La alarma ciudadana ante la desigualdad social es una oportunidad para revitalizar las políticas igualitarias, y la izquierda moderna debe proponer soluciones que no están en su manual ideológico del siglo pasado. Mientras, el centro derecha no puede negarse a consensuar nuevas medidas para modernizar nuestro sistema social y evitar así la polarización política y el avance del populismo.
La desigualdad ha sido el componente sentimental e ideológico fundamental en la mayoría de los movimientos emancipatorios. Seres humanos esclavizados por otros o explotados en masa por estructuras productivas nacidas en la primera revolución industrial, encontraron caminos de salvación en la repugnancia moral que generaban, en la injusticia social que expresaban, siempre en comparación con quienes se apoderaban de sus vidas y de su trabajo. Era y es un sentimiento natural, inevitable cuando miras a tu alrededor y comparas vidas, derechos, placeres, propiedades… La desigualdad te golpea y te hace preguntarte por qué.
Todas las grandes transformaciones sociales han tenido en la igualdad su motor más poderoso, su palanca más útil, el corazón que bombeaba flujo para el coraje y el sacrificio, a veces extremo, muchas veces vital. El esclavo de las plantaciones de Alabama, Rosa Parks –la negra que no se levantó del asiento del autobús–, el obrero textil de Manchester, las primeras sufragistas, los sindicalistas… Todos se rebelaban contra la desigualdad de sus dueños, de los blancos, de las empresas que les sometían a condiciones inhumanas, de los hombres que no des dejaban votar.
Muchas de esas causas de inhumanidad han sido superadas. Cualquier tiempo pasado fue peor. Afortunadamente hemos avanzado mucho en el reconocimiento de la dignidad humana y de los derechos que la garantizan, y las teorías destructivas o negacionistas de esta evolución, podríamos decir, no se sostienen, cuando se comparan con el pasado las condiciones de vida y disfrute de derechos y libertades de hoy.
La igualdad socioeconómica se convirtió en el eje de las ideologías de izquierda desde finales del siglo XIX. La revolución industrial y las masas obreras, el marxismo, los sindicatos, los partidos socialistas y comunistas organizaron las grandes reivindicaciones del trabajo digno –en condiciones sociolaborales justas– y, más tarde, la organización sociopolítica que desarrollara la protección social y las políticas del bienestar. A finales del siglo pasado, después de más de tres décadas de Estado del Bienestar, máxima arquitectura institucional igualitaria, la izquierda se aquietó. El sueño de la igualdad parecía conquistado: la educación universal y gratuita hacían iguales las oportunidades ante la vida, y la sanidad universal y gratuita garantizaba la igualdad en la salud. Un sistema de Seguridad Social nos garantizaba protección «desde la cuna hasta la tumba» (Beveridge) y suficiencia ante cualquier eventualidad, y una red de servicios sociales protegía contra la exclusión, la pobreza o cualquier otra circunstancia discriminatoria.
Cayó el Muro, se globalizó el comercio –y, sobre todo, las finanzas–, atacó el neoliberalismo y se durmió la izquierda en sus laureles. De pronto, descubrimos que la desigualdad aumentaba. Piketty demostró en un texto, tan rotundo como ilegible, que los ricos lo eran cada vez más y que las diferencias se acentuaban. Nos golpeó la crisis de 2007-2014 y la pobreza aumentó. La clase media redujo sus ingresos y muchos que no lo eran y nunca lo habían sido se hicieron pobres. La globalización también se hizo productiva. Mil millones de seres humanos que nunca habían producido, se convirtieron en trabajadores y sus salarios hacían dumping al trabajo menos cualificado de Occidente.
