y el segundo, a las condiciones y contenidos políticos de ese diálogo. Cuando hicimos el Pacto de Ajuria Enea, hace ya cerca de veinte años, hubo consenso de todos los partidos, sobre la necesidad de formalizar el final de la violencia mediante un diálogo que sólo podía producirse cuando tuviéramos constancia del abandono de las armas, y que a su vez se trasladaba a dos mesas con interlocutores y materias diferentes. La una entre ETA y el Gobierno para las cuestiones operativas y humanas, y la otra entre los partidos políticos para las cuestiones políticas. Así concebido, el final dialogado permite un final absoluto, es decir, logra la disolución de la banda, la desaparición total de la violencia y permite iniciar una etapa de reconciliación en un país trágicamente fracturado por más de mil muertos. Naturalmente, de ese final dialogado surge también la incorporación a la política de los objetivos y partidos derivados de las causas que defendían los violentos.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha perseguido, exacta y exclusivamente, este final. Por eso se aprobó en mayo de 2005 una resolución parlamentaria con el contenido literal del famoso punto 10 del Pacto de Ajuria Enea. El PP se ha negado a ese final, a pesar de su acuerdo con él en los años ochenta y noventa y a pesar de que lo buscó, como era su deber, en 1999. Ahora insiste en que el único final posible es la derrota policial, legal y judicial de todo el entramado ETA-Batasuna. Pero yo pregunto: ¿Cuándo y cómo es posible ese final? Porque para que efectivamente se produzca es necesario que ETA acepte su derrota y se disuelva o que operativamente desaparezca. Conste que no niego tal hipótesis, pero si optamos por esta y única estrategia, debemos tener la honestidad de decir a los ciudadanos que debemos aceptar las incertidumbres sobre ese final y la imposibilidad de fijar plazos para él.
Pero también nosotros, quienes hemos defendido el final dialogado, debemos reconocer que nuestras exigencias y condiciones previas para aceptar el diálogo han quedado superadas por las experiencias fracasadas. Las treguas, por ejemplo, han servido como base aceptada del diálogo. Y aunque este 'alto el fuego permanente' ha venido precedido de un largo periodo sin asesinatos y ha elegido cuidadosamente su terminología para afianzar la voluntad de abandono de la violencia, es lo cierto que ha sido manifiestamente violado desde el verano de 2006 y brutalmente liquidado con la bomba de Barajas. En consecuencia y como muy bien dijo Patxi Zabaleta, «no se han cargado una tregua, se han cargado la tregua», y, por lo tanto, parece razonable pensar que en adelante sólo el abandono unilateral y definitivo de la violencia debería dar lugar a un nuevo 'final dialogado'. Todo lo cual pone en evidencia la necesidad de encontrar -en el diálogo interpartidario y democrático- un nuevo consenso sobre las condiciones exigibles para abrir ese escenario. En este sentido, quizás, el pleno del próximo lunes en el Congreso de los Diputados pudiera ser una buena ocasión para que todos los partidos de la democracia española contestáramos al comunicado de ETA de ayer, diciéndole que no puede seguir vigente un alto el fuego con bombas y extorsión y que no admitimos ningún diálogo bajo su amenaza.
La segunda cuestión no es menos importante. ¿Cabe el diálogo político sobre los temas nucleares de la política vasca, mediando la violencia? La experiencia nos demuestra que ETA concibe el diálogo político como condición de su disolución y no como su consecuencia. Es más, exige ese diálogo político mientras permanece vigilante y fuerza la consecución de sus objetivos no sólo con la amenaza de su permanencia, sino con una violencia 'controlada' cuya intensidad decide a través de sus terminales clásicas: kale borroka, cartas de extorsión, etcétera. Este esquema deja al descubierto la otra gran mentira del proceso: la autonomía de la izquierda abertzale, sometida, de principio a fin, a las decisiones tácticas de la banda.
