Con frecuencia, la política necesita de un símil para hacerse entender. En el debate de los últimos años en Euskadi, se utiliza mucho el 'choque de trenes'. No sé si fue Iñaki Gabilondo el que lo inventó, pero fácilmente podríamos decir que, por su uso, lo ha patentado. Alude este símil al enfrentamiento brutal que se está produciendo en nuestro país entre partidos, instituciones y comunidades identitarias, a raíz del Pacto de Lizarra, las elecciones autonómicas de 2001 y, más en la actualidad, desde que fue tomando cuerpo el llamado plan Ibarretxe. La imagen de dos poderosas locomotoras, arrastrando una larga hilera de vagones y chocando violentamente, resulta de un espectacular grafismo para reflejar, unas veces, el enfrentamiento entre el Gobierno vasco y el del Estado, otras los bloques nacionalista y constitucionalista y otras, dos pueblos enfrentados, dentro del mismo pueblo.
Como se nos ha invitado a debatir sobre la famosa 'propuesta' del 25 de octubre pasado, me propongo ofrecerles mi particular visión sobre ella, evitando, en esta ocasión, enjundiosos análisis jurídicos o complejos argumentos políticos. Lo haré utilizando el símil de los trenes pero alterando el escenario y los contenidos del guión.
Yo creo que realmente todos íbamos en el mismo tren. Cuando negociamos la Transición y construimos el modelo político de la autonomía, cuando iniciamos la maravillosa aventura de la democracia y el autogobierno, a finales de los 70, nos montamos todos en el mismo tren. Iniciamos juntos un recorrido cuyo destino no estaba rigurosamente definido, pero el tren y las vías configuraban dos parámetros básicos para nuestra convivencia política: en el tren cabíamos todos y las reglas del juego político para fijar el rumbo del país estaban perfectamente establecidas en las vías de la Constitución y el Estatuto.
El pacto implícito del Estatuto y la Constitución era exactamente ése. Habilitar un espacio de convivencia para una comunidad multiidentitaria y definir un marco en el que pudiéramos sentirnos cómodos la mayoría, dejando a la democracia y al desarrollo del autogobierno la orientación del futuro. No había renuncias, ni límites a las aspiraciones partidarias. No había un único destino fijo y limitado. Había dos grandes compromisos: el primero, respetar el pacto de pluralidad de identidades a través de un autogobierno que permitía a los nacionalistas recuperar sus señas culturales y políticas, al tiempo que los que no lo eran veían asegurados su proyecto ideológico federalista o sus vinculaciones y sus identidades de origen (los inmigrantes, por ejemplo) en el modelo constitucional y autonómico del Estado. El segundo, respetar las normas, los cauces del orden democrático establecido, porque sin orden no hay democracia, sino arbitrariedad e imposición sin libertad ni derechos.
Durante años, hemos recorrido un largo trayecto en este tren común. Incluso, durante algunos años, hemos gobernando juntos el tren. Se han hecho miles de kilómetros en una andadura extraordinaria, muy fructífera para el autogobierno y la recuperación de la identidad cultural y política del País Vasco; para el desarrollo económico y social; para la mejora de nuestras empresas, de nuestro bienestar, de nuestra renta. No hay veinticuatro años más prósperos, en todos los planos, en la larga historia de nuestro país.
Es cierto que no fueron años fáciles. Desde las laderas del camino y desde las montañas adyacentes a las vías, unos cuantos disparaban a matar. Aquellos que despreciaron la amnistía total de 1977, los que nunca creyeron en la democracia española, los que rechazaron la autonomía porque decían que era de cartón-piedra, los que estaban ciegos por el odio a España y el fanatismo de una Euskadi irredenta no montaron en el tren y combatieron su recorrido a sangre y fuego.
Al principio, cuando más difícil era el camino, estos locos fanáticos llegaron a matar hasta a cien personas al año, en 1979 y 1980. En veinte años largos, casi mataron a mil personas. Un reguero de odio y de dolor fue acompañando el recorrido. Dentro y fuera del tren. Viviremos marcados por esas pasiones varias generaciones todavía, como ha ocurrido en otros momentos de nuestra trágica historia y en otros pueblos de parecidas tragedias.
