"Deberíamos pensar muy en serio en introducir la elección directa de los alcaldes como una forma más cualificada de participación ciudadana. "
Partimos de la base de que el sistema electoral de nuestros ayuntamientos merece una revisión hacia una elección más directa del alcalde a través de una segunda vuelta entre los dos candidatos mayoritarios o a través de fórmulas que primen el reparto de escaños a la formación ganadora. A todas luces parece una reforma necesaria, comprobado el hecho de que los ciudadanos personalizan las candidaturas en una prueba de madurez y de legitimación democrática muy apreciable.
Aceptamos también que, mientras esas reformas no se produzcan, las mayorías pactadas pueden –con total legitimidad democrática y con toda lógica política– elevar a la Alcaldía a partidos que no han resultado ganadores en las urnas, pero que suman las mayorías necesarias para acceder a esa responsabilidad.
Hasta aquí lo razonable. De hecho, así llevamos gobernando nuestras ciudades desde hace cuarenta años. Porque fue precisamente en 1979 cuando se inició la andadura democrática municipal española. Lo que resulta menos admisible es que las negociaciones para alcanzar esas mayorías resulten poco transparentes o nada respetuosas con el sentir mayoritario expresado por los ciudadanos en las urnas.
Así, por ejemplo, el acuerdo en el Ayuntamiento de Madrid entre el Partido Popular y Vox, de un lado, y el PP y Ciudadanos, de otro, construido en mesas y negociaciones paralelas, da lugar inmediatamente después de la elección como alcalde del candidato popular a una confusa y ridícula dialéctica sobre las concejalías o cargos atribuidos a la formación de ultraderecha, en una ceremonia que oculta a la ciudadanía los contenidos mismos del pacto. En el colmo de esa pelea, la portavoz de Vox amenaza a los populares «con desvelar el pacto firmado», reconociendo así la naturaleza secreta de sus mutuos compromisos. Ese documento fue hecho público ayer.
Si toda la maniobra de una negociación a tres, sin que dos de ellos quieran o puedan verse, resulta ya por sí misma confusa y opaca, la revelación de la existencia de compromisos ocultos añade un desprecio intolerable a la gente a la que se gobierna.
Tampoco resulta edificante elegir alcalde al representante de un partido que ha obtenido un solo escaño de entre veinticinco para evitar que gobierne el partido mayoritario que quedó a uno solo de la mayoría absoluta.
Este ha sido el caso de Melilla, donde fue elegido alcalde –y, por tanto, presidente de la ciudad autónoma– el único concejal de Ciudadanos porque Coalición por Melilla (ocho escaños) y el PSOE (cuatro escaños) le votaron para evitar un nuevo mandato del PP.
En fin, presentar mociones de censura unas pocas horas después de elegido un alcalde debería estar prohibido en la ley. Habría que limitar ese mecanismo de sustitución del alcalde a periodos intermedios de la legislatura. En el País Vasco, los acuerdos posteriores a las elecciones municipales y forales del 26 de mayo han tenido solidez y seriedad. Dos fuerzas centenarias renuevan el pacto más natural y más estable. Natural porque responde a dos componentes de la pluralidad identitaria del país y porque hace más de treinta años –en 1987, con la constitución del primer Gobierno vasco de coalición– que comenzaron las alianzas entre el PNV y el PSE. Estable porque los pactos entre fuerzas que representan campos sociológicos distintos –es decir, que no se disputan electorados comunes– soportan mejor las desavenencias políticas del día a día.
Lo han hecho seriamente, con el rigor de unas negociaciones transparentes suscritas por las máximas representaciones de ambos partidos. Dan así continuidad y coherencia a las instituciones vascas al evitar tensiones partidarias entre gobierno, diputaciones y ayuntamientos.
Las reformas electorales hacia listas abiertas en las que los ciudadanos puedan elegir nominalmente a los candidatos son un paso necesario en nuestro sistema electoral porque introducen un estímulo a la ejemplaridad y a la eficiencia de los elegibles. De hecho, se están introduciendo en varios países europeos como una forma más cualificada de participación ciudadana. Pero en las elecciones municipales deberíamos pensar muy seriamente en la elección personal del alcalde.
Estas y otras reformas deberían acometerse en el comienzo de esta legislatura y debería hacerse recuperando el espíritu del consenso que presidió la elaboración constitucional. Al fin y al cabo, el sistema electoral es parte esencial del pacto democrático y por ello forma parte del llamado «bloque de constitucionalidad».
Pero me temo que pedir consensos al arco parlamentario español de hoy es algo peor que la nostalgia. Desgraciadamente es una ingenuidad.