De pronto, la desigualdad volvió a golpear nuestra conciencia. Ocupa ya el primer eslabón de las preocupaciones sociales (¡otra vez!) y los gabinetes y estudiosos del mundo entero se preguntan cómo combatirla. De pronto, descubrimos que la educación no es tan milagrosa en el camino de la igualdad, porque las condiciones sociales de origen y múltiples factores selectivos reducen extraordinariamente la estadística igualitaria. La covid-19 pone en evidencia que las condiciones de vida y de trabajo o los barrios en los que trabajamos nos hacen diferentes ante el virus. Los servicios públicos se desbordan y se rompen las redes de la protección social ante demandas masivas de supervivencia. Creíamos que la sanidad pública era extraordinaria, y lo era, pero su insuficiencia y los recortes de la crisis la han puesto en evidencia. El desempleo y la precariedad de nuestro mundo laboral mantienen en la pobreza y en los bordes de la exclusión a millones de nuestros conciudadanos, y la desigualdad social ha vuelto en sus expresiones más bruscas.
La reacción ante todo esto se enfrenta a dos fenómenos que nos bloquean. El primero es la proliferación de manifestaciones de la desigualdad que diluyen y difuminan el conflicto socioeconómico de nuestras sociedades, al situarlo en similares términos de la protesta, de la injusticia y de las soluciones. Hay desigualdad entre mujeres y hombres, entre negros y blancos, entre migrantes y autóctonos, entre jóvenes y viejos, entre dominadores de la economía digital y analfabetos, hasta en el patio de butacas y el paraíso del Real en las medidas contra la COVID.
Lo cierto es que las nuevas formas de desigualdad se fueron incorporando a nuestro mundo cuando el Estado del Bienestar había llegado a sus más altas cotas de prestaciones y la nueva sociedad europea de principios del siglo XXI reclamó nuevas leyes y nuevos derechos frente a intolerables muestras discriminatorias de un código moral antiguo y obsoleto. El matrimonio entre homosexuales, las nuevas formas de familia, la investigación con células madre, la eutanasia, el cuidado de nuestros mayores en una sociedad envejecida, el reconocimiento y la igualación social de los que sufren algún tipo de minusvalía, la xenofobia ante la inmigración, la profundización en la revolución feminista, la igualdad laboral en todas sus diferencias… Se llegó a decir que era un nuevo socialismo de la ciudadanía, queriendo dar así un nuevo y moderno sentido a la vieja aspiración igualitaria de la palabra socialismo. No fue un error: era la consecuencia lógica de una transformación social, de unas demandas ciudadanas que interpelaban a nuestra conciencia emancipatoria del ser humano y su legítima demanda de igualdad. Pero hoy esa proliferación de manifestaciones igualitarias, desde el #MeToo al #BlackLivesMatter, desde los movimientos LGTB a las plataformas anti-desahucio, ocupan redes sociales y medios de comunicación más frecuente e incesantemente que las demandas socioeconómicas de la desigualdad.
El segundo fenómeno que nos atrapa en esta lucha es la impotencia en las respuestas, la falta de una ingeniería política adecuada y consensuada frente a la desigualdad. La globalización ha estrechado los márgenes de las políticas nacionales, los endeudamientos públicos están en los límites de lo razonable, las capacidades recaudatorias de la fiscalidad nacional son pequeñas y el mercado ha arrebatado al Estado enormes espacios regulatorios. En este contexto, la izquierda política se confunde o se distrae: confusión es plantearse soluciones que no lo son y distraerse es asaltar los cielos por caminos que llevan a infierno – y ya se sabe que ese camino está empedrado de buenas intenciones–.
Yo creo que la alarma ciudadana ante la desigualdad social es una oportunidad para revitalizar las políticas igualitarias, y la izquierda moderna debe innovar y proponer soluciones que no están en su manual ideológico del siglo pasado. Creo también que el centro derecha no puede negarse a consensuar nuevas medidas para modernizar nuestro sistema social y evitar así la polarización política y el avance del populismo como consecuencia de una fractura social cada vez más evidente y peligrosa. El mundo está clamando por un nuevo capitalismo y la derecha política no puede marginarse de esa transformación.
