Como en el título de la novela de Michael Ende, las tensiones patrióticas del péndulo nacionalista son interminables. El debate entre pragmáticos y patrióticos, entre autonomistas e independentistas del PNV sigue tan presente como hace cien años, y acaba de proporcionarnos otro de sus más sonoros episodios. El anuncio de retirada política de Josu Jon Imaz ha sido la implosión de ese viejo debate en el seno del centenario partido vasco. El autor alemán de aquella famosa novela de fantasía de los ochenta decía que «un mundo no habitable por los niños tampoco puede serlo por los adultos». Podríamos aplicarla la idea, parafraseándola, a uno de los fundamentos del discurso de Imaz: Una Euskadi no habitable por quienes no se sienten nacionalistas no puede serlo para los nacionalistas.
Estoy persuadido de que la naturaleza y la intensidad del debate político en el seno del PNV es esencial, es decir, que pertenece a la esencia y a los fundamentos de ese partido y supera en dimensión y contenidos a la escisión de 1986. En aquella ocasión había un debate sobre la organización interna del país (Territorios Históricos vs. Gobierno vasco) y un conflicto personal entre el presidente de EBB y el lehendakari, derivados de una discusión sobre las funciones y el papel del partido y del Gobierno. En esta ocasión, el debate es mucho más ideológico, afecta a la idea misma de país, a la manera de construirlo, a la estrategia concreta de salida a la violencia, al proyecto que el PNV ofrece para el siglo XXI y a las relaciones con el marco español y europeo en el que se inserta ese proyecto.
Imaz se va, precisamente porque el síndrome de la escisión con EA pesa demasiado en su partido y en su propia conciencia. Se va porque ha perdido. Porque no ha conseguido arrastrar a la mayoría de sus afiliados a sus tesis. Porque los suyos, los más próximos, los que le apoyaban, han preferido pactar una ponencia ambigua, un paraguas que vale para todo, según vengan los tiempos, para la lluvia y para el sol. Se va porque el lehendakari, desde mayo de 2001, es una figura intocable en el PNV a pesar de su desgraciada y radicalizada deriva política. Se va porque, desde dentro, lo han machacado con desprecio y con insultos, aunque quizás también porque ha sido demasiado atrevido, demasiado valiente en plantear sus postulados de la manera en que lo ha hecho (abriendo el debate más a la opinión pública que al interior de su partido) y por la enorme sacudida intelectual que proponía a una militancia acostumbrada al poder y perezosa para los cambios. Se va porque, desgraciadamente, los rescoldos de Lizarra, el señuelo de la unidad nacionalista que absorbe el espacio de la izquierda abertzale y salta al soberanismo para hacer un Estado libre asociado, o lo que sea, late con más fuerza en el corazón de los batzokis cuando parte de sus dirigentes y su propio Gobierno les embarcan en la aventura de la autodeterminación rupturista.
Se va, no sabemos si para siempre, a pesar de que sus postulados eran genuinamente nacionalistas. Es más, sostengo que los tres grandes perfiles del discurso de Imaz son los que se corresponden con la tradición más asentada y más fructífera de la política del PNV.
El primero es el reconocimiento de la pluralidad identitaria vasca. Efectivamente, su proyecto político descansaba sobre este pilar democrático de importancia fundamental en el mosaico identitario vasco. El reconocimiento de la pluralidad vasca y su plasmación en una política del nacionalismo moderada y pactista fue una de las grandes conquistas de la coalición PNV-PSE de finales de los ochenta, hasta 1998 (vísperas de Lizarra). Curiosamente fue Arzalluz el que en su famoso discurso del Arriaga pronunció el contundente «vascos somos todos». Aunque fue José Antonio Ardanza quien más extensamente reivindicó la pluralidad, no como un límite a las pretensiones nacionalistas sino como una inapreciable riqueza de la comunidad vasca. Imaz ha sido, pues, congruente con aquella doctrina y ha mostrado una convicción profunda en ese principio, al establecer su estrategia sobre la base de 'no imponer' el país nacionalista a quienes no lo son.
El segundo de sus grandes postulados es el pacto con el Gobierno de España. Es verdad que la formulación 'no impedir' esconde una pretensión jurídicamente discutible porque se fundamenta en un cierto soberanismo de Euskadi como origen y destino de su propia decisión, privando al proceso legislativo en las Cortes de la legitimación del todo (el conjunto de España) para establecer el marco político de una parte (la Comunidad Autónoma Vasca). Pero quiero entender que no impedir después de no imponer implica pactar, y que la concreción práctica de su proyecto se basa en la negociación aquí y allí de una reforma consensuada entre todos.
