¡Lo que son los tiempos! Aznar, presidente del Gobierno entonces y aliado con el PNV en la gobernación española, calificó aquella ruptura de «frívola y electoralista», dando a entender, ’sensu contrario’, que los socialistas deberíamos haber mantenido la coalición con quienes caminaban abiertamente hacia el pacto con la izquierda abertzale y ETA, que dio origen, sólo unos meses después, al pacto de Estella. Es verdad que los partidos somos tremendamente subjetivos analizando los acontecimientos políticos desde ópticas sectarias las más de las veces; pero recordando aquellos hechos y releyendo la hemeroteca de esos meses produce hasta gracia la defensa del PNV por parte del presidente Aznar, que debía conocer entonces por los servicios de información el ir y venir de algunos dirigentes del PNV a las confusas fronteras del magma batasuno y que fue literalmente traicionado por sus socios, semanas después, con un pacto hecho a sus espaldas y contra él.
En el socialismo vasco la decisión de ruptura no fue fácil. Ni unitaria. A mí me sorprendió y, como a otros compañeros que llevábamos defendiendo y sosteniendo la coalición con los nacionalistas, nos pareció precipitada. Desde la comisión ejecutiva del PSOE, en la que me encontraba desde hacía un año, se decidió apoyar a los compañeros vascos y tanto Almunia como Borrell lo avalaron. Pero quedará para la especulación histórica la duda sobre si no habría sido mejor que la ruptura la provocaran quienes realmente querían echarnos del Gobierno y no quienes siempre defendimos las bondades de una coalición necesaria. Me explico: creo que Redondo tuvo razón al denunciar a un PNV que caminaba hacia el pacto que luego se denominó de Lizarra, y que contemplaba la acumulación de fuerzas nacionalistas como alternativa al pacto plural de nacionalistas y socialistas. Pero quizás habría sido más coherente hacerlo una vez materializado dicho pacto y haberle hecho pagar al PNV el precio de una ruptura histórica que sólo él deseaba. Como muy bien se pudo comprobar semanas después de las elecciones de octubre de 1998, en las que Batasuna fue premiada electoralmente por la tregua que se derivó del pacto, Ibarretxe no quería ni vernos. Cuando el PSE le hizo ver su disposición a un nuevo gobierno de coalición, tanto el nuevo lehendakari como Egibar mostraron un desprecio absoluto hacia tal posibilidad, conscientes como eran de que el pacto abertzale les obligaba a hacer un gobierno en minoría con EA dependiendo del apoyo de los 14 diputados de Batasuna. Un apoyo, por cierto, que les resultó fatal e inasumible cuando ETA volvió a matar -y de qué manera- en enero de 2000.
Ésa es la verdadera historia de la ruptura. El PSE fue el que la materializó, pero las causas políticas son las que venían gestándose en el seno del PNV a favor de una estrategia nacionalista que ponía fin a la era Ardanza y a muchos de los fundamentos de la política jeltzade desde la transición política. Efectivamente, desde mediados de los noventa cobran fuerza las tesis de Egibar-Ollora y Arzalluz a favor de un final de la violencia gestionado por los nacionalistas a partir del reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Esto llevó a cuestionar el Pacto de Ajuria Enea, a su vez muy debilitado por la oposición del PP a las políticas de reinserción, y arrastró al PNV a la superación de la vía estatutaria. En 1997, cuando ETA asesina a Miguel Ángel Blanco, surge el llamado ‘espíritu de Ermua’ y el Tribunal Supremo encarcela a la totalidad de la Mesa Nacional de Batasuna. Es en este momento, principios de 1998, cuando Ardanza hace un desesperado intento de salvar Ajuria Enea sobre otras bases que el PP rechaza, lo que empuja al PNV hacia el pacto de todos los nacionalistas y la tregua de octubre del mismo año. Desde entonces seguimos prisioneros de esa estrategia y deudores de aquellas coaliciones.
Este pulso sigue hoy. Ibarretxe lleva diez años intentando su fórmula. A pesar del desastre de su primer gobierno, dinamitado por las bombas que mataban a su oposición mientras él gobernaba apoyado en los amigos de los terroristas, ganó en 2001 y en 2005 y se sintió legitimado para intentarlo en la misma dirección. Todos sus planes, propuestas o consultas responden en el fondo a un mismo propósito: imponer la paz a ETA desde la negociación política de sus objetivos, e imponer a España y a la comunidad vasca no nacionalista un país que camine hacia la Euskadi mitificada por el sueño milenarista del imaginario nacionalista.
Quienes podemos mirar al pasado desde la atalaya de un tiempo tan intensamente vivido estamos obligados a transmitir la importancia política de este giro copernicano en la doctrina nacionalista. En 1998 el PNV varió el rumbo de su proyecto y hoy su nave nadie sabe adónde va. De la unidad democrática contra ETA y la deslegitimación de la violencia de Ajuria Enea, a la confusión reinante hoy expresada en la incapacidad política de presentar las elementales mociones de censura contra los que apoyan el asesinato. Del reconocimiento de la pluralidad política e identitaria de los vascos a la imposición de un proyecto nacionalista, aunque sea a través de confusas y tramposas consultas. Del acuerdo entre vascos sobre el Estatuto y su formidable desarrollo y potencialidad, a la aventura de un Estado vasco supuestamente soberano, ya veremos de qué y de quién. Del pacto con los socialistas, que aglutina a las tres cuartas partes del país, porque es la línea gruesa de la sociedad vasca, al pacto sólo de nacionalistas y para nacionalistas en el que llevamos diez años y que caracterizará a Ibarretxe cuatro años más si gana las próximas elecciones.
Ardanza estaba hospitalizado los días de la ruptura. Más tarde, me dijo que si él hubiera estado de pie no habría permitido la ruptura. Creía que la habría evitado hablando con los dirigentes socialistas. Lo dudo. Lo que se estaba gestando aquellos días era mucho más profundo que una desavenencia entre socios de un gobierno de coalición que tuvo muchas y que fue capaz, con todo, de resolverlas siempre sobre la base de un entendimiento político de fondo. Durante el tiempo que me tocó pilotar, junto al lehendakari Ardanza, aquella coalición, no hubo sólo una química personal y un compromiso político leal. Además había una certeza común en la conveniencia de ese camino, en la necesidad de ese entendimiento, en las virtudes de nuestro mutuo esfuerzo de moderación y en las bondades de una sociedad que se reconocía y se respetaba desde la pluralidad por el ejemplo que dábamos entendiéndonos en su cúspide institucional.
Pero aquello acabó: En 1998, hace ahora diez años, los nacionalistas habían iniciado otro camino, poniendo fin a una etapa fructífera y hermosa que muchos vascos recordamos todavía con nostalgia. Espero que ese sentimiento no haya perturbado mi análisis. Si así fuera, les ruego me disculpen.