A finales del siglo XX, después de la caída del muro y la recuperación de la democracia en los países del Este, sometidos hasta entonces a la Unión Soviética, la democracia se extendía y consolidaba en todo el mundo. Hasta Rusia estableció su sistema electoral democrático y China prometía a los interlocutores occidentales que negociaban su incorporación a la OCDE, próximos pasos en la democratización de su vieja dictadura.
América Latina superó una segunda mitad del pasado siglo preñada de asonadas y golpes militares que trajeron represión y muerte y movimientos guerrilleros de insurrección revolucionaria. Entre la última década del pasado siglo y la primera de éste, América Latina consolido sus democracias y vivió los mejores años de crecimiento económico y lucha contra la desigualdad social.
Vivíamos una expansión geopolítica de la democracia en todo el mundo y parecía que ese era el único destino político de todos los países. Parecía como si la historia ideológica de los dos últimos siglos hubiera terminado, como si la democracia se hubiera instalado en las coordenadas sociopolíticas de todos ellos y como si el futuro fueran anchas avenidas democráticas para todos los regímenes políticos en todo el mundo.
Desgraciadamente, pronto comprobamos que ese dominio ideológico de Occidente sobre el planeta no era , ni mucho menos, aceptado dócilmente por muchas culturas y por muchos líderes del mundo .Los atentados de las Torres Gemelas en 2001 fueron el inicio de una contienda terrorista brutal cuyo telón de fondo religioso -integrista escondía un rotundo rechazo a la democracia y a Occidente (Europa y Estados Unidos principalmente), como sus estandartes.
Putin empezó a tejer su autocracia a través de una burda maniobra de alternancias ficticias con su vicepresidente, hasta conseguir perpetuarse como el nuevo Zar de una ciudadanía sin derechos, pero abducida por un nacionalismo agresivo y una geopolítica belicosa y amenazante.
China, que estaba construyendo el país más poderoso del mundo y que había conseguido un desarrollo social extraordinario, sacando a más de seiscientos millones de seres humanos de la pobreza, abandonó pronto sus promesas democratizadoras y blindó el poder de la cúpula comunista a través de un control tecnológico exhaustivo.
Otras democracias formales fueron adquiriendo peligrosas derivas autocráticas: Turquía, India, Filipinas, Venezuela ,a través de abusos de poder, control monopolístico y abusivo de los resortes del Estado y privación a la oposición de sus plenos derechos, generando así regímenes iliberales en los que la democracia quedaba seriamente secuestrada y letalmente dañada.
En todas las democracias del mundo se empezaron a observar estas peligrosas tendencias, estas tentaciones autoritarias que cuestionan los principios liberales de la democracia: la separación de poderes, las elecciones libres e iguales, los contrapoderes necesarios para balancear la democracia: libertad de prensa, libertades cívicas, sociedad civil fuerte, etc… Polonia y Hungría son buenos ejemplos de eso, aquí en Europa, pero en todos los países democráticos del mundo tenemos manifestaciones de esas peligrosas tendencias.
Finalmente, la aparición de fuerzas políticas de ultraderecha, a veces envueltas en banderas nacionalistas y siempre populistas, han mostrado al mundo una radical incapacidad para aceptar la derrota (Estados Unidos y Brasil) y han llegado hasta el extremo de combatir violentamente el resultado electoral.
Son sólo algunos de los más significativos elementos de una corriente de fondo que a lo largo de estos últimos 20 años nos ha situado en el centro de una vorágine antidemocrática imposible de intuir cuando creíamos que el futuro se llamaba democracia.
En los últimos cinco años, se han publicado múltiples ensayos analizando las causas de esta deriva y describiendo los desafíos de los estados iliberales. ¿Por qué tantas democracias transitan hacia autocracias manifiestas o disimuladas? ¿Por qué se atenúan o se limitan, o peor, desaparecen , las libertades en un estado democrático sin que los autores de esas tropelías sean sancionados por la ley o por el voto ciudadano?. ¿Por qué se lesiona tan frecuentemente la separación de poderes para atribuirse la representación del pueblo en detrimento de los derechos de las minorías? ¿Por qué se violenta tan frecuentemente el principio democrático de la igualdad de los ciudadanos al margen de su orientación sexual, o de su religión, o de su raza? ¿Por qué tanta intolerancia ante el adversario y por qué tanta polarización frentista y sobre todo por qué estas estrategias destinadas a cuestionar el sistema electoral cuando se pierde, violentando el principal canon democrático: aceptar la derrota?.
