La política vasca está lastrada por su pasado. Las esperanzas del presente se enturbian ante las inercias que nos imponen los acontecimientos pasados y las enormes heridas que abrieron la violencia y sus derivadas. Si la expectativa del final de ETA se consolida, si el acuerdo de convivencia entre vascos se abre paso, si de verdad se abre un tiempo nuevo, serán necesarios muchos esfuerzos y mucha generosidad, innumerables gestos mutuos de mundos antagónicos, interminables diálogos entre quienes hoy ni se conocen ni se reconocen. Me pregunto si seremos capaces de recorrer ese camino, si las inercias del pasado no serán demasiado pesadas y si no acabará siendo más cómodo refugiarnos en los sólidos y confortables muros de nuestros sentimientos y de nuestras estrategias. Me asaltan estas reflexiones al observar dos acontecimientos recientes de nuestra actualidad y al sentirme, yo mismo, objeto de esas inercias.
La escena es fácil de imaginar: la Sala de Vistas de la Audiencia Nacional. Juzgan a uno de los miembros del comando que mató a Fernando Buesa y a su escolta, Jorge Díez Elorza. El acusado se niega a declarar, y se retira abstraído y ajeno a su banquillo en el interior de la cabina blindada. Comparecen dos testigos, sus compañeros de comando, que ya han sido condenados en firme por ese asesinato. Con una naturalidad que raya en la imbecilidad, describen los pormenores del atentado: cómo integraron el comando; cómo hicieron los seguimientos; dónde prepararon la bomba; cómo colocaron el coche y cómo los mataron. Más que malos, me parecen idiotas morales.
Mientras los veo y los oigo, no dejo de preguntarme: ¿Qué hacemos con esta gente? Nunca he dejado que crezca mi sentimiento de venganza, aunque ese legítimo deseo ha golpeado mi conciencia en numerosas ocasiones. Tantas como nos ha golpeado el terrorismo arrebatándonos a tantos amigos y compañeros, matando siempre injustamente a tanta pobre gente, policías y guardias sobre todo, venidos de pobres pueblos de España. Me resisto a desearles la cárcel de por vida, pero también me digo que rechazaré el perdón para quienes describen y sienten sus fechorías con la naturalidad del deber cumplido, como mera expresión del 'conflicto', casi sintiéndose orgullosos y protagonistas de una lucha ejemplar. No estoy dispuesto a que el final de la violencia lleve aparejada la injusticia del perdón para quienes no piden perdón.
Pero la escena no acaba ahí. Detrás de los primeros bancos en los que seguimos la vista están los familiares del acusado. No les miro, pero supongo lo que piensan y sienten. Afortunadamente, en este caso, se mantienen discretamente, detrás, en el segundo plano que les corresponde en este drama. Un leve gesto de saludo del acusado y poco más. Hemos evitado que los amigos y familiares de los acusados conviertan el juicio en un acto de exaltación de los asesinos, como desgraciadamente ha ocurrido tantas veces en otras ocasiones.
A mi lado, en mi misma trinchera, un grupo de militantes de un foro cívico que reivindica a las víctimas mantiene sus distancias. Pocos saludos. Frialdad al encontrarse con el PSE. Hay incluso alguna mirada hostil. Algún reproche expreso a la dirección de mi partido. También aquí me pregunto por qué algunos se consideran más legitimados para reivindicar a las víctimas, si ninguno de ellos es objetivamente más víctima que nosotros. Vuelvo a un viejo razonamiento que he exteriorizado con frecuencia: la sociedad organizada en torno a las víctimas, especialmente a partir de 1997, ha sido fundamental para colocarlas en el primer plano de nuestras exigencias y de nuestras políticas, como debieron estarlo en todo momento y como desgraciadamente no estuvieron en los veinte años anteriores. De las muchas cosas que personalmente me autocritico cuando echo la mirada atrás, ésta es la que más me duele. Pero, a continuación, no dejo de exigir que sea la política y los partidos políticos, los partidos que representan a todos, con todos sus intereses contrapuestos, con todos sus filtros, con todas sus responsabilidades, cruzadas, heterogéneas y hasta contradictorias, los que hagan la política para la paz.