Por eso resulta inconcebible que el lehendakari y otros dirigentes nacionalistas acepten esa malévola ecuación 'paz y diálogo', sin exigir la secuencia democrática que mejor que nadie ha establecido Josu Jon Imaz: «Primero la paz y luego la política». Pero cabe ir más allá, incluso. No se trata sólo de la radical imposibilidad democrática de negociar políticamente mediando la violencia, sino de plantear a los partidos nacionalistas el sostenimiento de sus propias y legítimas aspiraciones mientras ETA mate por ellas. Ya sé que esto duele, pero somos muchos los que pensamos que esta exigencia desde el nacionalismo democrático al nacionalismo violento es la condición que nos falta para el final. No les pedimos que renuncien a su proyecto de Euskadi, sino que condicionen su realización a la paz y a la libertad de todos. No mutilamos sus aspiraciones nacionalistas. Demandamos que las liberen de la contaminación violenta, que arruina su causa.
En los albores del Pacto de Ajuria Enea, Ardanza pronunció una frase capital: «No sólo no compartimos sus medios. Tampoco sus fines». Cerrar el círculo de ese discurso democrático y pacifista del nacionalismo exige hoy aplicar con convicción el otro principio esencial: 'Primero la paz y luego la política'. (El Correo, 10/1/2007)
Pero estamos obligados a explicar nuestros actos, a aprender del pasado y a emprender de nuevo el camino de la paz. Este camino tortuoso y sin mapa, por el que la democracia transita desde hace treinta años. Y es desde esta perspectiva histórica desde la que extraigo una primera reflexión esperanzadora. Por dura y sorprendente que haya sido la brutal ruptura del 'alto el fuego permanente' anunciado el 22 de marzo, sostengo con convicción que estamos en el final de la violencia. Será un final largo, y no exento de atentados, aunque más puntuales, más contenidos, más esporádicos. Basta observar la curva estadística del terrorismo desde 1977 para comprobar la tendencia declinante de sus ataques. Además hay multitud de argumentos geopolíticos, ideológicos, sociológicos y de distinta naturaleza que avalan la misma convicción que la que hemos sostenido estos meses sobre la solidez del famoso 'proceso'. Todas esas razones en las que sustentábamos la esperanza del final de la violencia persisten hoy igual que ayer, y siguen sobre la mesa de unos estrategas que, por muy fanáticos que sean, acabarán sucumbiendo a la evidencia de que con su locura violenta sólo hunden y desprestigian su causa.
Pero con la misma convicción sostengo que ETA no admite el final dialogado de su violencia, en los términos que le ofrece la democracia. Desgraciadamente, una vez más, ha quedado perfectamente claro que cuando les reiteramos nuestra disposición a dialogar para integrarlos en la democracia, ellos entienden que estamos dispuestos a negociar sus pretensiones políticas y de ahí arrancan los malentendidos y los fracasos. Ha ocurrido así en todos y cada uno de los procesos anteriores: en Suiza en 1999, en Argel en 1989 y en cuantas conversaciones o contactos se han producido a lo largo de estos treinta años, excepto en el caso de los 'polimilis'. Ésta es una cuestión esencial porque de ella se derivan dos desencuentros claves entre las fuerzas democráticas. El primero se refiere al sentido del final dialogado de la violencia y el segundo, a las condiciones y contenidos políticos de ese diálogo. Cuando hicimos el Pacto de Ajuria Enea, hace ya cerca de veinte años, hubo consenso de todos los partidos, sobre la necesidad de formalizar el final de la violencia mediante un diálogo que sólo podía producirse cuando tuviéramos constancia del abandono de las armas, y que a su vez se trasladaba a dos mesas con interlocutores y materias diferentes. La una entre ETA y el Gobierno para las cuestiones operativas y humanas, y la otra entre los partidos políticos para las cuestiones políticas. Así concebido, el final dialogado permite un final absoluto, es decir, logra la disolución de la banda, la desaparición total de la violencia y permite iniciar una etapa de reconciliación en un país trágicamente fracturado por más de mil muertos. Naturalmente, de ese final dialogado surge también la incorporación a la política de los objetivos y partidos derivados de las causas que defendían los violentos.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero ha perseguido, exacta y exclusivamente, este final. Por eso se aprobó en mayo de 2005 una resolución parlamentaria con el contenido literal del famoso punto 10 del Pacto de Ajuria Enea. El PP se ha negado a ese final, a pesar de su acuerdo con él en los años ochenta y noventa y a pesar de que lo buscó, como era su deber, en 1999. Ahora insiste en que el único final posible es la derrota policial, legal y judicial de todo el entramado ETA-Batasuna. Pero yo pregunto: ¿Cuándo y cómo es posible ese final? Porque para que efectivamente se produzca es necesario que ETA acepte su derrota y se disuelva o que operativamente desaparezca. Conste que no niego tal hipótesis, pero si optamos por esta y única estrategia, debemos tener la honestidad de decir a los ciudadanos que debemos aceptar las incertidumbres sobre ese final y la imposibilidad de fijar plazos para él.
