"Si Europa falla en la crisis del coronavirus, el nacionalismo crece y eso es letal para el proyecto europeo. Es nuestra obligación evitar la vuelta a la tribu."
Para describir la velocidad de la globalización, Joseph Nye decía que la viruela tardó tres siglos en extenderse por el planeta y el sida, tres décadas. Bien podría añadir hoy: «y el coronavirus, tres meses». No, no es solo la velocidad lo que caracteriza nuestro mundo del siglo XXI, sino la concatenación y la imprevisibilidad que la acompañan. Todo sucede a gran velocidad y todo está concatenado poniendo en evidencia la incapacidad humana para su prevención. Podríamos poner muchos ejemplos. Basta recordar cómo cayó el Muro de Berlín, cómo se inició y, peor, cómo acabó la ‘primavera árabe’ y como nos sorprendió la crisis financiera de 2008. Alemania modificó de un día para otro su política energética sobre la vida de las centrales nucleares después de la catástrofe de Fukushima. Todo nos afecta, todo está relacionado y todo sucede a gran velocidad, sin que las organizaciones seamos capaces de prever y reaccionar a sus efectos.
Es aventurado intuir cómo será el mundo después del coronavirus, pero es bueno especular sobre las tendencias que se observan en la crisis y sobre los efectos que ésta producirá en muchos parámetros sociopolíticos. El primero que destaca es la incertidumbre y el temor al futuro. Las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial vivimos con miedo al pasado y esperanza en el futuro. Nuestra memoria estaba traumatizada por la tragedia que nos transmitían nuestros mayores y por las necesidades en las que vivíamos. Pero el futuro era progreso, era esfuerzo, pero con recompensa; era crecimiento, mejora, avances; esperanza, en fin. Hoy nuestros jóvenes miran su pasado confortablemente y el futuro con creciente incertidumbre. Hay demasiadas incógnitas en este mundo en un cambio tan veloz como desgobernado. El virus añade un nuevo riesgo a los múltiples interrogantes que plantean el cambio climático, la tecnociencia, las guerras comerciales (y otras) o una geopolítica desordenada que margina progresivamente al Viejo Continente.
Otra peligrosa tendencia surge del riesgo democrático. El aprecio y el orgullo social por los sistemas democráticos y por las reglas del Estado de Derecho se están devaluando frente a la tecnocracia y el autoritarismo. A principios del siglo creímos que la democracia se imponía en el mundo entero. Que nuestro modelo civilizatorio y de convivencia en libertades regladas sería imitado en todo el planeta. Hoy crecen las autocracias y los líderes fuertes. Desde Rusia a Turquía, desde India a Brasil. No digamos China. Las librerías están llenas de obras que describen los errores de las crisis de las democracias a partir de múltiples razones que no caben en este espacio pero, en general, derivadas del mundo desgobernado y tecnológico en el que estamos.
El problema surge cuando millones de ciudadanos del mundo desprecian las libertades en beneficio de la eficiencia o de la seguridad. En la gestión del virus hay también un pulso entre estos valores y una grave consecuencia para nuestros sistemas democráticos cuando los ciudadanos exigen resultados y protección frente a procedimientos y reglas. Si China, es un modelo para el mundo en la gestión del virus, reforzará la legitimidad autocrática del Partido Comunista.
Por último, Europa y sus nacionalismos. Mucho me temo que tenga razón uno de los politólogos más lúcidos del momento. Ivan Krastev dice que el coronavirus aumentará los nacionalismos en Europa. De entrada, porque el ámbito en el que se está desarrollando el combate a la enfermedad es nacional. El virus no tiene fronteras, ni colores políticos, se dice con razón. Pero la respuesta es nacional. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, dijo un día: «Siamo tutti italiani», pero la coordinación europea en la toma de medidas internas brilla por su ausencia. En el cierre nacional de las fronteras, en la coordinación sanitaria y en la solidaridad interna. Peor aún, son los estados los que están poniendo en marcha los planes económicos para combatir el shock de empresas y familias y está por ver si la Unión Europea es capaz de lanzar sus propias medidas para salvar bancos y deudas públicas y para relanzar la economía europea después del virus. ¿Será posible mutualizar emisiones del euro y flexibilizar el Pacto de Estabilidad?
Si Europa falla, el nacionalismo crece y esa ecuación es letal para el proyecto europeo. El nacionalismo introspectivo es un sentimiento que crece también ante la incertidumbre y el pánico de estos días. También lo es el conservadurismo.
Es nuestra obligación combatir estas tendencias. Defender nuestras convicciones democráticas. Gobernar el desorden. Enfrentar los acontecimientos y prevenirlos resistiendo las tentaciones populistas, nacionalistas y conservadoras. Fortalecer Europa para evitar la fragmentación y la vuelta a la tribu. Esa es también la tarea del presente.
Publicado en El Correo, 24/03/2020