15 de mayo de 2025

Postnacionalismo.

 La Euskadi soñada hace 45 años se parece mucho a la de hoy: comparte las diferencias identitarias y se concilia en el punto de encuentro de su autogobierno.

Al observar los actos conmemorativos de la fiesta nacionalista del Aberri Eguna del Domingo de Pascua, vino a mi memoria una de aquellas ideas que nos dejó el Mario Onaindia de los 90 del siglo pasado. Acabábamos de hacer la fusión PSE-Euskadiko Eskerra y tratábamos de llenar de nuevas iniciativas aquella confluencia del socialismo vasco histórico con la izquierda nacionalista, que aspiraba a la mayoría electoral autonómica, después de la extraordinaria victoria de esta coalición en las elecciones generales de 1993. 

Mario, con el que conviví políticamente aquellos años, inventó el término, pretendiendo colocar la fusión de ambos partidos en el campo de la cultura e identidad vascas, para añadir a nuestra fortaleza representativa de la izquierda y del PSOE el perfil de un partido comprometido con el autogobierno y la recuperación cultural de nuestras singularidades identitarias.

El postnacionalismo hacía referencia así a un estadio de la sociedad vasca en el que las grandes reivindicaciones políticas y culturales que habían caracterizado a nuestro país en los primeros años de la Transición democrática se habían conseguido ya y se consolidaban en un marco constitucional sólido e irreversible. Se relajaban las pulsiones nacionalistas que caracterizaron aquellas primeras décadas y se pasaba a fases de discusión interna sobre nuestras propias competencias políticas y económicas, en un marco de referencia geopolítico y geoeconómico más amplio, singularmente el ámbito europeo.

La sociedad postnacionalista no aludía a la desaparición del nacionalismo –no éramos tan ingenuos– sino a su acomodo a un marco satisfactorio respecto al nivel de poder político para su autogestión y a un contexto cultural en el que se dieran los medios, los instrumentos económicos y las libertades suficientes como para su plena recuperación y desarrollo. Aludía también a una sociedad en la que la línea divisoria nacionalistas / no nacionalistas se difuminaba en un marco social y político menos antagónico que el que vivíamos entonces. Postnacionalista sería, claro, una sociedad vasca en paz y conciliada internamente sobre su marco político. Postnacionalista sería, finalmente, una sociedad en la que los derechos y deberes de los vascos se derivasen de su condición de ciudadanos, no de sus orígenes ni, mucho menos, de su identidad política, amparados por una Constitución que nos hacía libres e iguales ante la ley.
Fue en aquel contexto en el que Mario impulsó acuerdos y políticas tan sugerentes como atrevidas en el campo del mundo del euskera, los medios de comunicación euskaldunes, Euskaltzaindia, volcándose en la integración de la red de ikastolas en la red pública educativa (lograda en la etapa del recordado Fernando Buesa como vicelehendakari y consejero de Educación).

El reciente Aberri Eguna mostró hasta qué punto la sociedad vasca de hoy se acerca mucho a aquel estadio que describía Mario Onaindia. Soy consciente de que esa celebración patriótica encierra sentimientos y aspiraciones respetables, pero su impacto social y político se disuelve en una sociedad ajena a esas ensoñaciones. 

El desiderátum postnacionalista que presagiaba Mario se ha visto confirmado, además, por un contexto económico y geopolítico del que no podemos pretender escapar a riesgo de estrellarnos y arruinarnos. Por eso, el post nacionalismo hoy alude a las naturales controversias que nos plantea la realidad en el marco de nuestro autogobierno: las políticas fiscales y su armonización en los tres territorios, la soberanía estratégica y la defensa de nuestras empresas motoras, la garantía energética, nuestro sistema de innovación e investigación, nuestra influencia en Europa, nuestras relaciones regionales... y todas las políticas sectoriales –que son todas– de nuestros departamentos de gestión: desde la vivienda a la sanidad, desde el cuidado de nuestros mayores a la educación, desde la seguridad policial a las políticas de inserción social y laboral de nuestros inmigrantes.

Hace unos días, una periodista me preguntaba si la Euskadi que soñábamos hace 45 años, en aquel País Vasco de 1980 que estrenaba Parlamento, se parecía o no a la Euskadi de hoy. Abiertamente le dije que para mí la Euskadi soñada entonces se parecía mucho a la Euskadi de hoy: un país en paz, que superó la tragedia del terrorismo, autogobernado, con el máximo poder autonómico de los Estados federales, dentro de un Estado europeo. Un país que superó una enorme crisis industrial y que se proyecta al futuro con un tejido económico moderno y competitivo. Un país en el que la calidad laboral es alta y el sistema de prestaciones públicas proporciona un alto nivel de bienestar y equidad. Un país en el que la convivencia y la tolerancia mutuas han superado décadas de fracturas sociales y políticas y que comparte, con bastante naturalidad, las diferencias identitarias y se concilia internamente en el punto de encuentro de su autogobierno.