¿Y no es eso lo que ha hecho el PNV durante estos últimos treinta años? Sostengo que la política pactista es la política del PNV y que el rupturismo soberanista de Ibarretxe es lo más contrario y anómalo de la trayectoria política de ese partido. ¿Quién negoció el Estatuto, aquí y allí a finales de los setenta? ¿Y el Concierto Económico? ¿Y la Ertzaintza y las competencias? ¿No es acaso el PNV el partido que gobierna el País Vasco desde hace treinta años a partir de un marco jurídico pactado, aceptado y legitimado por la sociedad vasca y en permanente negociación con el Estado sobre el día a día de su desarrollo?
Por último, Imaz ha acuñado en una frase feliz otro de los grandes parámetros que definen su discurso: «Primero la paz y luego la política». Mejor aún, ha aplicado personalmente ese principio a lo largo de todo el proceso de búsqueda de la paz de estos últimos años, con firmeza y lealtad. Y sostengo, igualmente, que ése ha sido también uno de los postulados básicos del nacionalismo democrático. El rechazo a la violencia del PNV no es discutible, aunque sí lo sean sus diferentes actitudes y estrategias a lo largo de estos años. Pero Imaz retomó con el documento de octubre de 2005 una estrategia infinitamente más próxima a Ajuria Enea que a Lizarra, y al hacerlo recuperó un discurso y unos principios que han guiado al nacionalismo vasco durante una docena de años en los que se asentó la derrota política de ETA y su ulterior declive operativo.
La historia interminable empezó con el propio Sabino Arana que se volvió federalista al final de su vida y continúa hoy con Josu Jon Imaz que se va. Pero, en fin, esta página de esta historia interminable se está escribiendo todavía. No podemos predecir aún los efectos que producirán estos acontecimientos y aunque internamente se haya pactado un acuerdo estratégico y orgánico, las fuerzas que mueven el péndulo siguen empujando para ubicarlos en distintos gradientes del arco patriótico. Ninguno de nosotros es ajeno a esa pulsión. Por acción, por omisión o por las consecuencias que produce para todos, lo que ocurre en ese debate nos afecta.
En abril de 2001 Imaz escribió un artículo a modo de carta abierta 'A un amigo socialista', contestando a otro mío titulado 'A un amigo nacionalista'. Recuerdo muy bien su cordial y razonado argumentario explicando la política del PNV en aquellos momentos de profundo desencuentro y abierto enfrentamiento entre nacionalistas y socialistas. Éstas eran sus últimas palabras: «( ) porque este país lo tenemos que construir los que estamos en el desencuentro. Si no, no habrá país. Un abrazo y hasta siempre». Lo mismo te digo. (El Correo, 23/09/2007)
Estoy persuadido de que la naturaleza y la intensidad del debate político en el seno del PNV es esencial, es decir, que pertenece a la esencia y a los fundamentos de ese partido y supera en dimensión y contenidos a la escisión de 1986. En aquella ocasión había un debate sobre la organización interna del país (Territorios Históricos vs. Gobierno vasco) y un conflicto personal entre el presidente de EBB y el lehendakari, derivados de una discusión sobre las funciones y el papel del partido y del Gobierno. En esta ocasión, el debate es mucho más ideológico, afecta a la idea misma de país, a la manera de construirlo, a la estrategia concreta de salida a la violencia, al proyecto que el PNV ofrece para el siglo XXI y a las relaciones con el marco español y europeo en el que se inserta ese proyecto.
Imaz se va, precisamente porque el síndrome de la escisión con EA pesa demasiado en su partido y en su propia conciencia. Se va porque ha perdido. Porque no ha conseguido arrastrar a la mayoría de sus afiliados a sus tesis. Porque los suyos, los más próximos, los que le apoyaban, han preferido pactar una ponencia ambigua, un paraguas que vale para todo, según vengan los tiempos, para la lluvia y para el sol. Se va porque el lehendakari, desde mayo de 2001, es una figura intocable en el PNV a pesar de su desgraciada y radicalizada deriva política. Se va porque, desde dentro, lo han machacado con desprecio y con insultos, aunque quizás también porque ha sido demasiado atrevido, demasiado valiente en plantear sus postulados de la manera en que lo ha hecho (abriendo el debate más a la opinión pública que al interior de su partido) y por la enorme sacudida intelectual que proponía a una militancia acostumbrada al poder y perezosa para los cambios. Se va porque, desgraciadamente, los rescoldos de Lizarra, el señuelo de la unidad nacionalista que absorbe el espacio de la izquierda abertzale y salta al soberanismo para hacer un Estado libre asociado, o lo que sea, late con más fuerza en el corazón de los batzokis cuando parte de sus dirigentes y su propio Gobierno les embarcan en la aventura de la autodeterminación rupturista.
