"Hay algo inconsistente en ese depósito de confianza en un desconocido, lo que sugiere que mucho del apoyo que suscita la nueva fuerza política estelar es más voto de castigo que esperanza de cambio"
La política vasca sigue ofreciendo signos distintivos, incluso tres años después de desaparecida la más trágica expresión de nuestras anomalías: la violencia terrorista. Así, por ejemplo, no me negarán que resulta poco explicable que un joven político que jamás ha hecho política en Euskadi y que es solo conocido por la televisión y desde hace muy pocos meses sea el político con más apoyo popular para los vascos, muy por encima del lehendakari Urkullu. Eso es lo que destacaba el Euskobarómetro de diciembre, otorgando a Pablo Iglesias una valoración de 5,6 con un nivel de notoriedad del 89% por delante de Urkullu, que no llegaba al aprobado (4,6).
Admito, desde luego, que el descontento de la crisis arrastra a las peores valoraciones a quienes llevamos tiempo representando a los ciudadanos y responsabilizándonos de su gobierno. Pero hay algo inconsistente en este depósito de confianza en un desconocido, lo que me reafirma en la idea de que mucho del apoyo que suscita la nueva fuerza política estelar es más voto de castigo que esperanza de cambio.
Tampoco se explica fácilmente que, a punto de concluir los cuatro años de mandato, la gestión de Bildu en las instituciones guipuzcoanas no sufra ningún desgaste. Porque, si quitamos el ‘efecto Podemos sobre Bildu, todos los sondeos confirmaban hasta hace muy poco que, en San Sebastián y en el conjunto del territorio guipuzcoano, la coalición abertzale no sufriría un descenso significativo de sus expectativas electorales, a pesar de fracasos tan sonoros como la suspensión de las obras de la incineradora que han dejado a Guipúzcoa sin solución a sus residuos urbanos o, el rechazo social que ha generado su ‘modelo’ de recogidas de basuras, por no citar su fracaso en la gestión fiscal y del empleo, así como sus relaciones con el tejido empresarial.
Aquí la estrategia de Eguibar y el PNV guipuzcoano negándose a una coalición con el PSE, esperando el fracaso de Bildu en las instituciones, ha resultado parcialmente errónea. Lo que a su vez muestra un interesante acomodo del electorado radical al sistema autonómico institucional y pone en evidencia, una vez más, la solidez de ese espacio sociológico. Todo ello, a la espera, de que Podemos le dé –o no– un bocado por el lado de los descontentos y antisistema.
Otro rasgo peculiar de nuestro particular espacio político es el que examina la evolución del nacionalismo tres años después del fin de la violencia. Hay una doble percepción. Por una parte, los espacios políticos del PNV y Bildu se consolidan y se presume su asentamiento en las instituciones locales (ayuntamientos, diputaciones y comunidad). Dicho de otra manera, el voto nacionalista se consolida en su identificación con las instituciones locales y autonómicas. Pero por otra, y al mismo tiempo, el proyecto independentista se relaja y la tensión nacionalista del llamado conflicto vasco se serena y tiende a atenuarse.
Personalmente aprecio el apaciguamiento de la tensión identitaria en el país. Desaparecida la violencia, parece como si los ciudadanos se hubieran quitado la presión a la que nos sometía el fanatismo del relato terrorista. El drama y la tragedia de los atentados y el miedo difuso a ese poder siniestro en la sombra han desaparecido y los vascos empezamos a sentirnos libres de esa exigencia sorda y tácita, pero constante y espesa, de ser vascos a su manera.
Un análisis objetivo de la información política en Euskadi confirma también este enfriamiento de la tensión nacionalista. Nuestros debates parlamentarios y partidarios no giran ya tanto sobre plataformas reivindicativas de nuestra autonomía, como sobre la gestión de nuestro autogobierno. Las denuncias al gobierno central, ruidosas y constantes durante muchos años, se han suavizado y son más esporádicas. Tres décadas de un autogobierno pleno, muy beneficioso en términos económicos (máxima autonomía fiscal y un cupo inmejorable) y, plena soberanía en los ámbitos simbólicos (lengua, TV, policía, territorios, ayuntamientos, etc.), han ido instalando la opinión de que un mejor statu quo, es difícil tener.
Por supuesto que hay un sentimiento nacionalista fuerte y que una parte de la población sigue aspirando a ser un Estado. Pero, la pluralidad es tan fuerte, las tres ciudades son tan claramente cosmopolitas y el proyecto independentista tan arriesgado que, bien puede decirse que la sociedad vasca busca más perfeccionar lo que tiene que cambiarlo por lo desconocido (o por lo imposible, añado yo).
A este aquietamiento y serenidad política no es ajeno el PNV. El tándem Urkullu-Ortuzar está resistiendo, con inteligente estrategia, las presiones de su rival más directo (Bildu) y del proceso catalán que produce en Euskadi una lógica emulación. Sin embargo, es preciso reconocer que el PNV está muy lejos de esa estrategia y de ese proyecto político, ciertamente cargado de riesgos para el país y para sus propias siglas.
Estos rasgos, paradójicos en parte, de la política vasca a comienzos de un año electoral, pueden verse alterados por las aspiraciones de una nueva fuerza política con expectativas, a todas luces desproporcionadas y con todas las incógnitas del mundo que, ni sus propios creadores serán capaces de resolver. Pero, si de paradojas hablamos, mucho me temo que puede haber muchas más si esas expectativas se materializan. Entonces no hablaremos de paradojas sino de un terremoto político cuyo análisis merecerá otros comentarios.
Publicado en El Correo 5/01/2015