Admito que los sueños de otros podían ser otros. De hecho, lo eran. Pero hoy ya no toca soñar sino hacer y enfrentar un mundo hostil en el que la democracia, Europa y el bienestar exigen lo mejor de todos nosotros.

Publicado en El Correo y Diario vasco. 15/05/2025

9 de mayo de 2025

Una decisión controvertida en Venezuela

 "El boicot de las elecciones regionales y legislativas de parte de la oposición deja el campo abierto al Gobierno y a su partido para quedarse con todo el poder"


Hay muchas razones para avalar la decisión de María Corina Machado de boicotear las elecciones regionales y legislativas del próximo 25 de mayo en Venezuela. ¿Para qué?, se preguntan muchos. Las van a manipular, como hicieron el pasado 28 de Julio. Cierto. La gente está harta y ha perdido la esperanza de que su voto sirva. Cierto también. El régimen inhabilita a la oposición, negando incluso el derecho a ser candidato, mediante un Poder Judicial electoral al servicio del Gobierno, que decide qué partidos y qué candidatos están habilitados y quienes no. Todo eso es cierto y avala una decisión cargada de lógica democrática.

Son razones poderosas que explican el bajo índice de participación que dan las encuestas a esas elecciones, en torno al veinte por ciento del electorado, lo que, en su caso, añadiría una nueva muestra de la falta absoluta de condiciones democráticas en el régimen chavista.

Pero, las decisiones políticas nunca son unidireccionales, siempre tienen pros y contras muy poderosos y por eso es necesario adoptarlas después de un análisis profundo y sosegado de sus consecuencias. Es necesario calibrar esa decisión a la luz de la experiencia histórica en la larga marcha de la oposición al chavismo y sobre todo, teniendo en cuenta las consecuencias políticas que se derivan del boicot electoral para un largo periodo político (2025-2031).

En primer lugar, la no participación electoral de la oposición, deja todo el campo abierto al Gobierno y a su partido para quedarse con todo el poder. Poco les importa la falta de legitimación democrática en esas elecciones. Lo van a ejercer igual y sin ninguna cortapisa. Por otra parte, la deslegitimación internacional no les preocupa. La han bordeado muchas veces y la tienen sobre la cabeza misma del régimen, puesto que el mundo entero (salvo unos pocos y nada recomendables amigos) ya decidió rechazar los resultados del 28-J y no reconocen formalmente a Maduro. Nunca, a lo largo de los muchos años de poder chavista, el consenso internacional sobre el fraude electoral, fue tan apabullante y sin embargo, Maduro gobierna, casi un año después, sin limitaciones.

La oposición ya ha practicado la estrategia del boicot electoral en 2005 y en 2018 y en nada alteró ese boicot al ejercicio ilegítimo del poder por parte del chavismo durante esos años. De hecho, el triunfo histórico de Gonzalez Urrutia en 2024, fue, en parte, consecuencia de una lectura crítica al boicot de 2018 y a la ilusión generada en la ciudadanía con una oportunidad creada por la firme decisión de la oposición de participar, aunque fuera con candidato interpuesto, para sortear la inhabilitación de Maria Corina Machado.

La pregunta que surge entonces es esta :¿no hubiera sido mejor participar y poner de nuevo al régimen ante su necesidad de otra burda maniobra de manipulación electoral para no perder los gobiernos regionales y la Asamblea Nacional? ¿No habría sido más efectiva la repercusión internacional de un nuevo “pucherazo“, que la del boicot ciudadano en estas nuevas elecciones?

Ocurre, además, que tanto la inhabilitación como la manipulación de los resultados, es, técnicamente, mucho más difícil de realizar en las elecciones a gobernador y parlamentos de cada uno de los 24 Estados del país y en las respectivas jurisdicciones de los 285 diputados a la Asamblea Nacional. Esa operación de inhabilitación y falseamiento de resultados resultaría mucho más compleja para el régimen y ofrecería flancos muy provechosos para minar el poder de su Gobierno. Es muy sospechosa a estos efectos la convocatoria precipitada de las elecciones a la Asamblea Nacional, conjuntamente con las elecciones regionales, lo que, quizás, puede haberse debido al aprovechamiento por parte del régimen de la decisión tomada por parte de la oposición de no participar en ellas.

Finalmente, si el boicot fuera total, es decir, de todos los partidos y de todos los candidatos de la oposición, el impacto político interno e internacional sería extraordinario, lo admito. Pero no es así. Significados líderes de la oposición al chavismo van a participar y por tanto el efecto político del boicot es menor, se quiera o no se quiera reconocer.

Es una pena que no haya habido una decisión consensuada en torno a este tema capital de la estrategia opositora en Venezuela. Desgraciadamente, no es la primera vez y por ese camino, me temo que no será la última.