Por ejemplo, tiene que explorar –y explotar– las potencialidades de las empresas en su batalla por la igualdad, desde el abanico salarial a la equiparación de condiciones laborales al margen de sexos, diversidad étnica o modalidad contractual. La empresa tiene una singular importancia en la creación de hábitats igualitarios, porque es el primer escalón predistributivo. Si de verdad estamos ante un nuevo steakholder capitalism, como anunció Davos hace menos de un año, ese camino –no sabemos si ilusorio, real o simplemente marketing– debe ser recorrido para asentar un espacio de mayor igualdad en el origen de las rentas por el trabajo. El Estado debe influir en ese campo, como lo ha hecho en la fijación de cuotas femeninas en los Consejos de Administración, estableciendo estímulos al achatamiento de los abanicos salariales y elevando los salarios mínimos legales. La expansión de la cultura de la Responsabilidad Social en las empresas ayudará a extender a toda la cadena de subcontratación unas condiciones mínimas de trabajo en cumplimiento de los Derechos Humanos, los Convenios de la OIT y los ODS.
Hay que revisar la fiscalidad, combatir los espacios opacos y las Administraciones fiscales no cooperativas y, sobre todo, hay que armonizar la fiscalidad de sociedades. Crear nuevas figuras al dumping medioambiental y a los consumos que favorezcan el cambio climático nos ayudará en esa lucha y en la recaudación. Lo mismo ocurre con la fiscalidad a las tecnológicas y a los movimientos financieros: la economía digital se escapa de las agencias tributarias nacionales y la caída en la recaudación en el impuesto de sociedades –a la mitad del ingreso de hace diez años– se debe también a esto.
Hay que atacar con fiscalidad específica los grandes patrimonios y fortunas, lo que Piketty llama la rentabilidad del capital, es decir, la verdad científica comprobada históricamente de que la rentabilidad del capital y los patrimonios aumenta progresivamente las diferencias. No será fácil porque ello exige acuerdos internacionales muy complejos, pero hay que ponerlo en la agenda. Otros grandes inventos de la igualdad, la seguridad social especialmente, también parecían utópicos a comienzos del siglo XX.
Hay que mejorar la gestión del Estado del Bienestar, haciéndola más eficiente y más selectiva. Hay que revisar también la manera en que gastamos el dinero público en los servicios universales –la eficiencia y evaluación de políticas y subvenciones– y, sobre todo, hay que solucionar mejor, discriminado más justamente, los destinatarios de nuestras ayudas y prestaciones. Esta última tarea no es ni fácil ni popular, pero todos los Estados del Bienestar europeos, especialmente los del sur, tenemos que revisar nuestras tasas y ayudas con carácter universal para mejorarlas para los destinatarios verdaderamente necesitados.
Por último –y no menos importante–, hay que renovar las medias que permitan reparar el ascensor social averiado en clave de igualdad de oportunidades. La educación pública exige nuevos esfuerzos en términos presupuestarios, la formación profesional tiene que mejorar, la universidad necesita un plus de calidad y la brecha de género en las enseñanzas técnicas no puede perpetuarse. La cualificación digital es imprescindible para la nueva economía, y el esfuerzo de las empresas en ella es particularmente necesario. Igualdad equivale aquí a discriminación positiva para quienes necesitan más para ser iguales.
No agoto las medidas. Me interesa más destacar la necesidad de explorar nuevas vías de combate a la inequidad y de construcción de la igualdad en todas sus manifestaciones, especialmente en el área socioeconómica, es decir, eliminando la pobreza, asegurando la igualdad de oportunidades ante la vida, protegiendo dignamente a los excluidos, modernizando nuestro sistema de protección social y avanzando en la Europa social. Se trata de poner sobre la mesa, de nuevo, el viejo debate de la igualdad, pero adaptándonos a la sociedad, a la economía y a la tecnología del siglo XXI.
Es hora de hablar de desigualdad no solo describiendo sus evidencias, sino proponiendo alternativas y soluciones. El debate es necesario, además, porque la crisis de las democracias y la reaparición de los populismos se explican también –aunque hablamos de un fenómeno multifactorial–, en base a la reaparición de este mal social.
(*) Ramón Jáuregui, presidente de la Fundación Euroamérica.
Publicado para Ethic, 29/09/2020