El otro acontecimiento provocador de estas reflexiones sobre nuestro pasado me la generó un ácido comentario de un dirigente del PP vasco a propósito de la actitud del PSE-EE en el presupuesto para la CAV en 2006: «Pacto vergonzante, que renuncia a ser alternativa política y reedita los peores momentos de la historia socialista, como aquél en que fue incapaz de gobernar a pesar de haber ganado en escaños y de ser el tonto útil durante la década de los noventa». Más allá de la retórica partidista del caso, me alarmaron dos cosas. La primera es el falseamiento de la realidad hasta el punto de que una mentira mil veces contada pueda convertirse en verdad histórica. Cuando el PSE-PSOE obtuvo la mayoría de diputados en el Parlamento vasco, en 1986, tenía 19 escaños. Es verdad que no conseguimos la Lehendekaritza, pero no es cierto que fuera por nuestra renuncia, sino porque no había mayoría posible para ello y para gobernar, al negarse todos los partidos nacionalistas a votar la investidura de un lehendakari socialista. Recuérdese que en el bloque constitucionalista sólo había cuatro escaños más: dos de AP-PP y dos del CDS. A los que alimentan esta mentira histórica, conviene recordarles que en aquel Parlamento había 23 escaños no nacionalistas sobre 75 y que los nacionalistas sumaban 52 (PNV, 17; EA, 13; HB, 13 y EE, 9).
El segundo comentario es más personal, pero no menos político. La coalición de los socialistas vascos con el PNV duró doce años (1987-1998) y en ellos se produjeron grandes acontecimientos que marcaron, para mí, la mejor etapa de la política vasca en los últimos treinta años. El pacto de Ajuria Enea; el desarrollo del autogobierno con la Ertzaintza y Osakidetza, entre otras grandes transferencias; la consolidación del Cupo y del Concierto; las grandes inversiones que cambiaron el país: el superpuerto, el metro y el nuevo aeropuerto de Bilbao, el Guggenheim y las infraestructuras industriales y tecnológicas, entre otras. El pacto PNV-PSE fue de todo menos intrascendente o inútil. Las bases de la política vasca cambiaron de tal manera que la traición de Lizarra, en parte, lo fue porque una corriente interna del PNV creía que se diluía su proyecto en el pluralismo sociológico y en la moderación política de la coalición con los socialistas (y como prueba me remito a la progresiva equiparación electoral entre nacionalistas y no nacionalistas que se produce precisamente en este periodo). Resulta particularmente injusto que un destacado miembro del PP de entonces y dirigente actual haga un comentario tan despectivo y mendaz. Entre otras razones, porque la emergencia del PP vasco se produjo precisamente a partir de la coalición PNV-PSE, que instauró un clima de reconocimiento político a la pluralidad no nacionalista, legitimó al PP vasco y le dejó franco el espacio no nacionalista.
Ahora, después de la negra experiencia del pacto de Estella y del plan Ibarretxe, siete años después de la aventura soberanista, la macropolítica vasca ha empezado a cambiar. No es casualidad, sino fruto de una política consistente. Dijimos 'no' al plan del Estado libre asociado, y lo derrotamos en las Cortes y en las urnas. El Gobierno vasco ya no tiene un plan de ruptura con España, aunque el lehendakari lo reivindique en Nochevieja, prisionero, él más que nadie, de las inercias del pasado. El PNV colabora lealmente con el Gobierno de Zapatero en uno de los momentos históricos más esperanzadores para el fin de ETA. Importantes problemas pendientes (Ertzaintza, 'Prestige', Cupo, etcétera) se han resuelto. Se han acordado grandes y significativas inversiones del Estado ('Y vasca', Bahía de Pasajes, investigación) y nuevas fórmulas de colaboración del Gobierno vasco en su ejecución. El PNV apoya al PSOE en los Presupuestos del Estado y el presidente del EBB del PNV mantiene una muy buena relación personal con el presidente del Gobierno y con el PSOE. Y cuando, en ese marco de cambios tan significativos e importantes, el PSE-EE logra un acuerdo para el Presupuesto vasco, vuelven las inercias del pasado, y propios y extraños lo condenan con gravísimas descalificaciones. Seguramente, en el acuerdo faltan y sobran cosas y, sobre todo, puede explicarse mejor, pero con todo lo que importa es constatar de nuevo las enormes resistencias que acumula la política vasca para que todo siga igual, es decir, empantanados, bloqueados y divididos.