Publicado en El País, edición América, 9/05/2025

 

10 de abril de 2025

¿Campeones nacionales?

Hay guerras más trascendentes que la de los aranceles. En la batalla de las tasas a las exportaciones a EE UU en la que nos ha metido Trump no nos jugamos el futuro. Es grave, por supuesto, altera bruscamente el comercio internacional basado en reglas y seguramente elevará precios y nos empobrece a todos. Pero de este conflicto, con más o menos daños, se sale.Lo que verdaderamente fija nuestro lugar en el mundo y el grado de riqueza y bienestar social de nuestras sociedades es la guerra tecnológica. Cuál es nuestro grado de desarrollo tecnológico, en qué nos especializamos, cuál es el nivel de digitalización, de Inteligencia Artificial o de tecnología cuántica que incorporamos a nuestros procesos productivos, esos son los parámetros que determinarán la productividad y nuestro nivel de desarrollo económico en el futuro, en este siglo de innovaciones trepidantes.

En Europa hay talento, hay cientos de centros de investigación de alto nivel, hay recursos públicos importantes, tanto europeos como nacionales y regionales, y hay base tecnológica suficiente para estar en el triángulo de cabecera del mundo, junto a Estados Unidos y China. ¿Qué falla? La dimensión y la fractura nacional de todo ese espacio de I+D+i. Los objetivos, la especialización tecnológica y otros muchos factores de esa planificación están definidos por planes nacionales y muchas veces incluso regionales. No hay economía de escala, no hay coordinación suficiente y perdemos las carreras de la innovación y la investigación frente a gigantes tecnológicos, amparados en sistemas financieros más flexibles (EE UU) y más comprometidos con esos objetivos (China). Lo grave, además, es que los avances y las transformaciones tecnológicas se están produciendo a velocidades inimaginables hace solo unos pocos años.

Cuando Mario Draghi nos advirtió de que las principales empresas del mundo en computación cuántica son norteamericanas y chinas, o cuando nos alertó sobre el hecho de que solo cinco de las cincuenta empresas tecnológicas más importantes del mundo son europeas, y cuando nos expuso otras preocupantes estadísticas de parecido tenor, lo que nos estaba diciendo es que no podemos ganar estas carreras siendo tan pequeños y estando tan desunidos y descoordinados. Esa era la esencia de su mensaje.

Pasa lo mismo con el tamaño de nuestras empresas. Todos los países europeos tenemos nuestros respectivos campeones nacionales en banca, 'telecos', energía, constructores ferroviarios, motores, obra pública, seguros, etcétera, pero no tenemos campeones europeos, capaces de competir con el resto del mundo. Solo hay un sector económico en el que tenemos un verdadero y único campeón europeo y por ello competidor mundial: la aeronáutica.

La dimensión de nuestras grandes empresas es minúscula en comparación con los grandes líderes empresariales chinos o estadounidenses y eso nos hace inferiores frente a ellos en capacidad de innovar y en financiación y nos elimina en grandes concursos públicos internacionales. Pero cuando hablamos de unificar bancos, constructores o 'telecos' surgen, como un resorte imparable, los intereses nacionales y seguimos cómodos en nuestras pequeñas ligas nacionales.

Traslademos ahora este debate a la defensa o a la seguridad, como le gusta llamarla a nuestro Gobierno. Toda la inmensa tarea que nos imponen las dramáticas circunstancias que vivimos en Europa pasará por armonizar nuestros sistemas militares y por reestructurar nuestra industria bélica para abastecer con autonomía estratégica y soberanía tecnológica a nuestro futuro ejército europeo. Costará dinero y años, muchos años, y costará hacerlo y hacerlo bien. Pero ¿seremos capaces de unificar nuestras factorías militares y nuestros armamentos y coordinar la investigación tecnológica que, indefectiblemente, habrá que lograr para ser mínimamente eficaces? De no hacerlo, no seremos tenidos en cuenta, ni siquiera para disuadir a nuestros enemigos.

La clave para todos nuestros retos es la integración. Más integración quiere decir más delegación de competencias de la nación a Europa, menos soberanía nacional, menos intereses nacionales y más decisiones europeas pensadas por y para veintisiete, al igual que lo hacen Estados Unidos o China.En el comercio decide Europa, porque es la Unión la que tiene la competencia, pero en la investigación, en la defensa, en la unión y fusión de grandes compañías (en la búsqueda por tanto de campeones europeos en todos los sectores económicos), en la energía, en el mercado de capitales, en la unión bancaria, en muchas cosas de las que dependemos y cuya competencia es nacional, solo una Europa integrada podrá ganar las batallas del futuro.

No es casualidad por eso que en Europa se diga con tanta frecuencia una frase que expresa bien la síntesis de este artículo: «En Europa solo hay dos tipos de países, los que saben que son pequeños y los que no lo saben».

Publicado en El Correo 10/04/2025