Las reformas autonómicas y constitucionales que ha planteado el Gobierno están produciendo un debate apasionado, como siempre que hablamos de España y de sus pueblos, esa ecuación inacabada de identidades diversas en un pasado y en un proyecto compartido. Y sin embargo, es un debate inevitable, y por ello imprescindible. De entrada, porque el clima de crispación y de tensión que se había instalado en la anterior legislatura no presagiaba nada bueno. El crecimiento electoral de las opciones nacionalistas en Cataluña y Euskadi en 2004 no parece ajeno a la política de enfrentamientos nacionalistas que la caracterizó. En segundo lugar, porque el modelo territorial de nuestra Constitución es dinámico, tal como lo demuestra la experiencia de estos últimos 25 años, y nuevas demandas y problemas irresueltos exigen nuevas respuestas políticas. Es por ello que casi todas las comunidades autónomas habían iniciado sus procesos de reforma estatutaria con mayores o menores pretensiones. Por último, debemos reconocer que las fuerzas nacionalistas de varias de nuestras nacionalidades expresan, con más o menos radicalidad, proyectos y reivindicaciones que modifican el marco autonómico o incluso el modelo de Estado.
Quiere eso decir que el proceso autonómico es ilimitado y eterno? Ilimitado no es. El modelo de Estado está configurado en nuestra Constitución y no es nuestro deseo alterarlo. España es un Estado autonómico y así lo va a seguir siendo y así se va a seguir llamando. El conjunto de reformas que se plantean fortalece la idea misma del Estado autonómico, rechazan las pretensiones soberanistas o confederales y acentúan los perfiles de convivencia integrada y armónica de los pueblos y comunidades de España en un Estado común.
La reforma constitucional así concebida es puntual y acotada a los cuatro temas conocidos: igualdad de sexo en la sucesión a la Corona, Senado, Unión Europea y denominación de las comunidades autónomas. Las reformas estatutarias, a su vez, no se conciben como una negociación ex novo del marco de autogobierno, sino como la oportunidad de resolver problemas puntuales y elevar los niveles de autogobierno sobre una triple exigencia: amplio consenso interior, respeto al reparto competencial del Título VIII (incluida la delegación competencial del 150.2, en su caso) y que se trate de necesidades objetivas de gestión y de mejoras en la eficiencia de los servicios públicos.
Están condenadas al fracaso las pretensiones de aprovechar esta iniciativa reformista para renegociar la planta del edificio del autogobierno. Primero, porque no encontrarán el acuerdo interior en la comunidad que las legitime, y segundo, porque las Cortes no aceptarán una transformación sustancial del equilibrio competencial existente.
Me explico. Una reforma profunda del marco de relaciones entre la comunidad y el Estado afecta de lleno al delicado equilibrio interior de las comunidades autónomas con pluralidad identitaria. Euskadi es el ejemplo. Cuando los partidos nacionalistas han alterado el statu quo alcanzado en el Estatuto de Gernika, la comunidad no nacionalista ha dicho "no" a ese esfuerzo de asimilación que se le exige y a esos objetivos independentistas que se le ofrecen. El respeto y el afecto que tengo a Cataluña me permite aconsejarles que huyan, como de la tormenta, de ese horizonte de fractura política y social.
Pero además, no podemos eludir el debate sobre el Estado resultante de la reforma estatutaria. Mi admirado José Ramón Recalde acuñó una frase de particular interés para el debate: "El óptimo de autogobierno no es el máximo de autonomía". Efectivamente, el principio de subsidariedad debe corresponderse con otros principios organizativos en los que la dimensión estatal resulta imprescindible. El Gobierno del Estado tiene que disponer, en todo caso, de los recursos e instrumentos que garanticen la defensa del interés general de todos los españoles, el cumplimiento de las condiciones de igualdad básica de todos los ciudadanos y el principio de solidaridad interterritorial. Sin olvidar la dimensión ciudadana del Estado como organización política que abarca un determinado espacio de convivencia. Es el Estado el que nos garantiza un orden jurídico de libertades y derechos, en el que el principio de ciudadanía responsabiliza al Estado de asegurar la libertad, el derecho, la sumisión de todos ante la ley, la igualdad de derechos y la democracia.
Dicho lo cual, procede ahora precisar otra cuestión medular de nuestro debate autonómico: ¿Deben ser todas la reformas iguales? El presidente Zapatero ya ha precisado que cada comunidad debe elaborar su propuesta de reforma y ha rechazado el modelo de "reformas con fotocopia", lo cual es elemental si tenemos en cuenta que se trata de resolver problemas o aspiraciones diferentes, ya sea la inmigración en Andalucía, la convocatoria anticipada en Valencia, las circunscripciones electorales en Madrid, o las diferentes cuestiones que ya se están discutiendo en la reforma del Estatuto catalán.