Suele decirse que la política no es sólo querer. Eso es la utopía. Es también hacer. No hay seguridad plena de que nuestros movimientos sean certeros y de que nuestras decisiones políticas gusten a todos. Eso ya es imposible en las sociedades complejas y ante la complejidad de los problemas, pero mi conclusión es que el pasado no nos puede encadenar cuando es tanto lo que está en juego.
La escena es fácil de imaginar: la Sala de Vistas de la Audiencia Nacional. Juzgan a uno de los miembros del comando que mató a Fernando Buesa y a su escolta, Jorge Díez Elorza. El acusado se niega a declarar, y se retira abstraído y ajeno a su banquillo en el interior de la cabina blindada. Comparecen dos testigos, sus compañeros de comando, que ya han sido condenados en firme por ese asesinato. Con una naturalidad que raya en la imbecilidad, describen los pormenores del atentado: cómo integraron el comando; cómo hicieron los seguimientos; dónde prepararon la bomba; cómo colocaron el coche y cómo los mataron. Más que malos, me parecen idiotas morales.
Mientras los veo y los oigo, no dejo de preguntarme: ¿Qué hacemos con esta gente? Nunca he dejado que crezca mi sentimiento de venganza, aunque ese legítimo deseo ha golpeado mi conciencia en numerosas ocasiones. Tantas como nos ha golpeado el terrorismo arrebatándonos a tantos amigos y compañeros, matando siempre injustamente a tanta pobre gente, policías y guardias sobre todo, venidos de pobres pueblos de España. Me resisto a desearles la cárcel de por vida, pero también me digo que rechazaré el perdón para quienes describen y sienten sus fechorías con la naturalidad del deber cumplido, como mera expresión del 'conflicto', casi sintiéndose orgullosos y protagonistas de una lucha ejemplar. No estoy dispuesto a que el final de la violencia lleve aparejada la injusticia del perdón para quienes no piden perdón.
Pero la escena no acaba ahí. Detrás de los primeros bancos en los que seguimos la vista están los familiares del acusado. No les miro, pero supongo lo que piensan y sienten. Afortunadamente, en este caso, se mantienen discretamente, detrás, en el segundo plano que les corresponde en este drama. Un leve gesto de saludo del acusado y poco más. Hemos evitado que los amigos y familiares de los acusados conviertan el juicio en un acto de exaltación de los asesinos, como desgraciadamente ha ocurrido tantas veces en otras ocasiones.
A mi lado, en mi misma trinchera, un grupo de militantes de un foro cívico que reivindica a las víctimas mantiene sus distancias. Pocos saludos. Frialdad al encontrarse con el PSE. Hay incluso alguna mirada hostil. Algún reproche expreso a la dirección de mi partido. También aquí me pregunto por qué algunos se consideran más legitimados para reivindicar a las víctimas, si ninguno de ellos es objetivamente más víctima que nosotros. Vuelvo a un viejo razonamiento que he exteriorizado con frecuencia: la sociedad organizada en torno a las víctimas, especialmente a partir de 1997, ha sido fundamental para colocarlas en el primer plano de nuestras exigencias y de nuestras políticas, como debieron estarlo en todo momento y como desgraciadamente no estuvieron en los veinte años anteriores. De las muchas cosas que personalmente me autocritico cuando echo la mirada atrás, ésta es la que más me duele. Pero, a continuación, no dejo de exigir que sea la política y los partidos políticos, los partidos que representan a todos, con todos sus intereses contrapuestos, con todos sus filtros, con todas sus responsabilidades, cruzadas, heterogéneas y hasta contradictorias, los que hagan la política para la paz.
