España comenzará el año próximo una legislatura difícil, incierta y quizás breve. La dimensión de los problemas que deberán abordarse es incuestionable. Empezando por el desafío catalán, que, esperemos, no haya entrado antes incluso del 20-D, en un territorio de irreversibles consecuencias. Sea cual sea el resultado electoral y sea cual sea el desenlace de la investidura del nuevo president de la Generalitat, estamos condenados a intentar una nueva solución a la pretensión independentista, conocida la voluntad política de la mayoría parlamentaria surgida de las elecciones catalanas de septiembre pasado.
El próximo Gobierno español tendrá, seguro y en primer lugar, un problema espinoso en el terreno de asegurar la ley y evitar el desacato flagrante al orden constitucional, que se presume de la hoja de ruta pactada por los grupos soberanistas. Aquí ya nos estamos jugando mucho porque es enormemente difícil concretar las medidas que deben adoptarse en cada caso y, mucho más difícil todavía, calcular las consecuencias que producirán a medio y largo plazo en la opinión pública y en los sentimientos de las poblaciones afectadas. Pero, incluso en el supuesto de que se hayan adoptado medidas extremas respecto a las autoridades catalanas (denuncias penales, inhabilitaciones, etc.) o respecto a las instituciones (sustitución de autoridades autonómicas o suspensión competencial, etc.), la política exigirá ofrecer a la ciudadanía catalana un nuevo pacto autonómico, que reformule el estatus de Cataluña en España, con reforma constitucional incluida. Esta mano tendida a Cataluña, con la pretensión de lograr un nuevo pacto con las fuerzas mayoritarias allí, es algo que no debemos abandonar y que constituye la clave de la victoria de la mayoría no independentista.
La reforma constitucional parece aconsejable también por otros motivos que vienen de lejos y que en esencia responden a necesidades de actualización que estos cuarenta años de cambios sustanciales en todos los órdenes, reclaman de nuestra Carta Magna.
Desgraciadamente, hay dos peligrosas actitudes políticas ante este reto capital de nuestro próximo futuro. Por lo que parece, el PP renuncia a incluir en su programa esta propuesta, quizás porque no ven estas necesidades, quizás porque consideran imposible un nuevo acuerdo.
Pero no es menos censurable la actitud de quienes creen que la Constitución del 78 debe ser cambiada de arriba abajo, incapaces de apreciar ninguna de sus virtudes y pensando que solo con ellos llega la verdadera democracia. Este peligroso adanismo, tan presente en los nuevos partidos, nos llevará al desastre de pretender acuerdos, demoliendo los existentes, sin comprender que los consensos se alcanzan cediendo y que las constituciones son un conjunto de renuncias de todos, a cambio de un texto que permite la convivencia de todos. Lo novedoso de esta tarea ingente que es encontrar un nuevo acuerdo constitucional en la España de 2016, reformando el existente sin destruirlo, es que deberá producirse sobre un mapa político mucho más fragmentado, con una nueva generación de líderes políticos que no se conocen, en una sociedad bastante descreída de la política y muy desconfiada de los partidos políticos. A diferencia de la España de 1977, unida por la ilusión democrática y liderada por no más de una docena de líderes políticos, la España del año que viene es, además, una España de Autonomías y cualquier pacto territorial, sin duda el más difícil de la reforma pendiente, reclamará el acuerdo de los demás territorios. Y, conocida la experiencia de las reformas estatutarias de la primera década de este siglo, ¿quién nos asegura que no se levantarán banderas igualitarias contra la singularidad? Sin duda, lo que viene será difícil. No solo por el reto catalán, territorial, constitucional. España tiene asignaturas pendientes de insoslayable abordaje. El paro, por supuesto, el emprendimiento y la economía digital, la educación y la investigación, la reforma fiscal, la sostenibilidad y modernización de nuestro modelo social, la reforma de nuestro sistema de relaciones laborales, el coste eléctrico y la política energética en general....
Es demasiado pronto para aventurar la duración de la próxima legislatura, mucho más sabiendo que vamos a un panorama de tres o cuatro partidos acompañados por otras tres o cuatro fuerzas políticas más pequeñas, pero importantes por su representación territorial, que configuran una gran inestabilidad para la constitución del próximo Gobierno, pero no es descartable que se trate de un periodo transitorio que no agote los cuatro años. Circunstancia que también se daría si un acuerdo de reforma constitucional obligara a disolver las Cortes para la convocatoria de un referéndum de ratificación del nuevo texto.
Publicado por El correo, 11/11/2015.
Publicado por El correo, 11/11/2015.