El espinoso problema de las singularidades autonómicas debe enfocarse, a mi juicio, desde dos criterios. Nuestra realidad política no permite establecer hoy un doble nivel competencial en función de factores subjetivos de cada nacionalidad. Es decir, los incrementos de autogobierno que acordemos deben ser generalizables porque hoy no hay legitimaciones superiores de unas comunidades sobre otras y porque el sistema de reparto del poder en el Estado debe ser ordenado. De manera que si se reordena el sistema judicial, o se refuerzan las competencias autonómicas en inmigración, o en aeropuertos, etcétera, todas las comunidades autónomas deben poder acceder a ese nivel competencional. Cuestión diferente es que, paralelamente, y no es contradictorio, reforcemos los hechos diferenciales, ya que en ellos radica una de las esencias de nuestro modelo autonómico porque son singularidades autonómicas institucionales relevantes, que por estar previstas y amparadas en la Constitución, constituyen límites a la homogeneidad.
Uno de los pilares de las reformas es precisamente el nuevo Senado. No es el momento de explicarla, porque es ya casi un tópico de nuestro debate territorial, pero creo poder afirmar que un Senado de representación autonómica, con importantes funciones en el proceso legislativo, devolverá a las comunidades autónomas un inmenso poder político, mayor incluso que el que puede derivarse de las reformas estatutarias y que, en particular, los hechos diferenciales pueden encontrar en esa Cámara reformada un formidable respaldo.
Quedan pendientes las dudas sobre la lealtad constitucional de los nacionalismos. ¿Servirán estas reformas para hacer un país más integrado y estable o estimularán las pretensiones separatistas? ¿Cuándo se cerrará el proceso?, se preguntan muchos. Lamento no tener respuesta. No creo que nadie las tenga. Tenemos algunas constataciones empíricas: a) Que es preciso dar continuidad histórica al proyecto constitucional iniciado en 1978 de hacer lo que no hemos hecho en los dos siglos anteriores, es decir, una nación integradora de su diversidad cultural e identitaria; b) que algunas estrategias de "aparente firmeza antinacionalista", les retroalimentan, y c) que esta dialéctica con los nacionalismos identitarios hay que ganarla en las urnas, es decir, que resulta imprescindible atraer a los votantes moderados de esa franja electoral. Es así como interpreté al presidente del Gobierno, hace unos días en Bilbao, cuando aseguraba que las aspiraciones identitarias de los vascos cabían en la España plural que estamos construyendo.
Por último, una precisión sobre el método. Es sabido que estas reformas sólo pueden hacerse por consenso y resulta obvio que en él deben estar los grandes partidos, nacionales y nacionalistas. Cuadrar ese círculo sólo será posible si recuperamos aquel espíritu del pacto que presidió el periodo constituyente. Hace falta también asumir que la construcción del Estado de las autonomías, en su doble vertiente de profundizar en el autogobierno y asegurar la cohesión y el funcionamiento del Estado, es tarea de todos. Al Gobierno y al PSOE les corresponde la tarea principal, la de promover, favorecer y lograr este clima y esos pactos que culminarán un modelo constitucional que nos ha proporcionado el periodo de paz, democracia, autogobierno y progreso más largo de nuestra historia contemporánea.
Quiere eso decir que el proceso autonómico es ilimitado y eterno? Ilimitado no es. El modelo de Estado está configurado en nuestra Constitución y no es nuestro deseo alterarlo. España es un Estado autonómico y así lo va a seguir siendo y así se va a seguir llamando. El conjunto de reformas que se plantean fortalece la idea misma del Estado autonómico, rechazan las pretensiones soberanistas o confederales y acentúan los perfiles de convivencia integrada y armónica de los pueblos y comunidades de España en un Estado común.
La reforma constitucional así concebida es puntual y acotada a los cuatro temas conocidos: igualdad de sexo en la sucesión a la Corona, Senado, Unión Europea y denominación de las comunidades autónomas. Las reformas estatutarias, a su vez, no se conciben como una negociación ex novo del marco de autogobierno, sino como la oportunidad de resolver problemas puntuales y elevar los niveles de autogobierno sobre una triple exigencia: amplio consenso interior, respeto al reparto competencial del Título VIII (incluida la delegación competencial del 150.2, en su caso) y que se trate de necesidades objetivas de gestión y de mejoras en la eficiencia de los servicios públicos.
Están condenadas al fracaso las pretensiones de aprovechar esta iniciativa reformista para renegociar la planta del edificio del autogobierno. Primero, porque no encontrarán el acuerdo interior en la comunidad que las legitime, y segundo, porque las Cortes no aceptarán una transformación sustancial del equilibrio competencial existente.
Me explico. Una reforma profunda del marco de relaciones entre la comunidad y el Estado afecta de lleno al delicado equilibrio interior de las comunidades autónomas con pluralidad identitaria. Euskadi es el ejemplo. Cuando los partidos nacionalistas han alterado el statu quo alcanzado en el Estatuto de Gernika, la comunidad no nacionalista ha dicho "no" a ese esfuerzo de asimilación que se le exige y a esos objetivos independentistas que se le ofrecen. El respeto y el afecto que tengo a Cataluña me permite aconsejarles que huyan, como de la tormenta, de ese horizonte de fractura política y social.