Este libro, de Carlos Eduardo Mena, es uno de esos ensayos, surgido de esta preocupación común en muchos de nosotros, en Europa, en Estados Unidos, en América Latina, en todo el mundo. Cada cual sometido a alguna de estas circunstancias en función de las particulares condiciones sociopolíticas de nuestros regímenes y todos seriamente alarmados por el deterioro de este marco de convivencia que creíamos indestructible y eterno.
Carlos Eduardo Mena enfrenta tan importante tarea con un título que lo dice todo sobre sus intenciones: contra la crisis de la democracia, más democracia. En sus páginas hay pedagogía conceptual: qué es y qué no es democracia. Hay precisión sobre los componentes de la democracia. Hay análisis sobre los nuevos desafíos de una sociedad digital. Y finalmente hay caminos, consejos, recomendaciones, para hacer mejor la democracia. Para hacerla más fuerte, más moderna, más actual, más democrática en fin.
Hay algunas ideas, ya recogidas muchas de ellas en el libro, que nos ofrecen una cierta descripción de los problemas actuales de las democracias. Sin pretender agotar esa larga lista de problemas a los que nos enfrentamos, me gustaría señalar aquí, en estas breves páginas que prologan este magnífico libro, mis particulares preocupaciones al respecto.
Una de ellas es la creciente atenuación de los perfiles ideológicos de las dos grandes familias políticas e ideológicas que han atravesado la segunda mitad del siglo XX: socialdemócratas y conservadores o cristiano- demócratas, en terminología Europea. Esas grandes banderas articularon políticamente la pluralidad social, de manera que la democracia servía de base para vertebrar las dos grandes opciones políticas de la época. La izquierda aglutinaba una masa social y ciudadana que tenía muy claras las aspiraciones de igualdad y protección social y la derecha expresaba una concepción de la libertad individual y de valores y aspiraciones más conservadores. Era una especie de bipartidismo imperfecto, con la suma de algún partido de centro liberal, dando juego a un desarrollo de las democracias y a una construcción social excelente: el estado del bienestar.
Pero esos perfiles se han atenuado por múltiples razones y han emergido otras banderas, nuevos problemas sociales, múltiples identidades, muchos límites a las políticas económicas propias en la globalización, etcétera que han traído un nuevo escenario pluripartidista, mucho más difuso, en el que la democracia y sus reglas se desenvuelven peor, con menos claridad, sin tantos estímulos para la vertebración social y para la conquista de objetivos sociales y políticos concretos.
Digamos que las aspiraciones previas a las formulaciones del contrato social básico: democracia e igualdad, se han consolidado en regímenes democráticos regulados por el Estado de Derecho y la igualdad ha alcanzado un estado perfectible pero sólido en la llamada sociedad del bienestar y las nuevas demandas ciudadanas encuentran nuevos límites para su construcción en la sociedad global y en las limitadas soberanías nacionales. Carlos Eduardo Mena señala precisamente esta circunstancia cuando habla de la “crisis de representación "de los partidos políticos y de su función mediadora en la democracia. Papel insustituible, añado, pero muy perfectible como señala el autor.
Todo ello va unido a otro factor nada desdeñable al analizar la crisis de las democracias. La gobernanza democrática se ha hecho tan compleja como difícil, poco explicable ante la multiplicidad informativa y ante las múltiples dependencias y sobre todo ante la velocidad de la vida.
Joseph Nahy, el politólogo norteamericano, explicaba la velocidad del mundo actual citando la expansión de los virus: la viruela tardó tres siglos en extenderse por el planeta. El virus del sida, 30 años. Hoy , podríamos añadir, el virus de la COVID, tres meses. Todo sucede a gran velocidad y todo lo que ocurre nos afecta, en cualquier lugar del mundo y en muy poco tiempo. Eso hace que la gobernanza sea más compleja, más interdependiente, que haya que tomar medidas a veces inexplicables en un escenario geopolítico muy dinámico y muy cambiante. La ciudadanía no sigue , no entiende, la política se ha hecho más difícil, menos aprehensible para la gente y eso le aleja, le aparta de la democracia porque la democracia exige seguimiento, conocimiento, debate público y solo entendiendo la génesis y las razones de las decisiones políticas este debate es posible.
