La Unión Europea mira poco hacia América Latina, y con demasiada frecuencia lo hace equivocando el enfoque.
Mira poco, en parte porque las urgencias del momento -ya se trate de Ucrania o de Palestina- desvían su atención hacia otras latitudes, y en parte porque los intereses de algunos Estados miembros con especial peso en la Unión Europea están más en el Este que en el nuevo continente. Entiéndaseme bien: no es que debamos dejar de afrontar los retos que se nos plantean en cada coyuntura, ni que como países tengamos que renunciar a defender nuestros intereses. Es más bien que esas dos tareas deben ser compatibles con el desarrollo de una visión de futuro amplia, reflexiva y proactiva, sobre el papel de la Unión Europea en el mundo. Dicho de otro modo, se trata de que los árboles no nos impidan ver el bosque; tanto el cortoplacismo como la excesiva focalización en las áreas de influencia tradicionales de determinados Estados revelan una carencia de pensamiento estratégico, y se compaginan mal con la tan cacareada voluntad de convertir a la Unión en un auténtico actor global.
Si queremos ir más allá de la retórica y convertir esa voluntad en hechos, no podemos volver la espalda a una región del mundo cuyo peso no hace más que aumentar. Una región con seiscientos millones de habitantes, clara mayoría de regímenes democráticos consolidados o en vías de consolidación, clases medias crecientes y mercados cada vez más pujantes y competitivos, muchos de los cuales sortearon la crisis de 2008 bastante mejor que Europa. Una región donde la desigualdad y la pobreza son todavía desafíos pendientes, pero cuyos avances en materia de desarrollo no pueden negarse. La tasa de pobreza en el conjunto de la región ha pasado del 43,9% en 2002 al 29,4% en 2011, y buena parte de sus Estados han pasado de recibir masivamente fondos de la cooperación europea a ser considerados por el Banco Mundial como países de renta media o media-alta, habiéndose convertido algunos de ellos en donantes netos de ayuda al desarrollo. Por poner un ejemplo, Brasil ha reducido la pobreza extrema del 17% en 1990 al 5% en 2012, y durante las presidencias de Lula da Silva y Dilma Rousseff más de 40 millones de personas se han integrado en la clase media. Al mismo tiempo, ese país se ha convertido en la séptima economía más grande del mundo y la tercera economía emergente por tamaño, tras China e India. Un actor global por derecho propio.
No nos engañemos: si ignoramos semejante potencial económico, cultural, político y social y renunciamos a desempeñar un papel importante en esos países, el espacio no quedará vacante mucho tiempo. De hecho, ya no lo está. La geopolítica acusa cierto horror al vacío, de modo que las áreas descuidadas por unos atraen rápidamente el interés de otros. En América Latina, donde otrora Europa -sus empresas, su influencia política, su ejemplo de democracia, bienestar e integración regional- gozaban de un prestigio considerable, ahora ganan peso actores como China o Rusia. Sería ilusorio pensar que su presencia allí va a limitarse al intercambio económico, dejando intactas otras esferas; quien pone el dinero suele poner también sus valores y su visión del mundo. En ese panorama, si Europa no mira a América Latina, América Latina no tardará en mirar hacia otro sitio.
Decía al principio que además de mirar poco a esa región del mundo, a menudo los europeos utilizamos un enfoque inadecuado, que combina paternalismo y prejuicios ideológicos. En la vieja Europa no es difícil encontrar "recetarios estándar" llenos de supuestas soluciones contra los más diversos males -desde la corrupción a la violencia, la desigualdad o la debilidad institucional- que se pretenden aplicables a toda América Latina, de Tijuana a Tierra de Fuego. Si queremos contribuir a resolver los muchos problemas que persisten en la región debemos hacer un esfuerzo por comprender los matices y diferencias entre sus distintos países, dejando a un lado apriorismos y trasnochados complejos de superioridad. Entre esos apriorismos destaca especialmente el de tipo ideológico. Puestos a valorar las iniciativas de un determinado país latinoamericano, cada cual juzga en función de sus afinidades partidistas. La derecha europea critica sistemáticamente a los gobiernos latinoamericanos de izquierdas, y la izquierda lo hace con los de derechas. Estas posiciones de partida denotan poca consideración hacia gobiernos que gozan de la legitimidad que otorgan las urnas y hacia la ciudadanía que les ha elegido. Al adoptarlas, damos a entender a nuestros interlocutores que cuando hablamos con ellos no lo hacemos de igual a igual.
Y sin embargo, en la evolución reciente de América Latina hay muchos aspectos de los que Europa debería tomar buena nota. A lo largo de la última década, la región ha vivido un auge de gobiernos progresistas muy diferentes entre sí, algunos de los cuales presentan éxitos indudables: han impulsado la transformación de su modelo productivo y emprendido reformas en materia de fiscalidad y redistribución de la riqueza, con el fin de aumentar la competitividad al tiempo que reducen la desigualdad. Los casos de Chile, Uruguay, Bolivia, Colombia, Perú o Ecuador son muy expresivos en este sentido. Pero no se trata sólo de la economía, sino también del desempeño democrático. Por ejemplo, en el índice de corrupción percibida de Transparencia Internacional, Chile y Uruguay puntúan mejor que muchos países europeos, entre ellos España, Italia, Austria y Francia. ¿Merecen o no nuestra atención estos resultados?
En los próximos días viajaré a México para participar en la Cumbre Iberoamericana de Veracruz. Acudo como co-presidente de la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana, un organismo del que participa el Parlamento Europeo, cuyo fin es precisamente promover el diálogo entre representantes de ambos continentes. Nada me gustaría más que poder decir en esa ocasión a mis colegas latinoamericanos que Europa va a cambiar a mejor su mirada hacia América Latina. Desde la responsabilidad institucional que ahora ocupo, mi compromiso es impulsar ese cambio de enfoque.