En las primeras páginas de su monumental novela 'Verdes Valles, Colinas Rojas', Ramiro Pinilla describe la heroica tarea de proselitismo de los primeros socialistas en 1890 en las minas vizcainas. Confieso que me emocionaron aquellos pasajes de Facundo Perezagua y sus amigos, reclamando justicia contra los capataces, la burguesía de Bilbao y la guardia civil, mientras curas y autóctonos les desprecian por 'maketos'. La referencia a tan conocidos episodios no pretende volver a aquellos extremos en blanco y negro de nuestra historia reciente, sino justamente lo contrario, porque su lectura, en estos tiempos de fractura y enfrentamiento social, me provocó una reflexión sobre el papel político de quienes hemos tenido el honor de suceder a aquellos héroes de la revolución social, a aquellos valientes de la justicia y la dignidad humana.
Más allá de los profundos antagonismos de aquellos tiempos, los socialistas vascos siempre hemos querido construir un solo país, una sola comunidad, un solo pueblo de ciudadanos libres, iguales y plurales. Conocedores de nuestra diversidad identitaria y de las dificultades de alcanzar consensos internos entre una población crecientemente multicultural, el socialismo vasco siempre fue la clave de bóveda de nuestra arquitectura política autonómica. Lo fue en tiempos de la República con Indalecio Prieto como máximo artífice del primer estatuto. Lo fuimos, sosteniendo al Gobierno vasco en el exilio durante la dictadura y dando paso al primer lehendakari en la preautonomía con nuestro inolvidable Ramón Rubial. Lo fuimos en la configuración constitucional del Título VIII y en la aprobación del Estatuto de Gernika. Lo fuimos desarrollando y protagonizando el actual autogobierno, tanto desde el Gobierno de España, como desde el Gobierno vasco, en las coaliciones de 1985 a 1998.
Nunca hemos querido ni apoyado las dos comunidades. Pero nadie ha hecho más para su reaparición que los nacionalistas de uno y otro signo, especialmente a partir de 1998, cuando pusieron fin a los gobiernos de pluralidad y a la unidad democrática vasca contra ETA y dieron por muerto el Estatuto, iniciando el camino del soberanismo-autodeterminación y del Estado libre asociado.
El plan Guevara -'Bases para la actualización y reforma del Estatuto'- surge en este contexto como alternativa antagónica al Plan Ibarretxe, pero también como expresión de una actitud constructiva y de diálogo en la búsqueda del consenso perdido. Desde luego -no queremos engañar- este proyecto resulta diametralmente opuesto, en sus principios, métodos y objetivos al plan del lehendakari. Si él da por muerto el Estatuto, nosotros lo consolidamos actualizándolo. Si su fundamento legitimador son los supuestos derechos de un viejo pueblo y sus ancestros, nosotros afirmamos la Euskadi política surgida del pacto ciudadano estatutario y constitucional. Frente a esa concepción soberanista y primigenia del pasado, de lo étnico y cultural, nosotros proclamamos un orden jurídico basado en la ciudadanía, en la Ley y en el Estado. Si su reforma es anticonstitucional porque altera el título primero, la nuestra no sólo respeta las reglas de reforma estatutaria, sino que se ajusta a los preceptos constitucionales en todos sus títulos. Donde se pretende la creación de un nuevo ente político llamado Estado libre asociado, nosotros reiteramos nuestro autogobierno profundo, pero en España y en Europa. Frente a un referéndum unilateral, que se pretende coaccionador de la voluntad legislativa de las Cortes, nosotros proponemos un refrendo popular que ratifique, después de su aprobación, el nuevo texto. Incluso diré más. Si el lehendakari pretende, en el fondo, un acuerdo político con la violencia, ofreciendo un proyecto semejante al de la izquierda abertzale, en nuestra propuesta queda claro que casi mil víctimas inocentes nos exigen respeto a su memoria y que la acción política sea y esté libre de la presión mafiosa del terror.
