Todos los analistas contemplan una guerra larga. Rusia parece decidida a conquistar el Este de Ucrania, las regiones más rusófilas de Ucrania, conectar toda la costa del mar de Azov con la Crimea reconquistada en 2014 y llegar, quizás, hasta Transnistria, en Moldavia, pasando por Odesa y dejando a Ucrania sin salida al mar Negro.
Si ese es el objetivo ruso, la guerra durará años porque Ucrania tendrá territorio y armas para combatir a los invasores. No es fácil ver una salida negociada en el corto plazo hasta que «los hechos bélicos» refiguren una situación negociable.
Las repercusiones económicas son enormes y serán todavía mucho mayores. El crecimiento económico previsto para la pospandemia está siendo absorbido rápidamente por la incertidumbre mundial. China es una incógnita preocupante porque su influencia es global y está sufriendo una nueva ola covid, quizás porque su vacuna no inmuniza suficientemente. Las tensiones en las cadenas alimentarias no han hecho más que empezar y los costes de la inflación los estamos pagando ya todos, especialmente los más vulnerables. Ya se sabe, la inflación es el peor y más gravoso impuesto para los más vulnerables: pobres, pensionistas, asalariados y clases medias.
La transición energética hacia la descarbonización se acelera. Las noticias sobre catástrofes naturales derivadas del cambio climático son constantes y planetarias. Pero a la urgencia climática se añade ahora, especialmente para los europeos, la necesidad de cortar cuanto antes la dependencia del gas y del petróleo rusos.
Alemania ya ha programado el 100% de su energía como renovable para 2035, pero Austria, Holanda y Portugal quieren hacerlo en 2030 y Dinamarca en 2027. Para Alemania eso supone duplicar la energía eólica terrestre y cuadriplicar la marina y la fotovoltaica existentes. Pero esos programas, incluidos los dirigidos a la obtención de hidrógeno verde, reclaman un volumen de inversión considerable.
Ucrania será Europa o no será. El final de esa guerra nos planteará a los europeos la necesidad de ofrecer a ese país un horizonte de incorporación estable y seguro, incluyendo la adhesión, quizás, de algún otro país de los Balcanes Occidentales. En cualquier caso, los costes de su reconstrucción también van a repercutir en los presupuestos nacionales de los Estados miembros. Presupuestos que ya están abordando las medidas de compensación a la población por las consecuencias de la guerra, que a su vez tienen derivadas en reducción de ingresos (fiscalidad a los combustibles y otros) y en aumento del gasto (subvenciones a colectivos vulnerables). Por fin, pero no por ello menos importante a estos efectos, el aumento del gasto en defensa. Alemania ya ha comprometido llegar al 2% del PIB y España también ha prometido un incremento de la inversión militar hasta el 1,2% de nuestro Producto Interior Bruto.
Reconozco que es un panorama un poco aterrador, pero es bastante realista, mal que nos pese. La pregunta es cómo abordamos estas demandas desde nuestras cuentas públicas, bastante exhaustas por la pandemia y por el incremento de la deuda pública en la última década. El riesgo de entrar en una espiral inflacionaria es grave y el del estancamiento en el crecimiento nos acercaría al fantasma de la estanflación, la peor de las hipótesis.
Hay dos medidas que deberíamos considerar. La primera es conocida: un gran pacto de rentas que permita combatir las peligrosas tendencias inflacionistas derivadas de la energía y de la cadena de suministros alimentarios. La otra es una fiscalidad especial en tiempos de guerra a los beneficios empresariales, a los rendimientos del capital y a las rentas más altas. Se trataría de una especie de ‘tasa Putin’ en referencia al autor de este desastre y por su cacofonía con la famosa ‘tasa Tobin’; aquel intento, todavía en ejecución, de gravar las transacciones financieras internacionales.
Las medidas deberían ser temporales (quizás dos años) y europeas. En cada país, con sus especificidades y adaptaciones económicas y presupuestarias. Buscando justicia social y equilibrio presupuestario. Asumiendo esfuerzos inevitables, de todos, pero de manera progresiva; es decir, mayores de quienes tienen más.
Hay momentos en la historia de los pueblos que reclaman actitudes colectivas, buen liderazgo, amplios consensos sociopolíticos y un espíritu de sacrificio asumido y compartido. A lo largo de nuestra democracia en España ha habido momentos así y parte del éxito de hoy es debido a los esfuerzos de ayer. Nuestra propia historia vasca (pienso en la reconversión industrial y el terrorismo) nos ha demandado actitudes y pactos con los que fuimos capaces de superar situaciones que parecían imposibles. Algo parecido está ocurriendo ahora. El que no lo vea es que está ciego.
Publicado en El Correo, 7/05/2022