7 de octubre de 2017

Lo que estamos haciendo mal.

 La principal responsabilidad de lo que está ocurriendo en Cataluña es del nacionalismo catalán, que decidió abrazar la causa independentista de manera unilateral y rupturista contra la legalidad constitucional y contra España. Pero dicho esto, estamos muy lejos de resolver el problema que late en las demandas sociales de ese país. Quienes queremos ganar democráticamente al independentismo, quienes estamos contra ese populismo patriótico y defendemos valores de convivencia, solidaridad, ciudadanía, Estado de Derecho, etcétera, tenemos que ganar las batallas intelectuales y morales que generan las convicciones colectivas de la mayoría. Hay tres de estas batallas que estamos perdiendo.
La primera es la más grave. El nacionalismo catalán está sumando adeptos ante la ausencia de una vía reformista de su autogobierno. El catalanismo no independentista está abandonado. De hecho, el porcentaje de quienes se declaran abiertamente favorables a la independencia ha pasado del 20 al 40% en diez años. Es sabido que el origen del desafecto con España viene del frustrado Estatut, en el que todos cometimos errores. Pero a esa decepción estatutaria de 2010 se ha sumado una inmensa cantidad de gente no independentista ante la ausencia de una vía ‘reparadora’ de aquel fracaso.

El ‘laisser faire, laisser passer’ de Rajoy estos últimos cinco años ha vaciado de contenido y expectativa la propuesta federal y la negociación de un nuevo Estatuto para Cataluña en el marco de una Constitución reformada. Esta pasividad ha sido muy bien aprovechada por los estrategas del ‘procés’ a través de un artefacto dialéctico imbatible: el derecho a decidir (queremos votar). Esta combinación argumental solo puede ser derrotada si se abre otra vía alternativa de negociación en serio, con votación final del acuerdo alcanzado.

La segunda, es el fracaso rotundo del Gobierno en la gestión operativa del domingo pasado. No hace falta describir ese fracaso en un referéndum que finalmente se celebró y cuyos intentos para impedirlo han provocado unas imágenes absolutamente perjudiciales a la causa de la ley y a las razones del Estado. He vivido en el Pleno de Estrasburgo de esta semana un reproche total a España por la actuación policial. Hasta el punto de que hemos puesto en cuestión la imagen moderna y democrática de nuestras libertades y de nuestras instituciones, bien ganada en los últimos decenios. Es más, el tema catalán ha entrado en las primeras páginas de todos los diarios y televisiones del mundo, y le ha dado una relevancia internacional que hasta este infausto 1-O no tenía.

Sentí enorme tristeza por lo que oí decir de mi país, aunque era, en muchos casos, injusto, exagerado y oportunista. Pero tuvieron la ocasión de decirlo. Es más, hoy, en todas las cancillerías del mundo, en todos los parlamentos de los países europeos, cuando son interpelados sobre el tema, acaban convergiendo en una retórica apelación al diálogo, olvidando la naturaleza independentista del reto y las palmarias ilegalidades de sus convocantes. Hemos perdido una batalla crucial.

El tercer error es el discurso del Rey. Yo no lo habría aconsejado. Y de hacerlo, hubiera sido mucho más equilibrado y conciliatorio. Al Rey no le corresponde esa actitud inculpatoria, ese tono acusador, casi casi premonitorio de una intervención excepcional del Estado. Eso, en todo caso, le corresponde al Gobierno. El Rey no puede perder pie en Cataluña. Necesitamos a la Corona como vínculo institucional, como tracto histórico, como paraguas de unidad. No sé cuál será el modelo de convivencia futura con Cataluña. Nadie sabe cómo será el statu-quo jurídico político de Cataluña con el Estado, pero es seguro que tendrá en la Corona de España uno de sus pilares. Reino Unido y Bélgica son dos buenos ejemplos de lo que digo, y Felipe VI tenía los dos pies en Cataluña... hasta el martes pasado.

Si además de lo que dijo, su discurso hubiera contenido algún mensaje más amistoso hacia su pueblo. Si hubiera apelado a las Cortes para dialogar y pactar. Si hubiera mencionado siquiera las posibilidades de reforma de nuestras leyes para adaptarnos a la nueva realidad... Si hubiera tendido la mano, en definitiva, hoy seguiría siendo una pieza intocable del juego. Esperemos que lo siga siendo. Por el bien de todos.
 
Publicado para El Correo, 7/10/2017