El plan Guevara es pues una oferta alternativa al plan Ibarretxe y no ha nacido para ser confundida ni negociada con él. Nace con la vocación de derrotar electoralmente al plan Ibarretxe y su presentación como oferta política del PSE-EE reclama que sea debatida y votada en las urnas el próximo año.
Pero, a su vez, expresa una vocación irrenunciable de consenso, porque todo su fundamento político es precisamente recuperar las líneas gruesas de una comunidad vertebrada en la que sea posible la convivencia en la pluralidad, sin imposiciones de unos sobre otros. Por eso recuperamos el Estatuto de Gernika como único espacio de encuentro, reivindicamos sus enormes frutos y aciertos y proponemos su adaptación y mejora.
Para ello se concretan nuestras soluciones a los temas pendientes de transferencia, especialmente en el área sociolaboral o en la investigación, proponiendo una solución concreta y razonable a la Seguridad Social, a las políticas activas y pasivas de empleo y a las facultades de ejecución laboral. También se proponen reflexiones necesarias a la experiencia autonómica de los últimos veinticinco años respecto a las leyes de bases y su expansión limitadora del principio 'pro-autonomía' que inspira nuestra Constitución y se plantean ampliaciones del autogobierno en relación con la UE o con la Administración de Justicia o con nuevos títulos competenciales, en el marco de la Constitución.
Una reforma estatutaria que han abordado ya en Cataluña y que están elaborando en Galicia, Andalucía, Valencia, etcétera y que seguramente acabará afectando a todas las comunidades autónomas. Una reforma que se enmarca en un proceso de ajustes en nuestra política territorial, que incluye la revisión acotada de la Constitución y una profunda transformación de la cámara territorial, el Senado, llamado a jugar un importantísimo papel en la articulación de las comunidades autónomas en el proceso legislativo español y en la defensa de las singularidades autonómicas.
Ese proceso de reformas lo está encabezando el presidente Zapatero, que ha propuesto a las fuerzas políticas y a las comunidades autónomas superar la etapa de incomunicación y tensiones territoriales del último gobierno del PP e iniciar una nueva etapa de diálogo institucional, reformas consensuadas de los estatutos y nuevos instrumentos de cooperación federal, como han sido la Conferencia de Presidentes y la participación de las comunidades autónomas en las cumbres internacionales con otros países.
De manera que la propuesta Guevara -un borrador que el PSE-EE debe mejorar en su presentación como oferta electoral- reforma el Estatuto con pleno respeto a la Constitución, se plantea como la alternativa autonomista al independentismo a plazos del plan Ibarretxe y busca su aceptación en sectores electorales que reclaman un avance en la política autonómica.
He escuchado y leído, con asombro, comentarios del PP sobre esta propuesta que nada tienen que ver con su contenido. Pero al margen del clima preelectoral que lo explica casi todo, ¿se han preguntado los dirigentes del PP vasco si este plan puede ser eficaz para evitar que el nacionalismo saque mayoría absoluta en las próximas elecciones? Suponiendo que la coalición nacionalista no obtenga 38 diputados, ¿se han preguntado si este plan podría ser una buena base de política autonómica para un gobierno constitucionalista en Euskadi? ¿O es que pretenden gobernar Euskadi, como lo hacía Aznar?
La propuesta de reforma estatutaria del PSE-EE no es nacionalista, ofende hasta tener que decirlo. Es autonomista, es más Estatuto y mejor autogobierno y propone a los vascos un camino estable y seguro de convivencia en el único marco que garantiza la pluralidad y la igualdad de nuestros derechos ciudadanos. Denominaciones simbólicas aparte, más o menos acertadas, lo admito, nadie puede ni debe, honestamente, confundir la esencia ni la naturaleza de esta propuesta, que afirma algo reconocido por todos como es considerar a Euskadi una nacionalidad y a su sociedad una comunidad integrada por ciudadanos libres e iguales, plurales en sus sentimientos de pertenencia y necesitada, sobre todo, de marcos políticos consensuados para vivir en paz y libertad. Que ya es hora.