Pero hacíamos camino al andar, como decía Machado. El autogobierno se desarrolló hasta niveles que muchos nunca soñaron. Quienes no éramos nacionalistas asumimos la simbología, la idea misma de país que proyectaban los gobiernos nacionalistas en virtud de su legitimidad democrática. Hicimos del acuerdo de pluralidad y de la moderación mutua un modelo de país y de convivencia. La unidad de los demócratas, la eficacia policial y la colaboración francesa iban reduciendo y casi venciendo el problema de la violencia. Ese camino era bueno. Probablemente era y es el único camino de nuestro país.
De pronto todo cambió. Los nacionalistas vascos rechazan todos estos parámetros de nuestra política de los últimos veinte años y se inventan otro tren y otras vías. Otro rumbo y otro destino. El objetivo, más o menos explícito, es incorporar a su tren a quienes durante años habían despreciado y combatido nuestro deseo de compartir un país respetuoso de su pluralidad y construido desde el consenso, desde esa regla política no escrita que determina la necesidad del pacto permanente para la gobernanza de las sociedades pluriidentitarias, sociológicamente divididas en espacios nacionales diferentes.
De pronto, en Lizarra o en Llodio, igual me da, el tren se para y se nos propone a todos bajar de él y subir a otro cuyo hábitat político y cuyo destino una buena parte de los vascos no queremos. Es verdad que se nos invita a dialogar, pero todos vemos que se trata de otro tren y de otras vías, que se dirige a otro destino y que semejante cambio se ha hecho con la intención de que suban a él los que estaban fuera, aun a riesgo de que nos bajemos muchos más. Por cierto, los que sufríamos y sufrimos los ataques desde las laderas y las montañas.
Nadie sabe bien cómo será la vida en el nuevo tren. Ni siquiera sabemos si semejante operación conseguirá convencer a los fanáticos y habrá paz dentro y fuera de él. No sabemos cómo será la convivencia en ese nuevo tren, ni qué papel jugarán o cómo se comportarán en él los nuevos invitados. No sabemos si esas vías tienen recorrido o se quebrarán bruscamente o se encajonaran sin salida. No conocemos bien los riesgos de este nuevo rumbo, aunque se intuyen graves en todos los órdenes. Lo que sí sabemos es que la mitad de los vascos no quieren subirse al tren y, lo que es peor, que sienten que se les ha echado del suyo.
Y aunque se reiteran ofertas de diálogo y bellas palabras sobre la libre decisión o el respeto a la voluntad de los vascos, todos sabemos que, en la forma y en el fondo, lo que se ofrece es 'más de lo mismo'. O dicho de otra manera, que quienes no somos nacionalistas (aunque se empeñen en llamarnos nacionalistas españoles) sólo tendremos sitio en un país hecho a su medida, si nos adaptamos a su proyecto, a su autodeterminación y a su consulta, a sus valores culturales o lingüísticos, a sus sentimientos identitarios y a sus aspiraciones políticas. Habrá una nacionalidad vasca que algunos vinculan a un acto de voluntad y no a un derecho de ciudadanía, con lo que quizás se limiten algunos derechos políticos a quienes no la adquieran. Ya lo intentó Batasuna en los ayuntamientos abertzales con el 'carné vasco'. Ya lo advirtió un día Arzalluz hablando de alemanes en Mallorca. Se oyen cosas semejantes a uno de los partidos del Gobierno cuando se habla de un derecho de voto limitado a las municipales o cuando, provocadoramente, se considera inmigrantes a los niños que llegan de otras comunidades autónomas a nuestras escuelas. ¡Qué ilusionante proyecto el que convierte en extranjeros a los vecinos y a los conciudadanos!
Soy consciente de que los símiles destacan el trazo grueso de la caricatura y se alejan de los tonos grises que tiene la realidad. Pero personalmente me siento así, expulsado del único tren que fuimos capaces de poner en marcha hace veinticuatro años y en el que, modestamente, algunos hemos dejado lo mejor de nuestra vida y de nuestro empeño.
El Correo, 5/11/2003