¿Cómo es posible que la deliberación pública sea más difícil en plena sociedad de la información, cuando recibimos millones de pulsiones informativas cada día, a través de múltiples canales informativos en las redes? La respuesta, por paradójica que pueda parecer, es clara. Precisamente por eso , porque las redes sociales se han convertido en un edificio deliberativo banal, anecdótico, sin profundidad, simplificador y polarizado y porque la proliferación informativa de las redes nos obliga a leer solo titulares y pies de foto.
Hace quince años creíamos que Internet y las redes sociales se iban a convertir en una herramienta valiosa para profundizar la democracia, para hacerla más deliberativa, más participativa, para que cada ciudadano fuera capaz de aportar sus puntos de vista sobre los múltiples temas de la gobernanza y así podríamos obtener una ciudadanía no dependiente y más poderosa. Creíamos que de esa manera el ciudadano no dependeria de grupos editoriales y de poderes mediáticos para que tuviéramos una opinión pública más libre, más autónoma, más responsable. No ha sido así. No hace falta insistir aquí en las razones de esta enorme decepción colectiva. Mucho mejor lo ha explicado el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro: ”Infocracia”, destacando los perniciosos efectos de la Sociedad de la Información en el edificio deliberativo de las democracias.
Pero no es necesario acudir a los ensayos filosóficos para comprender qué nuevos peligros amenazan a ese edificio cuando los avances tecnológicos añaden posibilidades de engaños masivos en la atribución de declaraciones o comentarios de los responsables públicos o cuando se constatan maniobras de manipulación cibernética a gran escala. Poderes ocultos trabajan en la clandestinidad de grandes máquinas capaces de orientar opiniones públicas en las conversaciones de las redes.
La desconfianza en el sistema electrónico del voto brasileño fue una operación diseñada a lo largo de dos años, como estrategia de desacreditar el resultado electoral en caso de derrota de Bolsonaro. Los patéticos actos de protesta en Brasilia los primeros días de enero de 2023 se parecían demasiado al asalto al Congreso de los trumpistas en enero del 2021.
Otras manipulaciones cibernéticas se han empleado con mayor o menor éxito. Grandes decisiones democráticas influyen en la geopolítica mundial de manera decisiva, especialmente las elecciones de las grandes potencias y de los líderes y mandatarios de grandes países y a esas decisiones populares se convocan también poderes ajenos, interesados en una u otra elección. Lo vimos ya en Estados Unidos con Trump y lo seguiremos viendo desgraciadamente.
Todo lo anterior no es ajeno a la aparición con preocupante fuerza y con universal presencia de un nuevo populismo político, ligado a los sentimientos y a las ideas más reaccionarias. Esa nueva ultraderecha que se presenta como anarco en Argentina, como securitaria en El Salvador, como antimigratoria en Suecia o en Italia, como anti europea en toda Europa o como anti ”casta” en todo el mundo ,es en el fondo una suma aleatoria y oportunista de enfados sociales por múltiples causas, a las que ofrecen tan sencillas como falsas soluciones.
Todos los populismos son nacionalistas, primero que nada, porque su idea pequeña y antigua del mundo les ubica en las coordenadas sentimentales de lo conocido, lo propio, el rechazo o lo ajeno y a los ajenos , apropiándose de símbolos comunes y manipulando la historia para regodearse en el pasado. Añaden a eso un menú de rechazos y enfados por razones propias de cada país. Desde el rechazo a la inmigración, a la defensa de los toros o la caza, desde la manipulación de la inseguridad al odio al feminismo, desde su aversión a la igualdad de derechos, a las ayudas sociales. Siempre manipulando la ignorancia y denunciando la política, a los políticos y a los partidos como una élite privilegiada y clasista. Con todo ello desprestigian a las instituciones democráticas y a la democracia misma.