El Correo, 26/12/2004
26 de diciembre de 2004
El plan Guevara
12 de diciembre de 2004
El PSOE y la empresa.
La empresa ha visto crecer y revaluarse su papel en la nueva sociedad. No sólo es el motor y el núcleo fundamental de la actividad económica y del mercado, sino que su importancia en la gestión política de las naciones es determinante. Las leyes, las políticas económicas y presupuestarias, la fiscalidad de los países, deben ajustarse a sus intereses, a riesgo de sufrir su abandono. Los ciudadanos y los trabajadores no son ajenos a estas evidencias y su opinión sobre la empresa y los empresarios ha cambiado. Hay más legitimación social y un mayor reconocimiento hacia ellos.
Este proceso de revaluación del papel de la empresa en la nueva sociedad transcurre paralelo a la crisis del Estado-nación y a la debilidad sindical internacional. El viejo tripartismo del siglo XX, Estado-sindicatos-empresas, ha roto su equilibrio porque el Estado ha visto limitadas sus facultades legislativas y económicas en los espacios supranacionales, en los estrictos márgenes de los planes macroeconómicos de estabilidad y en las exigencias de la competencia de los mercados globales. La respuesta local de los sindicatos a empresas internacionales debilita, a su vez, la fuerza del trabajo, que camina inexorablemente hacia una reducción de su influencia, por la creciente individualización de las relaciones laborales y por la devaluación de la huelga como su principal instrumento de lucha.
Entonces, ¿dónde quedan nuestras esperanzas de progreso? Si este desequilibrio perturbador transforma nuestro mundo, ¿será el mercado, cargado de economicismo frío y competitivo, quien configure una sociedad cada vez más dual, más individualista, estresada por jornadas laborales más largas y una competencia desaforada? ¿Tendremos que admitir como inevitable la progresiva devaluación de la vieja sociedad laboral y del modelo de bienestar social?
La sociedad vigila
Pues bien, creo que la empresa, alfa y omega del mercado, la nueva Deus ex Machina de la nueva sociedad, es precisamente nuestra esperanza, o quizás sería mejor decir debería serlo. La izquierda debe transformar su visión de la empresa y superar su antagonismo ideológico o su desprecio histórico por ella, para articular una nueva dialéctica entre empresa, sociedad y poder político que transforme a las empresas en agentes activos de una sociedad justa. Diversos factores nos ayudan.
De una parte, porque el creciente poder de las empresas las hace más vulnerables ante la sociedad. Su prestigio social, su credibilidad ante la opinión pública, su imagen ligada a marcas comerciales, cada vez más presentes en la vida social, convierte a las empresas en cajas de cristal. Una campaña en Internet, una noticia en los medios, una manifestación ante una tienda, una denuncia ecológica, puede provocar daños multimillonarios. Las empresas han creado potentes equipos de comunicación o defensa jurídica, incluso de marketing social. Pero todo eso ya no es suficiente. Son responsables ante la sociedad y lo son en todas sus dimensiones: laborales, medioambientales, internacionales, etcétera.
Hasta hace poco tiempo, la vida interna y la gestión de las empresas pertenecía al campo más estricto de lo privado, incluso al terreno de lo secreto. Pero hoy, la actuación de las empresas es observada por múltiples focos de interés. Medios de comunicación, ONG, consumidores, administraciones públicas, organizaciones ecologistas, sindicatos y hasta los competidores, examinan el comportamiento internacional de las empresas, su respeto a los derechos humanos y a las reglas internacionales de la OIT, su política de recursos humanos, su respeto a las exigencias ecológicas, las condiciones de trabajo de sus proveedores y hasta sus relaciones con las administraciones públicas. Esta exigencia de responsabilidad social o corporativa, como prefieren llamarla otros, es una demanda creciente de una sociedad con opinión pública, capaz de premiar o castigar a los productos, a las marcas y a las empresas en función de su comportamiento general.
