Uno de los ámbitos geográficos con los que la
Administración Trump ha mostrado un comportamiento menos previsible es
Latinoamérica. Algunas de las agrias declaraciones realizadas por el mandatario durante la campaña electoral se han diluido como un azucarillo en un vaso de agua: es el caso de la pretendida construcción del muro en la frontera con México, a pagar por los propios mexicanos, o la retirada de Estados Unidos del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC), que también parece haber quedado en el olvido.
Sin embargo, hay otros aspectos de la política exterior norteamericana en esa región que siguen siendo una incógnita. Por el momento, no sabemos con claridad cuál va a ser la posición de la Administración Trump con respecto a Cuba, aunque todo hace temer que el movimiento de aproximación iniciado por la
Administración Obama no vaya mucho más lejos. Tampoco está clara la continuidad del apoyo al
proceso de paz en Colombia, donde la contribución financiera, diplomática y técnica de Estados Unidos resultaba muy útil. Ni siquiera en el caso de
Venezuela hay un posicionamiento neto de la Administración Trump en este momento.
Los europeos debemos hacer nuestras las oportunidades que el aislacionismo estadounidense abre para nosotros. Ha llegado el momento de que la
Unión Europea (UE) asuma un rol más relevante en la gobernanza mundial. A estas alturas, solo el
euroescepticismo más recalcitrante cuestiona la necesidad de que Europa avance en seguridad y defensa colectiva, fortalezca su política comercial y se haga cargo del liderazgo en la lucha contra el cambio climático. Pero además, Europa debe aprovechar la coyuntura para reforzar su presencia en regiones donde su influencia puede ser bienvenida: es el caso de América Latina.
Pese a los indudables vínculos que unen a ambas regiones, la última década ha sido testigo de una falta de coincidencia. Mientras que Latinoamérica focalizaba sus esfuerzos de atracción de inversores y generación de alianzas en Asia (con China, Japón o Corea como actores preferenciales), la UE miraba hacia su vecindad, preocupada por el alto nivel de conflictividad de la misma. El Mediterráneo, Oriente Medio, las fronteras con Rusia o los conflictos en África reclamaban atención urgente, lo cual impedía dirigir una mirada más sosegada hacia América Latina.Europa y América Latina tienen muchos elementos en común. Comparten un legado histórico, cultural y de valores, dos lenguas oficiales de la UE lo son también en América Latina, tienen similares marcos políticos y jurídicos —especialmente en comparación con otras regiones, como Asia— y sus visiones respecto a la
gobernanza global, desde el terrorismo al cambio climático, guardan también grandes semejanzas. Además, sus sociedades civiles están conectadas a través de lazos familiares y personales y continuos contactos académicos, empresariales, laborales y comerciales. En este último aspecto, el comercial, América Latina es una tierra de oportunidad para los inversores europeos, pero también lo es Europa para las empresas y productores latinoamericanos: se trata de dos grandes mercados, con millones de consumidores, que funcionarán más eficientemente cuanto más integrados estén. Al mismo tiempo, Europa puede proporcionar a Latinoamérica un enorme caudal de conocimiento muy útil en materias tan variadas como integración regional, cohesión social y territorial, cooperación transfronteriza, innovación empresarial y mejora de la fiscalidad.
Es hora de cambiar esa pauta y sacar partido a las oportunidades que ofrece una alianza estratégica con Latinoamérica, ahora que el giro nacionalista de Estados Unidos aleja a la gran potencia del norte del que fuera su “patio trasero”. Para ello deberíamos empezar a cultivar la idea de una Cuenca Atlántica que, si trabaja coordinadamente, posee un inmenso potencial.
Europa tiene ya una larga serie de acuerdos económicos y comerciales con países o grupos de países de la región (México, Chile, Colombia, Perú y Ecuador o Centroamérica). Además, está trabajando en la modernización de los acuerdos con México y Chile y en la firma de un acuerdo político y de cooperación con Cuba, que tendría sin duda carácter histórico. Por supuesto, la joya de la corona en términos económicos sería la culminación de las negociaciones para la firma de un acuerdo con
Mercosur, que es el bloque económico y demográfico más grande de la región. Este entramado de acuerdos puede ser la simiente de la integración transregional de la Cuenca Atlántica, como en su día lo fue la CECA para la futura UE. Es evidente el enorme valor añadido que tendría tal integración, que además abriría a Europa las puertas del Pacífico.
Al potencial económico de la Cuenca Atlántica hay que sumar su doble potencial energético y medioambiental: si Latinoamérica es fuerte en energías fósiles, Europa lo es en energías limpias, y ambas regiones comparten una conciencia clara de la necesidad de luchar contra el cambio climático. América Latina tiene activos medioambientales claves para el futuro del planeta, desde la Amazonia a los territorios colindantes con
la Antártida, pero al mismo tiempo es una de las regiones del mundo más vulnerables a los efectos del calentamiento global. Si la Cuenca Atlántica trabaja conjuntamente en este tema generará un consenso suficientemente grande como para atraer a otros actores claves, en particular a China. Y por supuesto, de cara al futuro, esperemos que un nuevo cambio en la
Casa Blanca permita volver a sumar a Estados Unidos.
Desde el punto de vista demográfico, la Cuenca Atlántica aúna a más de 1.000 millones de personas, un porcentaje importante de los cuales mantienen vínculos familiares, personales, laborales o de otra índole. La imbricación de las sociedades civiles ya es un hecho, y cuenta incluso con iniciativas de integración tan interesantes como las cumbres en el ámbito académico y empresarial que se producen en los márgenes de las Cumbres
UE-CELAC de jefes de Estado y de Gobierno.
Es más, dicha imbricación entre las sociedades civiles irá inexorablemente en aumento gracias a una serie de avances tecnológicos que empiezan a prosperar. Uno de ellos es el proyecto de unir Oporto y Salvador de Bahía a través de
un cable de fibra óptica, que acelerará las comunicaciones de manera revolucionaria, facilitando la relación entre empresas, instituciones, universidades y ciudadanos. No menos importante será el impacto de los cambios en el transporte aéreo: ya estamos viendo
compañías low cost que abaratan enormemente el precio de los billetes, lo cual pone al alcance de casi todos realizar viajes transatlánticos cada vez más frecuentes. Socialmente, este abaratamiento permitirá a las familias con miembros en las dos orillas verse con más frecuencia y favorecerá la movilidad de los estudiantes e investigadores. Económicamente, hará menos costosos los desplazamientos por razones profesionales y ayudará al florecimiento del turismo en muchos países de América Latina, un sector que —si se dirige de manera sostenible— puede apuntalar la recuperación de economías que a día de hoy se encuentran más débiles.
La Cuenca Atlántica es ya una realidad de hecho, solo falta institucionalizarla y explorarla de modo que saquemos de ella el máximo beneficio para todos. Si se animan a dar ese paso, Europa y América Latina pueden ser los actores del futuro en la gobernanza global.
Ramón Jauregui es eurodiputado del PSOE y copresidente de la Asamblea Parlamentaria Eurolatinoamericana.
Publicado en El País, 23/06/2017