Les ahorro los pormenores del caso. Ustedes conocen las vicisitudes de nuestro vecino bilbaíno en Rumanía, donde un negocio fracasado por razones que no vienen al caso se dio de bruces contra un Estado que le trató como un trapo. Sin la ayuda del Estado, sin acceso a la Justicia, sin abogados de quien fiarse, amenazado por poderes oscuros... Son casos que ocurren cuando un Estado no protege a sus ciudadanos y los derechos fundamentales brillan por su ausencia. A Ernesto Sojo le hundieron en Rumanía la corrupción y la ausencia de un sistema protector de los derechos individuales, especialmente el acceso a la Justicia, comúnmente llamado la tutela judicial efectiva.
Me reuní con él minutos antes de que, junto a su abogado, compareciera ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo y lograran, con éxito, que los servicios jurídicos de la Cámara elaboren un informe jurídico previo a otras iniciativas que puedan adoptarse ante el Gobierno rumano o incluso quizás ante el propio Tribunal de Justicia Europeo. El caso sigue vivo, en gran parte por los esfuerzos del brillante alegato del abogado de Sojo y por la defensa entusiasta de varios diputados españoles, en particular de mis compañeros Carlos Iturgáiz e Izaskun Bilbao a lo largo de un apasionado debate en la Comisión. Lo cual no impide que reconozcamos que las posibilidades de que Ernesto Sojo reciba alguna compensación económica al desfalco sufrido en su aventura empresarial rumana son pocas y lejanas.
Pero el caso suscita algunas reflexiones políticas de fondo. La primera es la enorme utilidad de una comisión parlamentaria como esta, que desgraciadamente no existe en la mayoría de los parlamentos nacionales. La vía abierta a que un ciudadano, o una reivindicación fundamentada, incluso una denuncia grave contra un Estado –como en este caso– pueda ser defendida ante los grupos políticos de una Cá- mara, suscite un debate reglado, obligue a la Comisión Europea a dar su punto de vista y exija al Parlamento una respuesta institucional, es un formidable instrumento de conexión con los ciudadanos y de legitimación de la tarea y la representación parlamentaria.
El mismo día en que Sojo expuso su caso, un conjunto de asociaciones de consumidores españoles denunciaron las prácticas abusivas de los bancos españoles (cláusulas suelo, hipotecas, desahucios, etc.). Un debate de esta naturaleza, desgraciadamente, no ha sido posible todavía en el Parlamento español.
La segunda reflexión es la constatación de que la UE sigue siendo un espacio político muy heterogé- neo, en el que pueden producirse vulneraciones muy primarias en el marco de sus libertades y derechos fundamentales. Hemos sido y somos el faro civilizatorio del mundo en los últimos cinco siglos. Exigimos principios democráticos muy severos a los países que quieren adherirse a la Unión. Dichos principios han acabado configurando una especie de có- digo mínimo llamado Principios de Copenhague, que planteamos como requisito previo a la adhesión muchos países vecinos (así ocurre con Bosnia-Herzegovina, Macedonia o Turquía en la actualidad). Pero, en el interior de los 28 Estados miembros de la Unión se está produciendo un evidente y peligroso deterioro en la protección de los derechos individuales. A veces ese deterioro se produce en el seno de Estados con muy poca tradición democrática; es el caso de muchos países del Este en los que no ha habido democracia desde la Segunda Guerra Mundial hasta poco antes de su entrada en la UE. A veces es la consecuencia de una dificultosa construcción de las instituciones democráticas básicas en países pobres, cuyos recursos económicos no se dedican precisamente a la consolidación de estas instituciones. En otras ocasiones el deterioro se debe simplemente a la tentación autoritaria que anida en el rincón oscuro del poder. Lo cierto es que algunos países europeos tienen –quizás deba decir tenemos– todavía un largo recorrido de perfección democrática.
Es más, un informe que estoy elaborando en el Parlamento sobre el cumplimiento de los derechos fundamentales en la Unión, pone de manifiesto que la UE está vulnerando, en demasiados casos y en demasiados lugares, derechos fundamentales de nuestro credo democrático: con los inmigrantes, con la libertad de expresión y de prensa, con la intimidad personal, en el acceso a la justicia, con las minorías, ya sean estas étnico-lingüísticas, raciales o religiosas... No pongo nombre a los países, pero estamos viendo todos los días estos hechos, agudizados, en el plano de las libertades, por las exigencias de la seguridad frente al terrorismo yihadista y en el plano social, como consecuencia de la devaluación sociolaboral y de recortes en las prestaciones sociales que nos ha impuesto la crisis.
La tercera reflexión, por último, consiste en constatar la necesidad de impulsar el desarrollo de una sociedad civil organizada, pujante y exigente con los poderes públicos. Mucho de lo que vemos en las actuaciones policiales y políticas de estos últimos días y meses procede de una indignación ciudadana que se convierte en alarma social y en castigo político. Esta situación debe necesariamente mover las instituciones, desde gobiernos a medios de comunicación, desde jueces a partidos políticos, al autocontrol, al rigor, y a la severidad en el cumplimiento ético de nuestras responsabilidades.
Internet y las tecnologías de la comunicación están dotando a la sociedad y a sus organizaciones de instrumentos cada vez más poderosos para ejercer la crítica y el contrapeso a las vulneraciones de los derechos fundamentales, y esa dialéctica será muy beneficiosa para que nuestras democracias no se deslicen por inercias reaccionarias o autoritarias.
Publicado en El Correo, 29/04/2015