Las exigencias de la competencia en la globalización, en el nuevo contexto tecnológico, está sirviendo en bandeja al neoliberalismo la dirección del cambio en la sociedad laboral y, en consecuencia, en los valores sociales imperantes. En la nueva economía, la flexibilidad y la desregulación son los mantras a invocar necesariamente; sin ellos, al parecer, no hay ni creación de empleo ni progreso.
La sociedad de la comunicación (rápida, instantánea, pero superficial) nos ofrece pocas ocasiones y de escaso eco para debatir en profundidad las consecuencias sociales y culturales de este cambio. Al final, cuando llegan -nadie sabe cómo ha sido-, parecen fenómenos naturales. Y, sin embargo, han sido el resultado de unas políticas y de sus presupuestos teóricos. Autores como Beck, Sennett, Reich, Zubero, Castell y otros advierten en sus obras sobre las consecuencias del nuevo modelo: destrucción del contrato social básico, dualismo laboral, precariedad; y una vida social desquiciada por el estrés, los horarios de trabajo prolongados y el aumento de la responsabilidad individual en el trabajo y en las relaciones laborales. La contrapartida es el empleo como cifra, más empleo aunque sea malo, aprovechando el ciclo de crecimiento de los últimos seis años.
Ésta es la filosofía y el modelo del Gobierno español, muy alejados de la actual preocupación europea por la calidad del empleo. La política española ha querido aprovechar intensamente el ciclo para mejorar las cifras del empleo, utilizando como ventajas competitivas nuestros diferenciales en su calidad, es decir, bajos salarios, alta temporalidad, máxima subcontratación, mínima seguridad, etcétera. Por eso, a la actual ralentización en el ritmo de descenso del paro que indican las estadísticas de los últimos meses hay que añadir notables divergencias estructurales respecto a Europa en un mercado laboral crecientemente devaluado en sus salarios, estabilidad, protección social y condiciones laborales generales, con una tendencia a la dualización y a la fragilización sociolaboral que pasará factura cuando el ciclo cambie. La intervención del Gobierno, poniendo fin abruptamente al diálogo social con el Real Decreto 5/2001 sobre la reforma laboral, no hará sino acentuar esta tendencia.
Por ejemplo, la temporalidad. Tenemos un 32% de contratos eventuales, más del doble que la media europea. La apuesta del Gobierno se dirige a estimular la contratación fija tocando los costes, haciendo más barato el despido de los fijos y un poco más caro el de los temporales. Pero se ha negado a tocar el núcleo del problema, es decir, la necesidad de reforzar la causalidad y las garantías contractuales que eviten el fraude y el abuso en la contratación temporal como ocurre, entre otros casos, con el encadenamiento de contratos temporales a un mismo trabajador o la concatenación de sucesivos trabajadores temporales para un mismo puesto de trabajo. Si además se añaden nuevas figuras de eventualidad -los nuevos contratos de inserción y la exagerada extensión del contrato de formación-, cabe pronosticar que, en uno o dos años, esta anomalía -que afecta desde luego a los trabajadores pero que perjudica también a las empresas- no sólo no se habrá corregido, sino que habrá empeorado.
¿Recuerdan cuando se acuñó la expresión contrato basura? Durante la protesta sindical de 1994 se denunció una fórmula que pretendía la incorporación al trabajo de jóvenes sin experiencia laboral. Aquel contrato de formación, con un salario del 80% del salario mínimo y sin desempleo, se extiende ahora a cualquier trabajador, sea cual sea su edad, si lleva en el paro más de tres años, es inmigrante o se trata de un 'excluido social'. Hoy podríamos hablar no ya de contrato basura, sino de neoesclavismo en determinados ambientes. Porque, ¿qué razón hay para contratar en esas condiciones a los inmigrantes si la demanda de su trabajo ya existe? ¿Cuáles serán las consecuencias de ese dumping social interior de nuestro mercado laboral sino el de arrastrar a la baja y degradar las condiciones laborales de los sectores y zonas en los que se practique?
Algo parecido ocurrirá con el contrato a tiempo parcial. Aquí la responsabilidad es más difusa, porque la bajísima tasa de trabajo a tiempo parcial en nuestro país obedece a causas culturales y sociológicas propias. Pero, ante la necesidad de incrementar ese raquítico 8% de contratos de media jornada, frente al 38 % holandés o el 20% de los europeos, el Gobierno ha flexibilizado de tal manera esta contratación que ha acabado abriendo una peligrosa puerta a la disposición arbitraria del empresario sobre la jornada laboral de estos trabajadores. En efecto, será contrato a tiempo parcial el que contemple cualquier jornada inferior a la normal; y el empresario podrá establecer 'a conveniencia' horas complementarias de hasta un 60% de las pactadas. Los sindicatos temen, con razón, que esta figura produzca un trasvase degradante de la contratación fija a la parcial, en vez de servir, en sentido contrario, como vía de salida de la contratación temporal a la estable. Y, sobre todo, alertan sobre la exagerada capacidad que se otorga al empresario para disponer 'al día' sobre la jornada laboral, que se convierte así en una suerte de regulación laboral permanente encubierta, gratis y sin autorización administrativa alguna.
La misma filosofía inspira la desregulación de las contratas y de la subcontratación en general. El Gobierno se ha negado a perseguir la intermediación laboral fraudulenta ('puesta a disposición de trabajadores, en fraude de ley', a través de empresas subcontratadas), y a incorporar disposiciones legales que refuercen la responsabilidad solidaria (no sólo salarial) del empresario principal respecto de contratistas y subcontratistas con sus respectivos trabajadores. La altísima siniestralidad que padecemos está íntimamente relacionada con esta situación.