Se va, no sabemos si para siempre, a pesar de que sus postulados eran genuinamente nacionalistas. Es más, sostengo que los tres grandes perfiles del discurso de Imaz son los que se corresponden con la tradición más asentada y más fructífera de la política del PNV.
El primero es el reconocimiento de la pluralidad identitaria vasca. Efectivamente, su proyecto político descansaba sobre este pilar democrático de importancia fundamental en el mosaico identitario vasco. El reconocimiento de la pluralidad vasca y su plasmación en una política del nacionalismo moderada y pactista fue una de las grandes conquistas de la coalición PNV-PSE de finales de los ochenta, hasta 1998 (vísperas de Lizarra). Curiosamente fue Arzalluz el que en su famoso discurso del Arriaga pronunció el contundente «vascos somos todos». Aunque fue José Antonio Ardanza quien más extensamente reivindicó la pluralidad, no como un límite a las pretensiones nacionalistas sino como una inapreciable riqueza de la comunidad vasca. Imaz ha sido, pues, congruente con aquella doctrina y ha mostrado una convicción profunda en ese principio, al establecer su estrategia sobre la base de 'no imponer' el país nacionalista a quienes no lo son.
El segundo de sus grandes postulados es el pacto con el Gobierno de España. Es verdad que la formulación 'no impedir' esconde una pretensión jurídicamente discutible porque se fundamenta en un cierto soberanismo de Euskadi como origen y destino de su propia decisión, privando al proceso legislativo en las Cortes de la legitimación del todo (el conjunto de España) para establecer el marco político de una parte (la Comunidad Autónoma Vasca). Pero quiero entender que no impedir después de no imponer implica pactar, y que la concreción práctica de su proyecto se basa en la negociación aquí y allí de una reforma consensuada entre todos.
¿Y no es eso lo que ha hecho el PNV durante estos últimos treinta años? Sostengo que la política pactista es la política del PNV y que el rupturismo soberanista de Ibarretxe es lo más contrario y anómalo de la trayectoria política de ese partido. ¿Quién negoció el Estatuto, aquí y allí a finales de los setenta? ¿Y el Concierto Económico? ¿Y la Ertzaintza y las competencias? ¿No es acaso el PNV el partido que gobierna el País Vasco desde hace treinta años a partir de un marco jurídico pactado, aceptado y legitimado por la sociedad vasca y en permanente negociación con el Estado sobre el día a día de su desarrollo?
Por último, Imaz ha acuñado en una frase feliz otro de los grandes parámetros que definen su discurso: «Primero la paz y luego la política». Mejor aún, ha aplicado personalmente ese principio a lo largo de todo el proceso de búsqueda de la paz de estos últimos años, con firmeza y lealtad. Y sostengo, igualmente, que ése ha sido también uno de los postulados básicos del nacionalismo democrático. El rechazo a la violencia del PNV no es discutible, aunque sí lo sean sus diferentes actitudes y estrategias a lo largo de estos años. Pero Imaz retomó con el documento de octubre de 2005 una estrategia infinitamente más próxima a Ajuria Enea que a Lizarra, y al hacerlo recuperó un discurso y unos principios que han guiado al nacionalismo vasco durante una docena de años en los que se asentó la derrota política de ETA y su ulterior declive operativo.
La historia interminable empezó con el propio Sabino Arana que se volvió federalista al final de su vida y continúa hoy con Josu Jon Imaz que se va. Pero, en fin, esta página de esta historia interminable se está escribiendo todavía. No podemos predecir aún los efectos que producirán estos acontecimientos y aunque internamente se haya pactado un acuerdo estratégico y orgánico, las fuerzas que mueven el péndulo siguen empujando para ubicarlos en distintos gradientes del arco patriótico. Ninguno de nosotros es ajeno a esa pulsión. Por acción, por omisión o por las consecuencias que produce para todos, lo que ocurre en ese debate nos afecta.
En abril de 2001 Imaz escribió un artículo a modo de carta abierta 'A un amigo socialista', contestando a otro mío titulado 'A un amigo nacionalista'. Recuerdo muy bien su cordial y razonado argumentario explicando la política del PNV en aquellos momentos de profundo desencuentro y abierto enfrentamiento entre nacionalistas y socialistas. Éstas eran sus últimas palabras: «( ) porque este país lo tenemos que construir los que estamos en el desencuentro. Si no, no habrá país. Un abrazo y hasta siempre». Lo mismo te digo. (El Correo, 23/09/2007)