Quien haya sido testigo de los últimos 20 años de nuestra historia ha podido ver cómo el temperamento colectivo de los vascos, abrupto e intolerante pero a la vez generoso y solidario ("parco en palabras pero en obras largo", que escribiera Tirso de Molina), ha ido acentuando sus características más negativas a golpe de atentado terrorista, a la par que el miedo iba haciéndonos cada día un poco más insolidarios y egoístas.Quedan lejanas en el tiempo las explicaciones inverosímiles que circularon entre la opinión pública sobre los primeros asesinatos de ETA, cuando las familias nacionalistas eran incapaces de aceptar que uno de los chicos pudiera haber cometido tamaña fechoría. Qué cercana, en cambio, la cansada indiferencia ante la muerte ajena mostrada por los espectadores de la prueba ciclista que se celebraba en Algorta, mientras el cadáver aún caliente del inspector Moisés Herrero esperaba la orden de levantamiento. Entre ambas imágenes hay un recorrido muy largo, un camino en el que la sensibilidad colectiva de este pueblo ha ido embotándose y envileciéndose hasta alcanzar, en los casos más agudos el "grado de estupidez cósmica,, que Caro Baroja advertía en la expresión "algo habrá hecho", con que algunos condenan a la víctima de un atentado terrorista.
Cuando la expresión más radical de los conflictos sociales en el seno de un colectivo tiene como vía de solución el tiro en la nuca todas las relaciones quedan afectadas por el dramático punto de referencia de la muerte.
El principio elemental de que donde cabe lo más cabe lo menos tiene una validez incuestionable en Euskadi. La violencia ha teñido hasta el lenguaje de actitudes reivindicativas que en otros ámbitos geográficos tienen expresiones más civilizadas. Buena muestra son los conflictos laborales, en los que pueden leerse eslóganes como "Obrero despedido, patrón colgado" o "Se lo están ganando a pulso" bajo la imagen de una horca. Hay muchos ejecutivos en el País Vasco que reciben anónimos o llamadas telefónicas en la madrugada en períodos de convenios, o mientras sus empresas sufren problemas laborales.
El miedo
El problema terrorista se plantea la mayor parte de las veces como una grave amenaza para el futuro del pueblo vasco, como una hipoteca de presente cuya desaparición bastaría para devolver a este pueblo la libertad y la dignidad perdidas, aunque probablemente algunos de los daños que ha causado en el tejido social vasco sean irreversibles. Porque en Euskadi hay miedo. Tienen miedo los empresarios, los jueces y los periodistas; tienen miedo los ciudadanos que, aun reprobando el terrorismo, no se atreven a colaborar con las fuerzas de seguridad. Y una sociedad atenazada por el miedo no puede ser una sociedad libre.
Pero es que además el terrorismo ha sido un factor de disgregación social de primer orden. La relativa selectividad con que los etarras escogían a sus víctimas, preferentemente entre los CSE, ha hecho que una parte considerable del pueblo vasco adopte actitudes corporativas, en vez de contemplar al terrorismo como un problema propio. Después, a medida que el abanico de las víctimas se extendía hacia otros sectores sociales, el corporativismo ha dado paso al individualismo y a la insolidaridad como elmentos más característicos de nuestra actual idiosincrasia.
Pocas ilusiones cabe hacerse sobre la capacidad de este pueblo para reaccionar y recuperar de golpe la dignidad colectiva que el terrorismo nos ha ido arrebatando bomba a bomba y muerto a muerto. Porque hemos visto prácticamente de todo: a la pareja de novios que, acribillados en el interior de su automóvil, caen sobre el volante y, ya cadáveres, hacen sonar el claxon durante 20 minutos sin que nadie se acerque a ver qué pasa. Hemos visto cómo asesinaban a un inspector de policía mientras llevaba de la mano a su hijo de tres años; hemos visto cuerpos de niños rotos por la Goma 2 y mujeres embarazadas cosidas a tiros. ETA ha agotado ya el repertorio de todos los manuales de criminalidad y nos ha hecho apurar la copa del horror hasta las heces, sin que nos hayamos sentido conmovidos más allá de lo que aconseja el protocolo.
Tal vez la única manera de que asumamos como nuestra esta tragedia sea el conocimiento de la estricta relación que se produce entre terrorismo y ruina económica. Que sepamos que no habrá empresarios capaces de invertir si el reconocimiento social a su tarea es el secuestro y el impuesto terrorista. Que los capitales extranjeros buscarán climas más apacibles mientras se nos considere una zona conflictiva del mundo. Y que todo eso es igual a paro y miseria.