Partimos de la base de que el sistema electoral de nuestros ayuntamientos merece una revisión hacia una elección más directa del alcalde a través de una segunda vuelta entre los dos candidatos mayoritarios o a través de fórmulas que primen el reparto de escaños a la formación ganadora. A todas luces parece una reforma necesaria, comprobado el hecho de que los ciudadanos personalizan las candidaturas en una prueba de madurez y de legitimación democrática muy apreciable.
Aceptamos también que, mientras esas reformas no se produzcan, las mayorías pactadas pueden –con total legitimidad democrática y con toda lógica política– elevar a la Alcaldía a partidos que no han resultado ganadores en las urnas, pero que suman las mayorías necesarias para acceder a esa responsabilidad.
Hasta aquí lo razonable. De hecho, así llevamos gobernando nuestras ciudades desde hace cuarenta años. Porque fue precisamente en 1979 cuando se inició la andadura democrática municipal española. Lo que resulta menos admisible es que las negociaciones para alcanzar esas mayorías resulten poco transparentes o nada respetuosas con el sentir mayoritario expresado por los ciudadanos en las urnas.
Así, por ejemplo, el acuerdo en el Ayuntamiento de Madrid entre el Partido Popular y Vox, de un lado, y el PP y Ciudadanos, de otro, construido en mesas y negociaciones paralelas, da lugar inmediatamente después de la elección como alcalde del candidato popular a una confusa y ridícula dialéctica sobre las concejalías o cargos atribuidos a la formación de ultraderecha, en una ceremonia que oculta a la ciudadanía los contenidos mismos del pacto. En el colmo de esa pelea, la portavoz de Vox amenaza a los populares «con desvelar el pacto firmado», reconociendo así la naturaleza secreta de sus mutuos compromisos. Ese documento fue hecho público ayer.
Si toda la maniobra de una negociación a tres, sin que dos de ellos quieran o puedan verse, resulta ya por sí misma confusa y opaca, la revelación de la existencia de compromisos ocultos añade un desprecio intolerable a la gente a la que se gobierna.
Tampoco resulta edificante elegir alcalde al representante de un partido que ha obtenido un solo escaño de entre veinticinco para evitar que gobierne el partido mayoritario que quedó a uno solo de la mayoría absoluta.
Este ha sido el caso de Melilla, donde fue elegido alcalde –y, por tanto, presidente de la ciudad autónoma– el único concejal de Ciudadanos porque Coalición por Melilla (ocho escaños) y el PSOE (cuatro escaños) le votaron para evitar un nuevo mandato del PP.
En fin, presentar mociones de censura unas pocas horas después de elegido un alcalde debería estar prohibido en la ley. Habría que limitar ese mecanismo de sustitución del alcalde a periodos intermedios de la legislatura. En el País Vasco, los acuerdos posteriores a las elecciones municipales y forales del 26 de mayo han tenido solidez y seriedad. Dos fuerzas centenarias renuevan el pacto más natural y más estable. Natural porque responde a dos componentes de la pluralidad identitaria del país y porque hace más de treinta años –en 1987, con la constitución del primer Gobierno vasco de coalición– que comenzaron las alianzas entre el PNV y el PSE. Estable porque los pactos entre fuerzas que representan campos sociológicos distintos –es decir, que no se disputan electorados comunes– soportan mejor las desavenencias políticas del día a día.
Lo han hecho seriamente, con el rigor de unas negociaciones transparentes suscritas por las máximas representaciones de ambos partidos. Dan así continuidad y coherencia a las instituciones vascas al evitar tensiones partidarias entre gobierno, diputaciones y ayuntamientos.
Las reformas electorales hacia listas abiertas en las que los ciudadanos puedan elegir nominalmente a los candidatos son un paso necesario en nuestro sistema electoral porque introducen un estímulo a la ejemplaridad y a la eficiencia de los elegibles. De hecho, se están introduciendo en varios países europeos como una forma más cualificada de participación ciudadana. Pero en las elecciones municipales deberíamos pensar muy seriamente en la elección personal del alcalde.
Estas y otras reformas deberían acometerse en el comienzo de esta legislatura y debería hacerse recuperando el espíritu del consenso que presidió la elaboración constitucional. Al fin y al cabo, el sistema electoral es parte esencial del pacto democrático y por ello forma parte del llamado «bloque de constitucionalidad».
Pero me temo que pedir consensos al arco parlamentario español de hoy es algo peor que la nostalgia. Desgraciadamente es una ingenuidad.