De otra, las empresas están cada vez más sometidas al criterio de los inversores financieros. El capitalismo popular tiene algunas consecuencias en este debate. De entrada, porque abre un espacio todavía inexplorado a las fórmulas democráticas de participación de los ciudadanos en las empresas, si éstas, en realidad, tienen a aquéllos como verdaderos propietarios. Las fórmulas de transparencia y buen gobierno, por muy avanzadas y exigentes que sean, no logran cubrir el déficit democrático que surge en esta ecuación desproporcionada. Unos pocos consejeros poseyendo un ligerísimo porcentaje del capital deciden sobre vida y haciendas de millones de accionistas y empleados. No se trata sólo de evitar escándalos de gestión y de control auditor como los recientes. No se trata de nombrar unos pocos consejeros independientes que, en realidad, son totalmente dependientes de quien los nombra. No se trata sólo de informar con mayor transparencia a los accionistas. Se trata de facilitar su control y su participación a través de mecanismos regularizados.
Lo mismo ocurre con los fondos de inversión. Millones de personas que invierten sus ahorros quieren incorporar al análisis legítimo de rentabilidad otros criterios, no menos importantes, sobre determinados componentes éticos, sociales y ecológicos de las empresas o de los proyectos en los que invierten. Esta demanda ciudadana ha generado ya numerosos índices bursátiles, códigos de análisis y productos financieros éticos que resultan particularmente importantes e influyentes cuando se trata de fondos de pensiones colectivos con enorme capacidad financiera (conviene recordar a este respecto la influencia decisiva que tuvieron los fondos de pensiones norteamericanos en la caída del régimen surafricano del apartheid). No deja de sorprenderme que a ninguna de nuestras entidades financieras se le haya ocurrido todavía ofrecer publicitariamente alguno de estos productos financieros, éticos, ecológicos o sociales al ahorrador español.
Es ésta una cultura empresarial que busca la excelencia en su comportamiento con los stakeholders, con sus diversos grupos de interés. Que basa su competitividad en unas relaciones laborales avanzadas en las que la inserción de la discapacidad, la igualdad de sexos, la estabilidad laboral, la formación profesional continua, la participación en beneficios y capital de los empleados o la conciliación familiar y laboral, entre otras muchas cosas, pueden ser exhibidas como una etiqueta de prestigio social. Una excelencia que se traslada a su comportamiento respetuoso con las exigencias ecológicas, que se asegura del cumplimiento de los derechos humanos, de las convenciones internacionales sindicales y de la dignidad laboral en todas sus instalaciones internacionales, o que revisa regularmente las condiciones de trabajo de su cadena de proveedores en cualquier rincón del mundo.
Fomentar esta cultura, extenderla entre las empresas, requiere una política. Desde Naciones Unidas a la Unión Europea, los gobiernos, las grandes empresas, universidades y foros de todo tipo están desarrollando esta idea. Un sector de la izquierda política desprecia por ingenuo este camino. La mayor parte de sus dirigentes políticos desconoce las implicaciones y consecuencia del debate. Por eso considero necesario reivindicarlo en nuestro país, y para hacerlo, sugiero estas conclusiones.
Primera. El PSOE y la izquierda en general tiene que cambiar el filtro con el que examina a las empresas. Es un filtro antiguo y opaco, que ve a las empresas y a los empresarios como un mundo ajeno, sino hostil. El PSOE debe hacer propuestas en relación con el gobierno de la empresa. El código Aldama es un intento absolutamente insuficiente respecto a una ecuación muchísimo más rica, que liga empresa y sociedad desde la óptica de la democracia. Nos llamarán intervencionistas, pero lo harán quienes quieren que nada se altere para que todo siga igual, es decir, en las manos de los de siempre.
Segunda. Es preciso definir la estrategia de apoyo y expansión a la RSC en España. Este Gobierno tiene un mandato en su programa electoral y un camino abierto en el diálogo social. Pero ese camino debe llevarnos a establecer una iniciativa legislativa y una estructura administrativa en el Gobierno de fomento a esta cultura empresarial.