Esa suma de nacionalismo más enfado social, es una verdadera termita para las democracias. La democracia liberal, a diferencia de la democracia iliberal, no pretende imponer la verdad, la belleza o la justicia absolutas (eso es lo que pretenden los fanáticos y muchos populistas lo son), sino arreglos y acomodos entre ciudadanos diferentes en su vision del mundo.Uno de los ejemplos más significativos de esos populismos es la transformación de los llamados cinturones rojos de algunas grandes ciudades europeas: Marsella, París, Lyon, Roma etcétera en las que se concentraban grandes masas de votantes de izquierdas socialista y comunista, en cinturones negros con mayoría electoral de la ultraderecha por la influencia de sus doctrinas en barrios obreros.
Este cuadro, un poco pesimista, lo reconozco, aunque también provocador de reflexiones necesarias (como decía un verso de Luis Eduardo Aute "el pensamiento no puede tomar asiento”) , puede aún hacerse más extenso y provocador mirando a América Latina.
¿Cómo no reconocer en nuestra mirada preocupada sobre las democracias latinoamericanas que la tradición democrática en muchos países es muy débil, que las historias democráticas de la repúblicas latinoamericanas han sido golpeadas repetidamente por golpes militares, que las luchas de insurrección germinaron años de violencia y represión y que las revoluciones que triunfaron, no generaron democracias sino nuevas dictaduras?. ¿Cómo no reconocer que los Estados democráticos son débiles en la prestación de servicios públicos básicos: (seguridad, educación, sanidad, ) e ineficaces en la gestión por la falta de recursos ante unos ingresos fiscales extremadamente bajos?. ¿Cómo no reconocer que toda América Latina está atravesada por un problema de seguridad (43 de las ciudades más violentas del mundo están en América Latina) que convierte la demanda de seguridad en una exigencia primaria? ¿Cómo no recordar que el narcotráfico se ha convertido en una metástasis de las democracias en algunos países atacados por bandas criminales poderosísimas?
A todo ello hay que añadir la gran crisis que sufren los partidos políticos en América Latina, hasta el punto de que en algunos países la desaparición total del sistema de partidos ha provocado crisis institucionales de muy difícil solución. Carlos Eduardo Mena hace en esta obra una interesante y enriquecedora aportación a la crisis partidaria en América Latina.
Lo sabemos bien, los partidos son claves de bóveda en el sistema institucional democrático. Su función mediadora y representativa entre ciudadanía e instituciones es básico y algunas de las crisis políticas más dramáticas en algunos países latinoamericanos se explican por la práctica desaparición de los partidos políticos que articulaban esa función y por la incongruencia de sistemas electorales que no armonizan adecuadamente los poderes legislativos y ejecutivos especialmente en los modelos presidencialistas.
El autor ofrece una larga y sistematizada información sobre la vida interna y externa de los partidos políticos. Valga como conclusión, la necesidad de fortalecer esas estructuras, de hacerlas más democráticas, más y mejor relacionadas con la ciudadanía, mejor reguladas en el engranaje institucional y electoral. En la misma línea, la necesidad de hacer de la política una actividad mejor considerada, de aumentar su aprecio social, de estimular el interés social por sus debates, de favorecer el acceso y el ingreso en la militancia política de los ciudadanos más concienciados, y de revalorizar socialmente el ejercicio de la representación pública.
Por supuesto, eso exige mucho de los propios protagonistas, pero el combate a ese populismo antipolítico, a ese oportunismo cínico contra las élites y la casta, exige una tarea integral, incluida la educativa y unas reformas institucionales en esa dirección.
De manera que el reto democrático, los desafíos de los estados iliberales y los asaltos populistas al poder resultan en América Latina especialmente graves. Mucho más si tenemos en cuenta que está emergiendo una nueva ciudadanía que reclama a sus gobiernos lo que muchos de estos no les pueden dar. Reclama Educación y Sanidad universales y de calidad. Reclama seguridad en sus vidas, ya sean periodistas mexicanos, campesinos colombianos o habitantes de favelas brasileñas. Sin seguridad no hay libertad. Reclaman un poder judicial independiente, sistemas de protección social y pensiones dignas. Es una ciudadanía consciente de las enormes desigualdades de sus países y sencillamente dice: Basta!! Es una ciudadanía que no tolera la corrupción ni los abusos de poder, ni soporta democracias que no lo son. Quiere libertad y progreso: son los estudiantes de Santiago o de Bogotá, son millones de ciudadanos reclamando la vacuna contra la pandemia, son miles de pequeñas empresas que reclaman ayudas para no cerrar sus pequeños negocios, son las masas migrantes de Honduras y Guatemala, son los luchadores por la libertad de Managua o la población decepcionada en Caracas, son clases medias que no están dispuestas a dejar de serlo para caer de nuevo en la pobreza. También son los jóvenes cubanos que quieren libertad creativa y progreso social. Son ciudadanos globalizados por sus smartphones que han estado y están en contacto con otros ciudadanos del mundo y ven lo que tienen y se preguntan por qué ellos no.