A nadie se le oculta la sordidez de un planteamiento semejante. Pero es que en Euskadi hace ya algún tiempo que la realidad social ha sobrepasado el terrible sarcasmo con el que Thomas de Quincey contemplaba la inhibición ante el crimen en El asesinato considerado como una de las bellas artes: "Si se transige con el asesinato, pronto no se le dará importancia al robo; del robo se pasa luego a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto al abandono en los modales y a dejar las cosas para el día siguiente".
Cuando la expresión más radical de los conflictos sociales en el seno de un colectivo tiene como vía de solución el tiro en la nuca todas las relaciones quedan afectadas por el dramático punto de referencia de la muerte.
El principio elemental de que donde cabe lo más cabe lo menos tiene una validez incuestionable en Euskadi. La violencia ha teñido hasta el lenguaje de actitudes reivindicativas que en otros ámbitos geográficos tienen expresiones más civilizadas. Buena muestra son los conflictos laborales, en los que pueden leerse eslóganes como "Obrero despedido, patrón colgado" o "Se lo están ganando a pulso" bajo la imagen de una horca. Hay muchos ejecutivos en el País Vasco que reciben anónimos o llamadas telefónicas en la madrugada en períodos de convenios, o mientras sus empresas sufren problemas laborales.
El miedo
El problema terrorista se plantea la mayor parte de las veces como una grave amenaza para el futuro del pueblo vasco, como una hipoteca de presente cuya desaparición bastaría para devolver a este pueblo la libertad y la dignidad perdidas, aunque probablemente algunos de los daños que ha causado en el tejido social vasco sean irreversibles. Porque en Euskadi hay miedo. Tienen miedo los empresarios, los jueces y los periodistas; tienen miedo los ciudadanos que, aun reprobando el terrorismo, no se atreven a colaborar con las fuerzas de seguridad. Y una sociedad atenazada por el miedo no puede ser una sociedad libre.
Pero es que además el terrorismo ha sido un factor de disgregación social de primer orden. La relativa selectividad con que los etarras escogían a sus víctimas, preferentemente entre los CSE, ha hecho que una parte considerable del pueblo vasco adopte actitudes corporativas, en vez de contemplar al terrorismo como un problema propio. Después, a medida que el abanico de las víctimas se extendía hacia otros sectores sociales, el corporativismo ha dado paso al individualismo y a la insolidaridad como elmentos más característicos de nuestra actual idiosincrasia.
Pocas ilusiones cabe hacerse sobre la capacidad de este pueblo para reaccionar y recuperar de golpe la dignidad colectiva que el terrorismo nos ha ido arrebatando bomba a bomba y muerto a muerto. Porque hemos visto prácticamente de todo: a la pareja de novios que, acribillados en el interior de su automóvil, caen sobre el volante y, ya cadáveres, hacen sonar el claxon durante 20 minutos sin que nadie se acerque a ver qué pasa. Hemos visto cómo asesinaban a un inspector de policía mientras llevaba de la mano a su hijo de tres años; hemos visto cuerpos de niños rotos por la Goma 2 y mujeres embarazadas cosidas a tiros. ETA ha agotado ya el repertorio de todos los manuales de criminalidad y nos ha hecho apurar la copa del horror hasta las heces, sin que nos hayamos sentido conmovidos más allá de lo que aconseja el protocolo.
Tal vez la única manera de que asumamos como nuestra esta tragedia sea el conocimiento de la estricta relación que se produce entre terrorismo y ruina económica. Que sepamos que no habrá empresarios capaces de invertir si el reconocimiento social a su tarea es el secuestro y el impuesto terrorista. Que los capitales extranjeros buscarán climas más apacibles mientras se nos considere una zona conflictiva del mundo. Y que todo eso es igual a paro y miseria.
A nadie se le oculta la sordidez de un planteamiento semejante. Pero es que en Euskadi hace ya algún tiempo que la realidad social ha sobrepasado el terrible sarcasmo con el que Thomas de Quincey contemplaba la inhibición ante el crimen en El asesinato considerado como una de las bellas artes: "Si se transige con el asesinato, pronto no se le dará importancia al robo; del robo se pasa luego a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto al abandono en los modales y a dejar las cosas para el día siguiente".
El País,27/07/1985.