La crítica, sin embargo, no puede limitarse a los aspectos regresivos de esta reforma. Hay, además, ausencias clamorosas de una intervención necesaria en otras anomalías de nuestro mercado laboral que el Gobierno desoye o aplaza conscientemente sine die.
Es urgente, por ejemplo, una evaluación de las políticas públicas en materia de fomento del empleo. Desde hace años gastamos rutinaria y a veces inútilmente miles de millones en subvenciones, bonificaciones y otras dádivas para estimular la contratación fija o la contratación de determinados colectivos. Son políticas que requieren esa sana costumbre europea, tan poco practicada entre nosotros, de evaluar sus resultados. Nunca se ha hecho esto en España.
Desde hace años se viene observando una persistente rigidez geográfica en nuestro mercado laboral. Hay provincias y regiones con tasas de paro bajísimas que no cubren sus ofertas de empleo, aunque en otras zonas, con tasas de paro superiores al 20%, hay inscritos parados de esa misma cualificación. No existen políticas para la movilidad geográfica en nuestro mercado de trabajo. No funciona la intermediación laboral pública y no existe aún un sistema informático que articule, en el ámbito estatal, los diferentes servicios públicos de empleo. Las transferencias del Inem y la inoperancia del Gobierno han sumido al Servicio Estatal de Empleo en un estado catatónico, y están convirtiendo en una ficción la unidad del mercado de trabajo en nuestro país.
La mejora de la calidad del empleo precisa intervención pública y requiere innovar con medidas que otros países ya están experimentando: mejorar las condiciones laborales de los teletrabajadores y de los autónomos forzosos; o incorporar estímulos a la reducción de las horas extraordinarias y a la negociación de reducciones de jornada favorecedoras del empleo y de la flexibilidad en la producción. Habría que añadir otras disposiciones para favorecer la maternidad y la conciliación entre familia y trabajo; y proponer nuevos instrumentos para favorecer la igualdad real en el acceso de las mujeres al trabajo y en las condiciones laborales. Es necesario estudiar mecanismos de mejora de las remuneraciones salariales más bajas. Y es hora ya de desarrollar instrumentos de participación de los trabajadores en la empresa, en los beneficios y en el capital (fórmulas esbozadas en directivas de la Comisión Europea). Nada de esto se ha hecho. Y lo que es peor, no hay ni reflexión ni diálogo que permita pensar en lo que se debe hacer.
Sin embargo, en Europa se discute y se avanza en estos temas. El canciller alemán, Gerhard Schröder, acaba de proponer una profunda reforma para reforzar las competencias de sindicatos y comités de empresa para, entre otras cosas, fortalecer el sindicalismo en su país. Holanda presenta un modelo de máxima compatibilidad entre vida familiar y trabajo, con medidas constantemente reevaluadas y adaptadas (no sólo sociales, sino también institucionales y culturales). La Unión Europea reflexiona y debate sobre la responsabilidad social de las empresas. En EE UU es de dominio público la contraposición conceptual entre shareholders (ostentadores de títulos de propiedad de la empresa) y stakeholders (ostentadores de títulos de interés social, cultural o medioambiental sobre las actividades de la empresa: trabajadores consumidores, proveedores, comunidad circundante). ¿Pueden las empresas descontextualizar su existencia de su entorno social y medioambiental y moverse en un ámbito global sin vinculación ni responsabilidad alguna? ¿Pueden y deben guiarse sólo por la cuenta de resultados? La 'acción social' de la empresa emerge como un nuevo concepto que las obliga a comportarse con arreglo a un código laboral, social, ecológico, incluso político y de derechos humanos. Y las obliga porque el contexto social, cultural y político de los mercados se lo exige. Francia lo ha incorporado al debate público al proponer a su Asamblea Nacional medidas que comprometen a las empresas con relación a los despidos masivos, a los que se recurre en cuanto aparecen síntomas de debilidad de la demanda, y de reducción de beneficios. El país vecino, siempre en la vanguardia, está aplicando una auténtica ingeniería social sobre la jornada laboral para evitar que media sociedad (los adultos instalados entre los ventitantos y los sesenta años de edad) se drogue con un trabajo competitivo, estresante y compulsivo (que los anula para la vida social y familiar), mientras la otra mitad (jóvenes, jubilados, parados, precarios) se drogue o se pudra en el ostracismo porque no tiene trabajo o malvive al día con el que tiene eventualmente (anulando así su contribución a la economía).
¿Hay una vía intermedia entre liberalización e intervencionismo? ¿Podemos encontrar un camino entre la flexibilidad que exige la competencia y la seguridad que demandan los trabajadores? Ésta es la cuestión. Pero dejar hacer, desregular y flexibilizar al máximo como ha hecho el Gobierno del PP es apostar por el mercado como regulador de una cuestión social y hoy sabemos bien que si el mercado impone su ley, la nueva economía establecerá una sociedad laboral en la que el contrato social se devalúa, el dualismo laboral se acrecienta y empeoran las condiciones laborales de los desfavorecidos. Es acentuar el riesgo de una sociedad fragmentada en la que los vaivenes del mercado nos afectan a todos, pero en la que nadie se siente responsable de nadie. Que el mercado regula la actividad económica es evidente. Que la política y el diálogo social deben regular la sociedad laboral con sus equilibrios sociales y apuntar a la civilización con el estilo de vida al que aspiramos no debiera serlo menos.
El País, 19/05/2001