Pero también nosotros, quienes hemos defendido el final dialogado, debemos reconocer que nuestras exigencias y condiciones previas para aceptar el diálogo han quedado superadas por las experiencias fracasadas. Las treguas, por ejemplo, han servido como base aceptada del diálogo. Y aunque este 'alto el fuego permanente' ha venido precedido de un largo periodo sin asesinatos y ha elegido cuidadosamente su terminología para afianzar la voluntad de abandono de la violencia, es lo cierto que ha sido manifiestamente violado desde el verano de 2006 y brutalmente liquidado con la bomba de Barajas. En consecuencia y como muy bien dijo Patxi Zabaleta, «no se han cargado una tregua, se han cargado la tregua», y, por lo tanto, parece razonable pensar que en adelante sólo el abandono unilateral y definitivo de la violencia debería dar lugar a un nuevo 'final dialogado'. Todo lo cual pone en evidencia la necesidad de encontrar -en el diálogo interpartidario y democrático- un nuevo consenso sobre las condiciones exigibles para abrir ese escenario. En este sentido, quizás, el pleno del próximo lunes en el Congreso de los Diputados pudiera ser una buena ocasión para que todos los partidos de la democracia española contestáramos al comunicado de ETA de ayer, diciéndole que no puede seguir vigente un alto el fuego con bombas y extorsión y que no admitimos ningún diálogo bajo su amenaza.
La segunda cuestión no es menos importante. ¿Cabe el diálogo político sobre los temas nucleares de la política vasca, mediando la violencia? La experiencia nos demuestra que ETA concibe el diálogo político como condición de su disolución y no como su consecuencia. Es más, exige ese diálogo político mientras permanece vigilante y fuerza la consecución de sus objetivos no sólo con la amenaza de su permanencia, sino con una violencia 'controlada' cuya intensidad decide a través de sus terminales clásicas: kale borroka, cartas de extorsión, etcétera. Este esquema deja al descubierto la otra gran mentira del proceso: la autonomía de la izquierda abertzale, sometida, de principio a fin, a las decisiones tácticas de la banda.
Por eso resulta inconcebible que el lehendakari y otros dirigentes nacionalistas acepten esa malévola ecuación 'paz y diálogo', sin exigir la secuencia democrática que mejor que nadie ha establecido Josu Jon Imaz: «Primero la paz y luego la política». Pero cabe ir más allá, incluso. No se trata sólo de la radical imposibilidad democrática de negociar políticamente mediando la violencia, sino de plantear a los partidos nacionalistas el sostenimiento de sus propias y legítimas aspiraciones mientras ETA mate por ellas. Ya sé que esto duele, pero somos muchos los que pensamos que esta exigencia desde el nacionalismo democrático al nacionalismo violento es la condición que nos falta para el final. No les pedimos que renuncien a su proyecto de Euskadi, sino que condicionen su realización a la paz y a la libertad de todos. No mutilamos sus aspiraciones nacionalistas. Demandamos que las liberen de la contaminación violenta, que arruina su causa.
En los albores del Pacto de Ajuria Enea, Ardanza pronunció una frase capital: «No sólo no compartimos sus medios. Tampoco sus fines». Cerrar el círculo de ese discurso democrático y pacifista del nacionalismo exige hoy aplicar con convicción el otro principio esencial: 'Primero la paz y luego la política'. (El Correo, 10/1/2007)