El otro acontecimiento provocador de estas reflexiones sobre nuestro pasado me la generó un ácido comentario de un dirigente del PP vasco a propósito de la actitud del PSE-EE en el presupuesto para la CAV en 2006: «Pacto vergonzante, que renuncia a ser alternativa política y reedita los peores momentos de la historia socialista, como aquél en que fue incapaz de gobernar a pesar de haber ganado en escaños y de ser el tonto útil durante la década de los noventa». Más allá de la retórica partidista del caso, me alarmaron dos cosas. La primera es el falseamiento de la realidad hasta el punto de que una mentira mil veces contada pueda convertirse en verdad histórica. Cuando el PSE-PSOE obtuvo la mayoría de diputados en el Parlamento vasco, en 1986, tenía 19 escaños. Es verdad que no conseguimos la Lehendekaritza, pero no es cierto que fuera por nuestra renuncia, sino porque no había mayoría posible para ello y para gobernar, al negarse todos los partidos nacionalistas a votar la investidura de un lehendakari socialista. Recuérdese que en el bloque constitucionalista sólo había cuatro escaños más: dos de AP-PP y dos del CDS. A los que alimentan esta mentira histórica, conviene recordarles que en aquel Parlamento había 23 escaños no nacionalistas sobre 75 y que los nacionalistas sumaban 52 (PNV, 17; EA, 13; HB, 13 y EE, 9).
El segundo comentario es más personal, pero no menos político. La coalición de los socialistas vascos con el PNV duró doce años (1987-1998) y en ellos se produjeron grandes acontecimientos que marcaron, para mí, la mejor etapa de la política vasca en los últimos treinta años. El pacto de Ajuria Enea; el desarrollo del autogobierno con la Ertzaintza y Osakidetza, entre otras grandes transferencias; la consolidación del Cupo y del Concierto; las grandes inversiones que cambiaron el país: el superpuerto, el metro y el nuevo aeropuerto de Bilbao, el Guggenheim y las infraestructuras industriales y tecnológicas, entre otras. El pacto PNV-PSE fue de todo menos intrascendente o inútil. Las bases de la política vasca cambiaron de tal manera que la traición de Lizarra, en parte, lo fue porque una corriente interna del PNV creía que se diluía su proyecto en el pluralismo sociológico y en la moderación política de la coalición con los socialistas (y como prueba me remito a la progresiva equiparación electoral entre nacionalistas y no nacionalistas que se produce precisamente en este periodo). Resulta particularmente injusto que un destacado miembro del PP de entonces y dirigente actual haga un comentario tan despectivo y mendaz. Entre otras razones, porque la emergencia del PP vasco se produjo precisamente a partir de la coalición PNV-PSE, que instauró un clima de reconocimiento político a la pluralidad no nacionalista, legitimó al PP vasco y le dejó franco el espacio no nacionalista.
Ahora, después de la negra experiencia del pacto de Estella y del plan Ibarretxe, siete años después de la aventura soberanista, la macropolítica vasca ha empezado a cambiar. No es casualidad, sino fruto de una política consistente. Dijimos 'no' al plan del Estado libre asociado, y lo derrotamos en las Cortes y en las urnas. El Gobierno vasco ya no tiene un plan de ruptura con España, aunque el lehendakari lo reivindique en Nochevieja, prisionero, él más que nadie, de las inercias del pasado. El PNV colabora lealmente con el Gobierno de Zapatero en uno de los momentos históricos más esperanzadores para el fin de ETA. Importantes problemas pendientes (Ertzaintza, 'Prestige', Cupo, etcétera) se han resuelto. Se han acordado grandes y significativas inversiones del Estado ('Y vasca', Bahía de Pasajes, investigación) y nuevas fórmulas de colaboración del Gobierno vasco en su ejecución. El PNV apoya al PSOE en los Presupuestos del Estado y el presidente del EBB del PNV mantiene una muy buena relación personal con el presidente del Gobierno y con el PSOE. Y cuando, en ese marco de cambios tan significativos e importantes, el PSE-EE logra un acuerdo para el Presupuesto vasco, vuelven las inercias del pasado, y propios y extraños lo condenan con gravísimas descalificaciones. Seguramente, en el acuerdo faltan y sobran cosas y, sobre todo, puede explicarse mejor, pero con todo lo que importa es constatar de nuevo las enormes resistencias que acumula la política vasca para que todo siga igual, es decir, empantanados, bloqueados y divididos.
Suele decirse que la política no es sólo querer. Eso es la utopía. Es también hacer. No hay seguridad plena de que nuestros movimientos sean certeros y de que nuestras decisiones políticas gusten a todos. Eso ya es imposible en las sociedades complejas y ante la complejidad de los problemas, pero mi conclusión es que el pasado no nos puede encadenar cuando es tanto lo que está en juego.
El Correo, 16/01/2006