Crítica escasa
Tercera. El papel de los medios de comunicación, y en especial de los de contenido económico, es fundamental. La política y los políticos estamos sometidos a una lupa informativa que nos hace más honestos y transparentes que si este control crítico no existiera. Las empresas no están bajo esta presión. Son muy aislados los casos de investigación y crítica a la gestión empresarial en España, algo que ocurre con más frecuencia en medios de comunicación de otros países. En la sociedad del siglo XXI, un titular de periódico denunciando un comportamiento antisocial puede ser más efectivo que una larga huelga.
Cuarta. El papel de los nuevos agentes cívicos en la nueva sociedad es clave. Una ONG española ha buceado en las condiciones laborales de la cadena de proveedores marroquíes de las grandes empresas españolas del textil. Esa información es vital para los consumidores españoles, pero no tuvo el reflejo necesario para ello en los medios de comunicación. Una política para la empresa reclama fomentar estas prácticas. Difundirlas. Fortalecer estas organizaciones que vertebran una sociedad moderna y que hacen madura e influyente su opinión pública. Dar voz a las organizaciones de consumidores y aumentar su influencia en los criterios de elección de la ciudadanía. Al tiempo que exigimos rigor y transparencia a estas mismas organizaciones para aumentar su credibilidad.
Quinta. Sigo creyendo que el Estado debe ayudar a la modernización y fortalecimiento del sindicalismo. En España, su papel ha sido decisivo estos últimos 30 años. Su función en la nueva sociedad laboral no es menor, aunque estén sometidos a nuevos límites y contradicciones. Pero, con todo y con ello, no hay equilibrio sociolaboral sin un sindicalismo organizado, capaz de defender los intereses de quienes sólo tienen la fuerza de su trabajo y de su unidad.
Esta cultura de exigencia social a las empresas, de inversiones éticas y de control y participación de los ciudadanos accionistas en su gobierno, puede ser una palanca transformadora de nuestra realidad social. Quizás sea una ingenuidad, pero ¿quién tiene otras soluciones y en qué fuerzas se basan? Antoine de Saint Exupéry dijo: "Mirad, en la vida no hay soluciones, sino fuerzas en marcha. Es preciso crearlas y las soluciones vienen".
Este proceso de revaluación del papel de la empresa en la nueva sociedad transcurre paralelo a la crisis del Estado-nación y a la debilidad sindical internacional. El viejo tripartismo del siglo XX, Estado-sindicatos-empresas, ha roto su equilibrio porque el Estado ha visto limitadas sus facultades legislativas y económicas en los espacios supranacionales, en los estrictos márgenes de los planes macroeconómicos de estabilidad y en las exigencias de la competencia de los mercados globales. La respuesta local de los sindicatos a empresas internacionales debilita, a su vez, la fuerza del trabajo, que camina inexorablemente hacia una reducción de su influencia, por la creciente individualización de las relaciones laborales y por la devaluación de la huelga como su principal instrumento de lucha.
Entonces, ¿dónde quedan nuestras esperanzas de progreso? Si este desequilibrio perturbador transforma nuestro mundo, ¿será el mercado, cargado de economicismo frío y competitivo, quien configure una sociedad cada vez más dual, más individualista, estresada por jornadas laborales más largas y una competencia desaforada? ¿Tendremos que admitir como inevitable la progresiva devaluación de la vieja sociedad laboral y del modelo de bienestar social?
La sociedad vigila
Pues bien, creo que la empresa, alfa y omega del mercado, la nueva Deus ex Machina de la nueva sociedad, es precisamente nuestra esperanza, o quizás sería mejor decir debería serlo. La izquierda debe transformar su visión de la empresa y superar su antagonismo ideológico o su desprecio histórico por ella, para articular una nueva dialéctica entre empresa, sociedad y poder político que transforme a las empresas en agentes activos de una sociedad justa. Diversos factores nos ayudan.
