11 de noviembre de 2021

Ciencia y política: Triunfo y fracaso.

 La pandemia nos ha dejado una multitud de lecciones que, desgraciadamente, no estamos siendo capaces de extraer. Para hacerlo, al fin y al cabo, sería necesario que nuestro sistema institucional creara espacios de análisis y reflexión política en los que se escuchara a los expertos y se analizaran las consecuencias de la pandemia en los diferentes planos sectoriales. Ya estamos a tiempo de examinar, por ejemplo, las sentencias del Tribunal Constitucional, las consecuencias económicas de un shock de oferta mundial, nuestra falta de previsión en la cadena de suministro de elementos básicos, nuestros fallos organizativos en la coordinación territorial o nuestra legislación para hacer frente a las pandemias.

El tenso panorama político nacional no favorece que una tarea de prospectiva tan elemental pueda realizarse en una subcomisión parlamentaria en la que, por ejemplo, se escuche a los responsables de las áreas sectoriales afectadas, extrayendo conclusiones y recomendaciones para futuras situaciones semejantes. Y es que parece evidente que otras pandemias no son solo posibles, sino probables: nuestro desarrollo ha perturbado y destruido ciclos naturales, alimentando las posibilidades de que se produzca otra zoonosis. La experiencia nos ha demostrado, además, que la velocidad de contagio es mucho mayor que en épocas pasadas: la viruela tardó tres siglos en expandirse por el mundo, el sida tres años y la covid-19 tres meses.

No obstante, la ciencia ha vencido al patógeno. Además, con mucha probabilidad, los avances genéticos de nuestros laboratorios, unidos a la inteligencia artificial y a las supercomputadoras, permitirán descubrir el ADN y el genoma de cualquier virus, ofreciéndonos en pocos meses nuevas vacunas para enfrentarlos.

A pesar de todo, esto es un consuelo, no la solución. Tenemos que hacernos cargo de un planeta enfermo y de un ecosistema gravemente afectado por los impactos humanos: existe una conexión entre pandemia y naturaleza, y la lucha contra el cambio climático debe ser por ello una de nuestras primeras prioridades. Esta es la principal responsabilidad que la política asume como consecuencia de lo sufrido con la covid-19, pero no es la única.

De hecho, la política, entendida –de forma abstracta– como la organización humana de nuestra convivencia, está directamente apelada por la ciudadanía a gobernar estas urgencias que nuestro desarrollo está produciendo. Más que nunca, la pandemia ha situado en la escena global el conjunto de nuestros intereses. El mundo entero ha estado pendiente de saber si el virus venía de una zoonosis en una ciudad china o había sido ‘fabricado’ en un laboratorio; ha vivido con angustia la espera de la vacuna mirando a los laboratorios americanos, ingleses, chinos o rusos; ha seguido las recomendaciones de la OMS y las estadísticas de contagios y muertes en cada país para saber dónde era posible viajar o no. Hoy el planeta al completo se halla afectado por la cadena de suministro de miles de objetos en un sistema de producción deslocalizado entre múltiples países. El turismo y los viajes en avión, los costes energéticos, los fondos financieros de la recuperación: todo se ha hecho global en este escenario supranacional que la pandemia ha acelerado y ha puesto en evidencia.

La política ha fracasado en la gestión de todas estas consecuencias. Surgen, así, varias preguntas. ¿Quién falló en la deslocalización desordenada y masiva que dejó a Occidente falto de suministros sanitarios básicos? ¿Quiénes habían previsto que un shock universal de oferta acabaría produciendo bloqueos productivos esenciales? ¿Pudo evitarse el parón general de los puertos y del transporte marítimo de contenedores?

Durante la pandemia, ¿dónde quedó la política? Al fin y al cabo, política es repartir las vacunas, y hasta hoy solo el 4% de la población de los países pobres ha sido vacunado; mientras tanto, corremos el riesgo de que 800 millones de dosis almacenadas en los frigoríficos occidentales corran el riesgo de caducar. Política también es que los organismos financieros internacionales y los Bancos Multilaterales de Desarrollo aporten financiación a países necesitados de recursos para enfrentar los daños sociales y económicos de la pandemia. La política es, a su vez, fortalecer la OMS y crear un sistema global de monitorización y prevención de pandemias, así como negociar con los laboratorios la liberalización de las patentes –y universalizar así su producción a costes mínimos– de unas vacunas de las cuales los gobiernos han financiado la mayor parte de los costes de la investigación. Política es tomar medidas para que no se produzcan cuellos de botella en las cadenas de suministro, asegurar las infraestructuras tecnológicas –que se han revelado esenciales para mantener la vida en periodos de confinamiento masivo de la población– y asegurar la transición ecológica hacia la descarbonización. La política es, en definitiva, casi todo.

La gran lección, por ello, es reconocer que la ‘desgobernanza‘ de la globalización –esa escena planetaria en la que nos ha colocado la pandemia– reclama una acción política supranacional, coordinada, proactiva, previsora, interventora, humanitaria y, por supuesto, ecológica.

Cometen un error quienes quieren trasladar las numerosas incertidumbres y miedos que genera el futuro hacia el Estado-nación, como si éste fuera el último y el único refugio. El refuerzo de la tentación nacionalista como antídoto a la globalización desgobernada nos conduce por el camino equivocado: las "seguridades" nacionales son falsas ante la dimensión de los retos que amenazan a la humanidad. El futuro no es nacionalista, sino global. El reto, por tanto, es gobernar lo desgobernado, pues la mayoría de los problemas que enfrentamos reclaman soluciones supranacionales. El futuro no es, tal como decía Trump, de los patriotas, sino de los globalistas exigentes con la gobernanza planetaria.

