Este domingo, 17 de febrero de 2008, Kosovo proclama su independencia, y la pequeña población albanokosovar del nuevo país (poco más de 2 millones de habitantes) celebra alborozada su recién conquistada estatalidad. La comunidad internacional aceptará a regañadientes la inevitabilidad de esa decisión unilateral y la Unión Europea se esforzará por hacer digerible a Serbia una solución tan injusta como humillante, ofreciéndole a cambio el premio de su acceso al club europeo. En esencia, éste es el desenlace de un conflicto en el que se acumulan todos los ingredientes de las tragedias políticas: nacionalismo exacerbado y antagónico, guerra étnica y fractura territorial.
Diferentes autores, con sobrados argumentos jurídicos, han destacado las importantes vulneraciones del Derecho Internacional que se derivan de este proceso y de esta solución. Luis Sanzo publicó en este medio (EL CORREO, 10-1-08) un conjunto de reproches de gran calado a la propuesta Ahtisaari, a la UE y a Naciones Unidas. En esencia, la comunidad internacional acepta por primera vez la ruptura de un Estado no colonial imponiéndole la secesión de una parte de su territorio y vulnerando el principio internacional de inviolabilidad de fronteras. La UE en particular se salta todas las líneas de actuación que habían guiado su política sobre el reconocimiento de nuevos estados surgidos de las antiguas repúblicas socialistas soviéticas y de Yugoslavia y se coloca así en una delicada situación ante la conflictiva coyuntura regional europea. Otros, como Daniel Reboredo (19-12-07, 6-2-08) o Javier Tajadura (5-2-08) han elevado su voz de alarma sobre los peligrosos precedentes que pueden derivarse de este caso para muchos Estados europeos que integran nacionalismos independentistas en algunas de sus regiones interiores y reclamaban de España que dijera no en la UE a esta locura, como literalmente calificaban la decisión europea sobre Kosovo.
Comprendo y comparto el fondo de estas críticas. Incluso cabe añadir una importante serie de consecuencias en el orden interno de la conflictiva convivencia balcánica. ¿Qué pasará con la minoría serbia en Kosovo cuando se declare la independencia? Recuérdese que son 300.000 personas aproximadamente y que casi 200.000 han abandonado sus hogares y no parecen dispuestas a volver. ¿Qué harán los cien mil serbios que todavía viven allí? ¿Qué pasará en el resto de la zona balcánica? Quienes aseguran que este asunto cierra definitivamente la conflictividad de ese volcán multiétnico olvidan que la misma independencia pueden pedirla después las comunidades étnicas serbias en Bosnia, Macedonia o Montenegro, haciendo saltar los acuerdos de Dayton que pusieron fin a la guerra en Bosnia, ahora llamada República de Srpska.
Participé a finales del pasado mes de enero en una sesión plenaria de la Asamblea del Consejo de Europa en Estrasburgo que debatía un informe favorable a la propuesta Ahtisaari (el finlandés nombrado mediador internacional por el consejo de Seguridad de Naciones Unidas). Modestamente, en mi intervención señalé estos elementos citados y defendí una solución más respetuosa con el Derecho Internacional en el marco de lo que se ha llamado la ‘independencia interior’, es decir, un Kosovo con plena independencia política interna de Serbia, pero obligada a respetar a la minoría serbia, sus símbolos religiosos y políticos y en el marco del Estado serbio y de sus fronteras actuales.
Pero en política muchas veces, y más en estos asuntos atravesados por las pasiones y los odios de la guerra entre vecinos de un mismo pueblo, no hay soluciones buenas. Todas las alternativas son malas. Porque una cosa es evidente: no hay nada ni nadie que pueda convencer a los kosovares de que deben seguir viviendo junto a un país que les persiguió a sangre y fuego y que estuvo a punto de provocar, hace sólo diez años, un genocidio. Porque, no lo olvidemos, fueron casi un millón de kosovares los que huyeron del ejército serbio con sus hogares a cuestas por las montañas albanesas para acabar en miserables campos de refugiados hasta que los bombardeos de la OTAN a Belgrado detuvieron la tragedia. Desde 1999, Kosovo funciona como un Estado fantasma. Serbia no existe en Kosovo. La mayoría de los serbios que allí vivían huyeron y los pocos que quedan están marginados y maltratados por las autoridades kosovares.