De una parte, porque el creciente poder de las empresas las hace más vulnerables ante la sociedad. Su prestigio social, su credibilidad ante la opinión pública, su imagen ligada a marcas comerciales, cada vez más presentes en la vida social, convierte a las empresas en cajas de cristal. Una campaña en Internet, una noticia en los medios, una manifestación ante una tienda, una denuncia ecológica, puede provocar daños multimillonarios. Las empresas han creado potentes equipos de comunicación o defensa jurídica, incluso de marketing social. Pero todo eso ya no es suficiente. Son responsables ante la sociedad y lo son en todas sus dimensiones: laborales, medioambientales, internacionales, etcétera.
Hasta hace poco tiempo, la vida interna y la gestión de las empresas pertenecía al campo más estricto de lo privado, incluso al terreno de lo secreto. Pero hoy, la actuación de las empresas es observada por múltiples focos de interés. Medios de comunicación, ONG, consumidores, administraciones públicas, organizaciones ecologistas, sindicatos y hasta los competidores, examinan el comportamiento internacional de las empresas, su respeto a los derechos humanos y a las reglas internacionales de la OIT, su política de recursos humanos, su respeto a las exigencias ecológicas, las condiciones de trabajo de sus proveedores y hasta sus relaciones con las administraciones públicas. Esta exigencia de responsabilidad social o corporativa, como prefieren llamarla otros, es una demanda creciente de una sociedad con opinión pública, capaz de premiar o castigar a los productos, a las marcas y a las empresas en función de su comportamiento general.
De otra, las empresas están cada vez más sometidas al criterio de los inversores financieros. El capitalismo popular tiene algunas consecuencias en este debate. De entrada, porque abre un espacio todavía inexplorado a las fórmulas democráticas de participación de los ciudadanos en las empresas, si éstas, en realidad, tienen a aquéllos como verdaderos propietarios. Las fórmulas de transparencia y buen gobierno, por muy avanzadas y exigentes que sean, no logran cubrir el déficit democrático que surge en esta ecuación desproporcionada. Unos pocos consejeros poseyendo un ligerísimo porcentaje del capital deciden sobre vida y haciendas de millones de accionistas y empleados. No se trata sólo de evitar escándalos de gestión y de control auditor como los recientes. No se trata de nombrar unos pocos consejeros independientes que, en realidad, son totalmente dependientes de quien los nombra. No se trata sólo de informar con mayor transparencia a los accionistas. Se trata de facilitar su control y su participación a través de mecanismos regularizados.
Lo mismo ocurre con los fondos de inversión. Millones de personas que invierten sus ahorros quieren incorporar al análisis legítimo de rentabilidad otros criterios, no menos importantes, sobre determinados componentes éticos, sociales y ecológicos de las empresas o de los proyectos en los que invierten. Esta demanda ciudadana ha generado ya numerosos índices bursátiles, códigos de análisis y productos financieros éticos que resultan particularmente importantes e influyentes cuando se trata de fondos de pensiones colectivos con enorme capacidad financiera (conviene recordar a este respecto la influencia decisiva que tuvieron los fondos de pensiones norteamericanos en la caída del régimen surafricano del apartheid). No deja de sorprenderme que a ninguna de nuestras entidades financieras se le haya ocurrido todavía ofrecer publicitariamente alguno de estos productos financieros, éticos, ecológicos o sociales al ahorrador español.
Es ésta una cultura empresarial que busca la excelencia en su comportamiento con los stakeholders, con sus diversos grupos de interés. Que basa su competitividad en unas relaciones laborales avanzadas en las que la inserción de la discapacidad, la igualdad de sexos, la estabilidad laboral, la formación profesional continua, la participación en beneficios y capital de los empleados o la conciliación familiar y laboral, entre otras muchas cosas, pueden ser exhibidas como una etiqueta de prestigio social. Una excelencia que se traslada a su comportamiento respetuoso con las exigencias ecológicas, que se asegura del cumplimiento de los derechos humanos, de las convenciones internacionales sindicales y de la dignidad laboral en todas sus instalaciones internacionales, o que revisa regularmente las condiciones de trabajo de su cadena de proveedores en cualquier rincón del mundo.