Otra cosa es que la ciudadanía reclame el fortalecimiento de las instituciones llamadas a proporcionar seguridad, salud, libertad, igualdad y todos aquellos bienes públicos que configuran su contrato social. Aquí tenemos un espacio nacional ineludible para afrontar la calidad de nuestros sistemas democráticos. Renovar el contrato social, el que vincula la ciudadanía con sus instituciones, reclama de la izquierda política –especialmente de la socialdemocracia– y de sus mejores ideas para poder restablecer la igualdad, fortalecer los servicios públicos y enriquecer la democracia.

El G-20 de Roma y la cumbre de Glasgow han dado pasos en la buena dirección. El multilateralismo volvió con Joe Biden, observándose en los avances que se adoptan en materias tan diversas como la fiscalidad mínima a las empresas multinacionales y los compromisos en la descarbonización. Sin embargo, las consecuencias de la pandemia merecen más solidaridad internacional en el reparto de las vacunas, así como más valentía institucional en la organización sanitaria mundial. La ciencia, que se comunica, se difunde y se comparte al margen de las fronteras nacionales, nos da un buen ejemplo para una política que necesita incorporar el multilateralismo y la cooperación de la solidaridad como elementos nucleares de un mundo más justo.

Publicado en   Ethic, 10/11/2021 
 

5 de noviembre de 2021

La Fiscalidad en los ESG

En la larga marcha de la Responsabilidad Social de las Empresas, el “Reporte” siempre ha sido fundamental. Al principio, en los comienzos de este siglo, se llamaba la “triple memoria”, aludiendo así a la necesidad de que las memorias de las empresas no contuvieran solo los resultados financieros, sino que incluyeran también los datos sociales y laborales de la compañía. Recuerdo muy bien la firme oposición de la CEOE a esta exigencia cuando su representante nos preguntaba en la subcomisión parlamentaria creada al efecto, por qué debían informar las empresas de sus datos sociolaborales si cumplían con las leyes y por qué debían hacerlo si sus prácticas que superaban los mínimos legales, eran totalmente voluntarias.

Esto era en 2003-2004 y desde entonces -quien lo iba a decir- esta materia ha evolucionado mucho. En 2014 la UE estableció la obligatoriedad de la Información no financiera para las empresas grandes, que fue convertida en ley en España a finales de 2018 mediante la transposición correspondiente de la Directiva. Ahora, en abril de este año, la Comisión Europea ha lanzado el procedimiento legislativo de una nueva directiva que amplía considerablemente el universo de las empresas afectadas por esta exigencia y detalla extraordinariamente el contenido de la información que sus “Reportes” deben contener [(Corporate Sustainability Reporting Directive (CSRD)]

Bajo las siglas ESG, todo el mundo de la Sostenibilidad empresarial entiende que se integran múltiples epígrafes de información en tres aéreas fundamentales de la vida de las empresas.

“E” equivale a mediciones del compromiso empresarial contra el cambio climático: Estrategia de descarbonización, huella de carbono, Taxonomía UE sobre Finanzas Sostenibles, etc.

“S” equivale a condiciones de trabajo: salud, seguridad, igualdad frente a las brechas de género, diversidad. etc. También incluye DDHH y cadena de suministro.

“G” equivale a transparencia sobre todo y a todos. Criterios de gobernanza de los diferentes planos señalados en los capítulos anteriores, debida diligencia, controles interiores compliance etc.

Me pregunto dónde queda la Fiscalidad de las empresas. Sorprende que siendo este un tema de creciente alarma social, no forme parte de las exigencias informativas a las empresas. Hasta el G-20 acaba de aprobar una medida (el impuesto mínimo del 15%) a la vista del hecho evidente y reiterado de que las grandes compañías multinacionales aprovechan las diferentes normativas nacionales para desarrollar una ingeniaría fiscal elusiva. Cuando está más que acreditada la evasión fiscal en los espacios fiscales opacos, de patrimonios y beneficios que lesionan la capacidad recaudatoria de las haciendas nacionales. Cuando todo el mundo sabe que las plataformas y las grandes empresas tecnológicas tienen la capacidad de ubicar sus beneficios donde la presión fiscal es menor o simplemente no es.

La cultura de la sostenibilidad no puede eludir esta exigencia informativa, porque al hacerlo, lesiona la credibilidad del concepto y destruye la viabilidad de su expansión social. Además, afecta a la competencia, porque quienes cumplen con las normas fiscales, ven perjudicadas sus expectativas por sus rivales defraudadores y se genera así un espíritu de incumplimiento fiscal en el seno de la sociedad de gravísimas consecuencias.

Digámoslo claramente, la información fiscal, (country by contry) de las empresas ante sus respectivas haciendas nacionales, es un factor fundamental de la credibilidad sostenible y debe ser expresamente incluido en la nueva directiva europea. Queremos saber cuánto paga cada empresa en cada país. Queremos que se establezca una metodología informativa homogénea y queremos que esa información venga avalada por el departamento fiscal correspondiente

Quienes creemos en el valor social de la sostenibilidad, quienes defendemos la importancia de esta cultura empresarial en el contexto de las grandes trasformaciones sociales y económicas que estamos viviendo, quienes reclamamos una empresa responsable y comprometida con su entorno y con sus stakeholders, no podemos permanecer impasibles ante esta ausencia.

Publicado en Diario Responsable, 5 noviembre 2021