Pero además, no podemos eludir el debate sobre el Estado resultante de la reforma estatutaria. Mi admirado José Ramón Recalde acuñó una frase de particular interés para el debate: "El óptimo de autogobierno no es el máximo de autonomía". Efectivamente, el principio de subsidariedad debe corresponderse con otros principios organizativos en los que la dimensión estatal resulta imprescindible. El Gobierno del Estado tiene que disponer, en todo caso, de los recursos e instrumentos que garanticen la defensa del interés general de todos los españoles, el cumplimiento de las condiciones de igualdad básica de todos los ciudadanos y el principio de solidaridad interterritorial. Sin olvidar la dimensión ciudadana del Estado como organización política que abarca un determinado espacio de convivencia. Es el Estado el que nos garantiza un orden jurídico de libertades y derechos, en el que el principio de ciudadanía responsabiliza al Estado de asegurar la libertad, el derecho, la sumisión de todos ante la ley, la igualdad de derechos y la democracia.
Dicho lo cual, procede ahora precisar otra cuestión medular de nuestro debate autonómico: ¿Deben ser todas la reformas iguales? El presidente Zapatero ya ha precisado que cada comunidad debe elaborar su propuesta de reforma y ha rechazado el modelo de "reformas con fotocopia", lo cual es elemental si tenemos en cuenta que se trata de resolver problemas o aspiraciones diferentes, ya sea la inmigración en Andalucía, la convocatoria anticipada en Valencia, las circunscripciones electorales en Madrid, o las diferentes cuestiones que ya se están discutiendo en la reforma del Estatuto catalán.
El espinoso problema de las singularidades autonómicas debe enfocarse, a mi juicio, desde dos criterios. Nuestra realidad política no permite establecer hoy un doble nivel competencial en función de factores subjetivos de cada nacionalidad. Es decir, los incrementos de autogobierno que acordemos deben ser generalizables porque hoy no hay legitimaciones superiores de unas comunidades sobre otras y porque el sistema de reparto del poder en el Estado debe ser ordenado. De manera que si se reordena el sistema judicial, o se refuerzan las competencias autonómicas en inmigración, o en aeropuertos, etcétera, todas las comunidades autónomas deben poder acceder a ese nivel competencional. Cuestión diferente es que, paralelamente, y no es contradictorio, reforcemos los hechos diferenciales, ya que en ellos radica una de las esencias de nuestro modelo autonómico porque son singularidades autonómicas institucionales relevantes, que por estar previstas y amparadas en la Constitución, constituyen límites a la homogeneidad.
Uno de los pilares de las reformas es precisamente el nuevo Senado. No es el momento de explicarla, porque es ya casi un tópico de nuestro debate territorial, pero creo poder afirmar que un Senado de representación autonómica, con importantes funciones en el proceso legislativo, devolverá a las comunidades autónomas un inmenso poder político, mayor incluso que el que puede derivarse de las reformas estatutarias y que, en particular, los hechos diferenciales pueden encontrar en esa Cámara reformada un formidable respaldo.
Quedan pendientes las dudas sobre la lealtad constitucional de los nacionalismos. ¿Servirán estas reformas para hacer un país más integrado y estable o estimularán las pretensiones separatistas? ¿Cuándo se cerrará el proceso?, se preguntan muchos. Lamento no tener respuesta. No creo que nadie las tenga. Tenemos algunas constataciones empíricas: a) Que es preciso dar continuidad histórica al proyecto constitucional iniciado en 1978 de hacer lo que no hemos hecho en los dos siglos anteriores, es decir, una nación integradora de su diversidad cultural e identitaria; b) que algunas estrategias de "aparente firmeza antinacionalista", les retroalimentan, y c) que esta dialéctica con los nacionalismos identitarios hay que ganarla en las urnas, es decir, que resulta imprescindible atraer a los votantes moderados de esa franja electoral. Es así como interpreté al presidente del Gobierno, hace unos días en Bilbao, cuando aseguraba que las aspiraciones identitarias de los vascos cabían en la España plural que estamos construyendo.
Por último, una precisión sobre el método. Es sabido que estas reformas sólo pueden hacerse por consenso y resulta obvio que en él deben estar los grandes partidos, nacionales y nacionalistas. Cuadrar ese círculo sólo será posible si recuperamos aquel espíritu del pacto que presidió el periodo constituyente. Hace falta también asumir que la construcción del Estado de las autonomías, en su doble vertiente de profundizar en el autogobierno y asegurar la cohesión y el funcionamiento del Estado, es tarea de todos. Al Gobierno y al PSOE les corresponde la tarea principal, la de promover, favorecer y lograr este clima y esos pactos que culminarán un modelo constitucional que nos ha proporcionado el periodo de paz, democracia, autogobierno y progreso más largo de nuestra historia contemporánea.
El País,28/09/2004