En los próximos meses, dos países europeos
votarán en referéndum dos decisiones que
tienen en jaque a la Unión Europea (UE).
Los holandeses van a las urnas el próximo
6 de abril para votar si aceptan o no el acuerdo de asociación
entre la UE y Ucrania. El referéndum no es
vinculante, aunque todos sabemos la relatividad de
esa condición, porque nadie hace lo contrario a lo que
vota el pueblo, y es consecuencia de una iniciativa
popular que logró reunir 446.000 firmas, superando
así las 300.000 necesarias que establece la legislación
holandesa para pedir la convocatoria de un plebiscito.
El Reino Unido votará el próximo 23 de junio quedarse
en una UE reformada o marcharse de ella, después
de que el pasado fin de semana los otros 27 Estados
miembros hayan tenido que aceptar la singularidad
británica en una Europa menos integrada y
menos solidaria. En este caso, se trata de una promesa
electoral de Cameron, presionado por las corrientes
antieuropeas del UKIP y de parte de su propio partido,
que volverá a someter al pueblo británico (que
ya votó en 1974) a este dilema sobre el ser o no ser
europeo de los británicos.
Las consecuencias de estas convocatorias y de sus
resultados no son menores para la Unión, en un momento
en el que todo el mundo considera que nos estamos
jugando el futuro, amenazados como estamos,
por una multicrisis cuyo
epicentro vuelve a ser el
nacionalismo retrógrado
e insolidario que tantos
daños provocó a Europa.
«En Holanda ganará el
‘sí’ al tratado», nos dijo su
primer ministro. Mark
Rutte, en Estrasburgo
cuando presentó el programa
de su presidencia
europea para este semestre.
Pero, ¿cómo olvidar
que la Constitución europea
encalló en aquel referéndum
holandés de
2005? La campaña por el
referéndum contra Ucrania
fue lanzada por el blog
Geenstijl, el centro de estudios
Forum voor Democratie (Foro para la Democracia)
y la asociación Bugercomite UE (comité ciudadanos)
a principios de septiembre. La iniciativa
Geenpeil se opone a la expansión de la UE y asegura
que el tratado de asociación con Ucrania dañará al sistema
democrático holandés.
La tragedia del avión de Malaysia Airlines, derribado
en Ucrania con 193 pasajeros holandeses, pesará
como una losa en el electorado y mi pregunta es:
¿por qué lo que han decidido 27 de los 28 países, quedaría
bloqueado si los electores de un país de 16 millones
de habitantes votan ‘no’? Desgraciadamente,
la soberanía de la ciudadanía europea es inferior a la
soberanía originaria de cada país. Algo parecido estableció
el Tribunal Constitucional alemán cuando sometió
a la ratificación del Parlamento alemán las decisiones
económicas del Ecofin (Consejo de Asuntos
Económicos y Financieros).
En Ucrania hemos tenido una guerra a las puertas
de Europa. El acuerdo de asociación acerca a Europa
ese importante país, después de una serie de negociaciones
dificilísimas con la Rusia de Putin, en la que
las sanciones comerciales han tenido su efecto. Ofrecer
un horizonte europeo a los deseos mayoritarios
de los ucranianos es una obligación política y moral de la UE. Pues bien, después de toda esta ingente cantidad
de esfuerzos políticos, negociaciones, sanciones
(guerras incluidas en el Este de Ucrania), llegamos
a un final y la Unión acuerda la asociación de
Ucrania a Europa. Y ahora, ¿un referéndum nacional
puede echarlo todo por la borda? ¿Es lógico?
Con el referéndum británico sucede algo parecido.
Cameron nos pide unas reformas de la Unión en
el sentido contrario a lo que muchos queremos: más
integración, más ciudadanía, más gobernanza económica,
más coordinación fiscal... Más Europa en definitiva.
Pues bien, supuestamente negociamos en
contra de todo esto porque sabemos que el Reino Unido
es fundamental en la Unión. Que sin el Reino Unido
Europa pierde densidad económica, peso político,
influencia geoestratégica... y muchas cosas más.
El acuerdo del Consejo Europeo del 18 de febrero
produce una sensación contradictoria. No nos gusta
su contenido, pero era imprescindible para que gane
el ‘sí’ en el referéndum. No nos gusta que el Reino
Unido pueda limitar el número de trabajadores europeos
que pueden acceder a su mercado laboral (vulneración
clara del principio de libre circulación) y no
nos gustan las limitaciones de sus ayudas sociales a
los trabajadores no británicos (vulneración clara del
principio de igualdad de los ciudadanos europeos). El
resto es más simbólico y en parte retórico, aunque
en la mala dirección, de
más Estados y menos Europa.
El problema es que
son concesiones a una opinión
pública movida por
sentimientos antieuropeos
muy primarios, que muy
probablemente seguimos
alimentando y que pueden
acabar dando la victoria al
‘no’ a Europa, produciendo
así un daño enorme e
irreparable, primero, a los
propios británicos ,y después,
a toda Europa.
Estas son mis dudas sobre
la frecuente tentación
de acudir a la consulta directa
a los ciudadanos y la
fuerza expansiva que está
adquiriendo en el debate político el llamado derecho
a decidirlo todo, con que la política democrática acaba
trasladando al electorado respuestas binarias (‘sí’
o ‘no’) a problemas muy complejos. De hecho, volviendo
al tema, los dirigentes de Holanda y Reino
Unido, las fuerzas económicas, los medios y el establishment
de ambos países creen que el ‘no’ a Europa
sería catastrófico, pero quizás no puedan contra
una corriente antieuropea que amenaza el futuro de
una Unión supranacional modélica en plena globalización
económica, financiera y comercial. Porque
la verdadera amenaza del Brexit no es solo la marcha
del Reino Unido. Es la puerta que dejan abierta a daneses,
polacos…
¿Qué nos falta? Sin duda un ‘demos’ europeo. Una
narrativa de paz, progreso y libertad como la que durante
la segunda mitad del pasado siglo empujó la
construcción europea. Pero no solo. Lo que nos falta,
además, es encontrar respuestas concretas y solidarias
a nuestras crisis de hoy: la inmigración, el terrorismo,
el empleo, la economía competitiva y la
cohesión social. Nos faltan liderazgos europeos y cambios
en la política económica, pero sobre todo vencer
esta corriente de fondo suicida que se llama populismo
nacionalista.
Publicado en el Correo, 23/02/2016