Pero ¿qué es Kosovo? Un Estado sin Estado. Un Estado fallido al que el paro (50% de la población activa), la ausencia de instituciones y de autoridad, la delincuencia internacional asentada y el exceso de armas en circulación están convirtiendo en un peligroso polvorín. Es por eso que la comunidad internacional ha acabado aceptando, como mal menor, la creación de un Estado independiente que haga a los kosovares responsables de su organización como un país democrático, serio y con reglas y ponga así un límite temporal próximo a la presencia de las tropas internacionales que aseguran el orden y la paz actuales. Ésa es la posición de todos los líderes políticos europeos y la de todos sus partidos de derecha, de izquierda y de centro, especialmente es el caso de alemanes e ingleses. Sólo los rusos se han opuesto a esta solución en gran parte por su tradicional apoyo a los serbios. Francia y España han expuesto objeciones pero, al final, esta realidad ha exigido una solución forzosa.
El viceprimer ministro de Rusia ha dicho que Kosovo «abre una caja de Pandora en Europa», aludiendo a las pretensiones separatistas de algunas regiones europeas. Yo creo que es una advertencia tan interesada como exagerada, porque son comparaciones imposibles. Efectivamente, cualquiera que sea la nacionalidad europea que tomemos como referencia observaremos enormes diferencias que hacen inaplicable ese proceso. Pongamos Escocia o Gales en el Reino Unido, Córcega en Francia, el Alto Véneto en Italia. Pongamos Euskadi o Cataluña en España. En ninguno de esos casos se ha producido una fractura étnica y lingüística, política y humana entre dos comunidades étnicas absolutamente diferenciadas por razones históricas, religiosas, etcétera. Las comunidades de cualquiera de las nacionalidades europeas que hemos citado son comunidades integradas, que viven juntas desde siempre y que tienen un sistema político ordenado para sus convivencias. En su seno, es verdad, pueden coexistir, y coexisten de hecho, aspiraciones identitarias y políticas distintas, incluso antagónicas, pero eso forma parte natural de una pluralidad que sólo la democracia orientará o inclinará en una u otra dirección.
En ninguna de esas comunidades nacionales se da tampoco una manifestación de voluntad tan abrumadoramente mayoritaria a favor de la independencia. En Kosovo, el 90% largo de la población no acepta otro destino que el de la independencia. Son albanokosovares que unánimemente -es decir, todos y cada uno de los miembros de esa etnia- expresan un mismo deseo, al que se oponen unos pocos miles de serbios, cuya pretensión, por otra parte, es seguir dependiendo de Belgrado sin contacto posible con sus vecinos albonokosovares. Nada de eso ocurre en ninguna de las comunidades nacionalistas europeas, no hace falta explicarlo.
Por último, ni nosotros los vascos, ni los catalanes ni los escoceses, etcétera, hemos sufrido una guerra interna como la ocurrida allí, hace sólo unos años, ni hemos sido expulsados de nuestras casas por un ejército como el serbio que produjo un horrible genocidio a finales del Siglo XX con la comunidad albanokosovar. Ese pequeño pueblo, masacrado ante los ojos de cientos de millones de ciudadanos del mundo que lo veían por la televisión, ha hecho valer su condición de víctima para implorar a la comunidad internacional una solución independiente. Obligarles a la convivencia les condenaba a una guerra civil segura, porque los odios de las agresiones que mutuamente se habían infligido los dos bandos hacían imposible incluso la convivencia física. Simplemente no pueden vivir juntos unos y otros. Cada familia de una u otra comunidad tienen agravios y venganzas pendientes. No olvidemos que, después de retirado y derrotado por la OTAN el ejército serbio, las bandas paramilitares albanokosovares saquearon miles de hogares y mataron a miles de familias serbias. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?
Es verdad que muchos nacionalistas levantarán la bandera de Kosovo para reforzar sus pretensiones y ofrecernos un camino semejante. Pero no creo que nadie pueda envidiar semejante situación y espero que sean muy pocos los engañados con esos argumentos.
El Correo, 14/02/2008