Fomentar esta cultura, extenderla entre las empresas, requiere una política. Desde Naciones Unidas a la Unión Europea, los gobiernos, las grandes empresas, universidades y foros de todo tipo están desarrollando esta idea. Un sector de la izquierda política desprecia por ingenuo este camino. La mayor parte de sus dirigentes políticos desconoce las implicaciones y consecuencia del debate. Por eso considero necesario reivindicarlo en nuestro país, y para hacerlo, sugiero estas conclusiones.
Primera. El PSOE y la izquierda en general tiene que cambiar el filtro con el que examina a las empresas. Es un filtro antiguo y opaco, que ve a las empresas y a los empresarios como un mundo ajeno, sino hostil. El PSOE debe hacer propuestas en relación con el gobierno de la empresa. El código Aldama es un intento absolutamente insuficiente respecto a una ecuación muchísimo más rica, que liga empresa y sociedad desde la óptica de la democracia. Nos llamarán intervencionistas, pero lo harán quienes quieren que nada se altere para que todo siga igual, es decir, en las manos de los de siempre.
Segunda. Es preciso definir la estrategia de apoyo y expansión a la RSC en España. Este Gobierno tiene un mandato en su programa electoral y un camino abierto en el diálogo social. Pero ese camino debe llevarnos a establecer una iniciativa legislativa y una estructura administrativa en el Gobierno de fomento a esta cultura empresarial.
Crítica escasa
Tercera. El papel de los medios de comunicación, y en especial de los de contenido económico, es fundamental. La política y los políticos estamos sometidos a una lupa informativa que nos hace más honestos y transparentes que si este control crítico no existiera. Las empresas no están bajo esta presión. Son muy aislados los casos de investigación y crítica a la gestión empresarial en España, algo que ocurre con más frecuencia en medios de comunicación de otros países. En la sociedad del siglo XXI, un titular de periódico denunciando un comportamiento antisocial puede ser más efectivo que una larga huelga.
Cuarta. El papel de los nuevos agentes cívicos en la nueva sociedad es clave. Una ONG española ha buceado en las condiciones laborales de la cadena de proveedores marroquíes de las grandes empresas españolas del textil. Esa información es vital para los consumidores españoles, pero no tuvo el reflejo necesario para ello en los medios de comunicación. Una política para la empresa reclama fomentar estas prácticas. Difundirlas. Fortalecer estas organizaciones que vertebran una sociedad moderna y que hacen madura e influyente su opinión pública. Dar voz a las organizaciones de consumidores y aumentar su influencia en los criterios de elección de la ciudadanía. Al tiempo que exigimos rigor y transparencia a estas mismas organizaciones para aumentar su credibilidad.
Quinta. Sigo creyendo que el Estado debe ayudar a la modernización y fortalecimiento del sindicalismo. En España, su papel ha sido decisivo estos últimos 30 años. Su función en la nueva sociedad laboral no es menor, aunque estén sometidos a nuevos límites y contradicciones. Pero, con todo y con ello, no hay equilibrio sociolaboral sin un sindicalismo organizado, capaz de defender los intereses de quienes sólo tienen la fuerza de su trabajo y de su unidad.
Esta cultura de exigencia social a las empresas, de inversiones éticas y de control y participación de los ciudadanos accionistas en su gobierno, puede ser una palanca transformadora de nuestra realidad social. Quizás sea una ingenuidad, pero ¿quién tiene otras soluciones y en qué fuerzas se basan? Antoine de Saint Exupéry dijo: "Mirad, en la vida no hay soluciones, sino fuerzas en marcha. Es preciso crearlas y las soluciones vienen".
El País, 12/12/2004
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