La desconfianza es solo uno de los síntomas que muestra la debilidad de los estados y la precariedad de sus instituciones. Un informe recientemente publicado por el BID: “Confianza, la clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe”, muestra detalles reveladores a este respecto. Concretamente en el período transcurrido entre 1981 y 1985 hasta 2016-2020, la confianza generalizada o interpersonal descendió del 22 al 11 por ciento en América Latina y el Caribe. Sólo uno de cada diez ciudadanos cree que se puede confiar en los demás. A su vez , sólo tres de cada diez ciudadanos en América Latina y el Caribe confían en su gobierno. No hacen falta demasiadas explicaciones sobre el enorme impacto que tiene en la democracia , en el crecimiento económico y en la cohesión social esta desconfianza generalizada de la población en sus instituciones y en sus conciudadanos.
Es un círculo vicioso y peligroso. La ciudadanía no confía en sus instituciones porque estas no cumplen su cometido ni los compromisos para los que les eligieron. La democracia sufre porque esa deslegitimación mina sus fundamentos. Pierde eficacia en la resolución de los problemas que sufre la ciudadanía o en la respuesta a las demandas que ésta plantea. Algunos le llaman “fatiga democrática", pero no creo que sea una definición acertada porque la fatiga evoca cansancio o agotamiento de una experiencia larga o prolongada y no es eso lo que acontece en las democracias latinoamericanas. Es más bien que estas democracias nunca llegaron a desplegarse y a ofrecer todas las ventajas de su ideario. Es más bien que el contrato social que se desprende de la democracia ha sido incumplido , insuficiente o simplemente fallido.
Este libro de Carlos Eduardo Mena viene a aportar su contribución a un debate tan necesario como imprescindible a la vista de lo que está ocurriendo en toda América Latina. Desde El Salvador a Argentina, desde México a Bolivia. En todo el mundo, pero más en América Latina, es necesario fortalecer los valores democráticos, los principios éticos de la convivencia en libertad, los derechos humanos, las fuentes y las reglas de los Estados de Derecho: la separación de poderes, hacer fuertes los contrapoderes, profundizar las libertades, prestigiar y consolidar las instituciones. En todo el mundo, pero más en América Latina es necesario que el Poder Judicial sea independiente y que el Poder Legislativo sea respetado. Fortalecer los modelos electorales y los sistemas constitucionales que aseguran la gobernabilidad y la correlación entre el Legislativo y el Ejecutivo. En todo el mundo, pero en América Latina más, es necesario que los partidos políticos y los representantes públicos hagan de la ejemplaridad y la transparencia su regla máxima de conducta personal. Que el combate a la corrupción sea consigna nacional y compromiso general. Que se eduque socialmente en los valores democráticos y que la confesionalidad recupere su imperio legal. Laicidad incluyente, que no excluye el hecho religioso pero lo somete al imperio de la ley que emana de la voluntad popular. Educar en los valores de la igualdad ciudadana por encima de sexos, razas o creencias. Educar en la tolerancia y el pluralismo, practicar la convivencia democrática fortaleciéndola, como dice Carlos Eduardo Mena.
Esta es una larga marcha , pero no hay camino alternativo. Las alternativas a la democracia no son alternativas. Nos devuelven a tiempos de convivencia oscura y salvaje. Llevamos dos siglos largos construyendo valores y principios de civilización en los que el ser humano adquiere dignidad y libertad . La democracia es un marco de convivencia imprescindible para que esos valores sean respetados y es el marco en el que otras aspiraciones tan importantes como las anteriores, la igualdad y la justicia, puedan desarrollarse. Avanzar y perfeccionar ese marco y esos valores, es el camino .
Prólogo para el libro:” Democratizar la democracia” de Carlos Eduardo Mena.